UNA NOCHE CUALQUIERA

Por Esther Saiz

Se escuchó un estrepitoso ruido a falta de un cuarto de hora para la media noche; la bomba estalló cuando ya casi se estaba olvidando su amenaza. Acostumbraban a acostar a los niños sobre las diez de la noche, momento en el que el matrimonio disfrutaba del descanso diario merecido, pero era un día diferente, vaya si iba a ser diferente… Aunque no tenía más de once años y no levantaba dos palmos del suelo, Carla disfrutaba del estudio, especialmente de esa asignatura sobre la que debería rendir cuentas en la jornada siguiente y es que, como decían sus hermanos “qué rara eres”, ciertamente así se sentía cuando aquel miércoles de octubre y en la pequeña habitación, inicialmente diseñada como dormitorio de servicio, Lidia, la hermana mayor y ella se encontraban inmersas en sus correspondientes deberes.

El edificio no había sido diseñado para ellos pues las familias de la Guardia Civil jamás soñarían con algo así. Contaba con una superficie de más de doscientos metros para cada una de las viviendas, distribuidas en cuatro habitaciones y dos espaciosos baños. Además, disponía de una de esas zonas por ellos desconocida hasta el momento, que las clases más pudientes denominaban office, supuestamente reservada para el personal de servicio y que ninguna de las familias allí residentes, en absoluto podrían permitirse. Contaba el office con varias estancias, cuyo eje principal era una gran cocina, habilitada con una generosa mesa para comer, donde se reunían a diario sin más distracción que narrar los acontecimientos ocurridos a cada uno de sus miembros. Tras la cocina, se ubicaba una sala-distribuidor de despenseros, electrodomésticos y acceso a una pequeña habitación de servicio. Ante la ausencia de la deseada niñera, nodriza, sirvienta, criada, que nunca llegaría, la estancia había sido destinada como zona de estudio; hubiera sido el momento ideal para que, cada uno de los tres hermanos disfrutaran de su propia habitación, pero, como si aquello pudiera sentar precedente, Doña Francisca continuaba haciendo compartir a sus dos niñas una misma habitación en la que guardar tantos secretos juveniles de alcoba. El retoño de la familia, por aquello de serlo, sí gozaba de ese privilegio y como tan solo contaba con seis años de edad, ya se hallaba inmerso entre sábanas y sueños.

Parecía una noche cualquiera de principios de otoño cuando a las 22.30, sonó el teléfono. Una llamada no constituía un hecho anormal, pues el capitán ayudante de la comandancia de Burgos solía recibirlas prácticamente a diario a horas intempestivas y es que, como decía el gran Duque de Ahumada: “el guardia civil siempre fiel a su deber, sereno en el peligro y desempeñando sus funciones con dignidad, prudencia y firmeza” era consciente de que, aquella su profesión, no solo se convertía en la manera de ganar el pan de sus hijos, era mucho más, era vocación y sobre todo una forma de vida.

El capitán Mata era conocido por su alto sentido de la responsabilidad y un marcado, casi exagerado compromiso de justicia con quienes tenía bajo su mando, siempre ecuánime hasta el más mínimo detalle sin perder la cercanía con sus compañeros. Contaba ya con una larga experiencia en el Cuerpo desde que ingresara a sus tempranos dieciocho años como guardia raso y de su paso por el servicio de información de San Sebastián sabía que aquella llamada bien podía ser una falsa alarma, o no. El frío viento del cierzo helaba cada una de las esquinas de la ciudad, haciendo que la misma durmiera mucho antes que cualquier otra. Las calles desiertas, solo visitadas por un extraviado transeúnte que gustaba pasear entre las sombras, parecían augurar el peor de los presagios.

-A sus órdenes mi capitán- al otro lado del teléfono sonó la voz del guardia Ramos-, un ciudadano al que acabo de identificar, nos avisa de que tenemos un objeto un tanto extraño escondido tras el cajetín técnico del semáforo.

