UNA TAZA DE TÉ EN JAPÓN

Por María Sol Gonzalez

En Orense Natalia despachaba todos los días en su salón de té. Con el ritual de una ceremonia de té, lo ofrecía a los clientes que entraban al establecimiento. La destreza de sus manos, sus movimientos armoniosos y la exquisita decoración oriental del salón reconfortaban a los parroquianos.

Hacía un año desde la pérdida de su embarazo. Aquel funesto día cuando resbaló en la bañera y perdió al ser que más anhelaba y quería. Entró en estado de shock. Todo parecía ir bien, pero esa torpe caída fue trágica. Tras un largo tratamiento de fertilidad, su marido Román y ella habían conseguido un embarazo, hasta que todo se arruinó. Román quería intentarlo de nuevo, pero Natalia había perdido toda fuerza e ilusión. Desayunaba, iba al salón de té y regresaba para acostarse, con la mirada triste, el cuerpo encorvado, y exhausta. Era la sombra de la chica jovial y entusiasta que había sido.

Román amaba a Natalia como el primer día cuando se conocieron en la universidad. Pero ahora cada vez se le hacía más difícil  la cercanía con Natalia. Para estar con ella se aficionó a pasar ratos en el salón de té. Natalia tan sólo dibujaba una leve sonreía cuando le veía frente a una taza de su té favorito.

Una mañana de verano, mientras Román disfrutaba de un delicioso Sencha, Natalia se sentó junto a él.

—Quiero irme a Japón —dijo ella.

—¿Quieres que vayamos a Japón? —respondió Román.

—No, he pensado en ir sola. La Cámara de Comercio de Japón organiza una ruta por fábricas, es solo para profesionales del té—contestó Natalia ante la sorpresa de Román.

—¿Cómo vas a ir tú sola? ¡Apenas sabes hablar inglés! —exclamó Román, casi enfurecido

Un país con una cultura tan diferente, pensó, ella sin dominar el inglés, y por supuesto nada de japonés. ¡Y sola! Una locura a los ojos de Román, que veía amenazado su matrimonio.

—Me hace mucha ilusión. Quizá no me entere de todo, pero no quiero perder esta oportunidad. Lo pospuse cuando esperábamos a nuestro hijo. ¿Qué me queda ahora? —contestó con tristeza Natalia.

—Podemos intentarlo de nuevo —replicó Román.

—No, no podría soportar otra pérdida. Ya lo hemos hablado. No me siento con fuerza —zanjó Natalia.

 

Natalia había dedicado tiempo a estudiar la ceremonia de té japonesa, chanoyu.  Armonía, respeto, pureza y tranquilidad, los cuatro pilares en los que se basaba la ceremonia, vividos en el país de origen podrían serenar su alma, que tanto lo necesitaba. “Ichigo, ichie”, un momento, una oportunidad, el lema acuñado por los maestros fundadores de la ceremonia japonesa que aprendió hace tiempo y que la había acompañado hasta que se truncó la vida que esperaba.

Cada momento es una oportunidad que te brinda la vida para saborearlo de manera única porque nunca se repetirá. ¿Y qué pasa con los momentos malos y dolorosos?, se preguntaba Natalia.

Román no entendía la decisión de Natalia. Tras la sorpresa inicial, trató de disuadirla. No quería que Natalia fuera sola un mes a un país tan lejano. Cómo podría tener Natalia allí una buena experiencia, si a él todo le parecían dificultades. Temía que en lugar de ser una ayuda para aliviar su alma, fuera una huida. Era consciente de que la relación entre ellos no funcionaba. No aceptaron la pérdida del hijo de la misma manera

Natalia buscó libros sobre Japón. Se empapó de su cultura, sus ciudades y los lugares de mayor interés. Empezó a repasar su inglés y a aprender algunas palabras de japonés. “Arigato”, gracias. Se concentró tanto en la preparación del viaje, que empezó a olvidarse de sí misma.

Román la acompañó hasta Madrid, donde ella tomó un vuelo directo a Tokio. Román se despidió de ella con mucha ternura. “Si te encuentras perdida o lo ves complicado, iré a buscarte. No quiero perderte”, le dijo. Se abrazaron largo rato, por primera vez desde hacía tiempo.

Llegar a Tokio fue como trasladarse a otro mundo. Luces de neón, grandes edificios, estaciones de trenes interminables y un fluir incesante de gente.

Se dirigió a Ippodo, la tienda especializada en té más reconocida en el país. Se acomodó en el salón, y pidió su primer té en Japón: un Gyokuro. Deliciosamente preparado, se lo sirvieron con suma delicadeza y acompañado de unos dulces wagashi. El verde intenso de la humeante infusión con aroma a algas marinas, verduras cocidas, espinaca, coliflor, cremoso y con un rico sabor umami, le despertó los sentidos. Se acomodó para disfrutar de lo  que veía a su alrededor. Apreció la extrema amabilidad de los japoneses. Se esforzaban tanto en entenderla que comunicarse con ellos le resultaba más sencillo de lo que había imaginado.

Llegó el encuentro con los representantes de la Cámara de Comercio para iniciar la ruta del té. Todo estaba organizado y sincronizado como un reloj.  Le presentaron al resto de personas que formaban el grupo. Eran de distintos países: Francia, Hungría, Perú, Grecia, Alemania, Turquía, Taiwán, Canadá y Argentina. Natalia se sintió aliviada, pues podía hablar en castellano con algunos de ellos.

Llegaron a la primera fábrica de té, la mayor de toda la prefectura de Kagoshima con grandes extensiones de cultivos de té.

¡Oh!, exclamó Natalia cuando vio por primera vez la Camellia Sinenesis. Podada a la perfección y rodeada de bosques de bambú, sus plantaciones ofrecían a la vista un paisaje tan hermoso como los jardines de Versalles.

Michio, el dueño de la fábrica, se encargó de las explicaciones. Comenzó con las tareas de la plantación: siembra, poda, cosecha. Les mostró cómo se valían de las técnicas más modernas para hacer que la recolección de hojas de té diera una cosecha excelente.

Tras la visita, hicieron un descanso en la cantina de la fábrica, donde los agasajaron con platos elaborados usando té entre otros ingredientes. Los degustaron con un té diferente para cada uno de ellos: Sencha, Bancha y Hojicha. Michio se sentó al lado de Natalia en la comida. Se interesó largamente por el negocio del té en España y por sus impresiones sobre la fábrica.

Tras el almuerzo, los condujeron a la casa de té tradicional japonesa, anexa a la fábrica. Había un armario lleno de kimonos y