-Posiblemente no sea nada-afirmó Mata-, pero para quedarnos tranquilos bajo ahora mismo a echarle un vistazo.

Había pasado por la misma situación en numerosas ocasiones, sin embargo, ésta era diferente pues todo lo que más quería se encontraba en ese edificio. Anunció a su mujer lo acontecido, quitándole importancia para no asustarla.

-Tranquila- le dijo, mientras pasaba dulcemente su mano por su mejilla-, no será nada-

Y acto seguido como quien de una despedida se tratara, avistó la habitación del pequeño Sergio que dormía plácidamente y besó a sus hijas, animándolas a que continuaran el estudio mientras él regresaba. Y así lo hicieron, no sin antes interrogar a su madre, para saber de lo ocurrido y del porqué de la salida inesperada de su padre. Tenía mérito continuar concentradas.

Ciertamente era un objeto extraño, no demasiado grande, tampoco pequeño como para pasar desapercibido, aunque su frío color plateado quedaba camuflado entre el cajetín y la pared de la casa-cuartel, tras la cual, el depósito de gasolina y los coches de la unidad de Tráfico ayudarían indudablemente en su labor.

-No me gusta -dijo Mata-. Llamemos al servicio de desactivación de explosivos y que ellos se encarguen.

Pero como la Ley de Murphy parece nunca dejar de interferir, esa noche los Tedax se hallaban en Logroño, lo que hacía imposible la verificación del artefacto. Era hombre de gran determinación y tras una breve y estudiada pausa, decidió actuar; si aquello era lo que todos se temían y todavía no se atrevían a mencionar, no había tiempo que perder, pero iba a resultar complicado de explicar, si es que el destino se lo permitía. Estaban entrenados para esas circunstancias, pero era inevitable pensar que, en cualquier momento, todo podría terminar. Era imprescindible mover la tediosa caja del lugar ubicado, pues en el peor de los escenarios, era el sitio donde no debería explosionar. ¿Cómo hacerlo? Si esto se contara en un relato, parecería fruto de la ficción, pero en el año de 1983, los medios de los que disponían aquella noche no eran otros que una mísera soga de esparto. En cuestión de media hora se había organizado un grupo humano de diez personas que trabajaban todos a una para solventar la situación por el bien de todos ellos y lo que era más importante, de sus mujeres e hijos. Siempre cabía la posibilidad de que no fuera más que una broma pesada de algún personaje poco amigo del instituto armado, pero los sudores fríos de cada uno de los compañeros, les hacía cobrar conciencia de lo contrario. Una simple y rústica cuerda debía sustituir al servicio de desactivación; no era que digamos, una situación muy halagüeña, pero sí era la única de la que disponían, así que, sin más, el guardia Bonilla, ataviado al menos con un buzo antiexplosivos por aquello de que, llegado el caso, los restos de su cuerpo no se esparcieran en demasía, ató la guita alrededor de la caja, como quien acaricia al ser más indefenso del planeta y con la respiración contenida, comenzó a soltar maroma. El edificio ocupaba una glorieta, por lo que debían inicialmente realizar un movimiento en forma de L para posicionar el supuesto artefacto en medio de la plaza principal, lugar en el que y a pesar de la gasolinera de la calle Vitoria, consideraron sería donde el impacto accionaría de manera ascendente, evitando los edificios colindantes.  El silencio era absoluto, solo quebrantado por el suave y casi inapreciable sonido del pequeño contenedor plateado que se deslizaba suavemente a través de la acera burgalesa.       Todos los allí presentes, sin apenas pestañear para no perder de vista el artefacto, rezaban en voz baja cuantas oraciones recordaban para que aquella maldición no estuviera programada para accionarse a una determinada hora, y ya era casi media noche. A Bonilla le sudaba hasta el alma dentro de aquel buzo antideflagrante, pero ya había conseguido desplazarlo a escasos cincuenta metros del lugar elegido; casi lo tenía, iba a lograrlo cuando la traicionera tapa de alcantarillado municipal quiso ayudar a la banda terrorista ETA en su propósito, haciéndola tambalear, de manera imperceptible pero irremediable, dejando a todos los que la observaban sin respiración. Mata pensó en su preciosa y amada mujer, su pequeño en la cama y sus aplicadas niñas, cerró los ojos e inspiró profundamente. Un negro y siniestro estruendo retumbó en toda la ciudad castellana rompiendo el silencio de la media noche.

Carla disfrutaba estudiando y le permitía, además, evadirse de situaciones tales como las que un par de horas antes le acababa de comunicar su madre, entre nerviosa e incrédula. Necesitaba seguir concentrada en su tarea y disipar algunos de los pensamientos que corrían veloces por su cabeza sin alcanzar a comprender por qué había personas que deseaban la muerte de otras como sus padres, sus hermanos o ella misma. Tenía esa capacidad de abstracción que le haría evadirse de lo que parecía una horrible pesadilla. Lidia y Carla, obedientes a los consejos de su padre, se hallaban triunfalmente inmersas en sus asignaturas cuando una ensordecedora explosión las levantó de sus sillas al grito unísono de: “¡La bomba!”. No sabían qué vendría a continuación, si caerían desplomadas en un vacío de escombros o quizás ya, en ese momento todo terminaría, pero ambas niñas en un movimiento instintivo, se fundieron en un abrazo esperando lo peor. Fueron segundos de incertidumbre rotos por el alarido de Francisca que, saliendo al encuentro de sus pequeños por el largo pasillo de la vivienda, gritaba desconsoladamente: “Mis hijos, mis hijos”. Sin alcanzar a asimilar todavía lo ocurrido, asió fuertemente a sus dos hijas al comprobar que se encontraban a salvo, a la par que corrían apresuradamente a verificar el estado del benjamín de la casa, que continuaba increíblemente sumido en su sopor. Al tomar conciencia de que se hallaban bien, de nuevo las tres mentes parecían coordinarse en pensamientos, ocupando esta vez, el peor y más temido de todos.

– ¡Dios mío, vuestro padre! -Francisca lloraba desconsolada y sin dudar, madre e hijas comenzaron a bajar escaleras desde la séptima planta en la que vivían, aunque aquella noche bien parecía el Empire State con sus ciento dos pisos.

Entre escombros, cristales rotos y la espesa polvareda que dificultaban la bajada, a medida que descendían iban encontrando por el camino los que, más que vecinos, eran familia, desconcertados todavía por la falta de conocimiento de lo ocurrido y ensangrentados por la lluvia de cristales y añicos varios. Si ese era el estado de los que se encontraban en sus domicilios, ninguna de las tres quería imaginar cómo estarían los que se localizaban abajo. Al llegar a la planta que daba acceso a lo que fuera el recibidor de la Comandancia de Burgos, el caos era absoluto; no quedaba nada de lo que había sido el hall de entrada; el mármol verde de las paredes había desaparecido, ni rastro de las dos ametralladoras que servían de detalle ornamental, así como el techo decorado de escayola y por supuesto, el gran frente de cristal que, a pesar de estar blindado, no había podido soportar el tremendo impacto del artefacto.

Ese iba a ser el peor momento de la vida de Carla; ¿cómo podría soportar la pérdida de su padre, su protector y ejemplo de vida? ¿debería asumir que tendría que crecer sin él? En ese mismo instante en el que todo parecía perdido, el sargento Higuero, amigo íntimo de la familia, se acercó a Francisca.

-Tranquila -la asió de la mano-, tu marido está bien; no ha habido muertos; todo quedará en una mala experiencia.

Muchos años después, Carla y todos los allí presentes en la afortunada y a la vez siniestra noche, sentían una fuerte contracción del corazón ante cualquier portazo o crujir de cristales. Bueno, todos, excepto el pequeño Sergio, quien, como decía con su permanente sonrisa: “A mí no me despierta ni una bomba”.

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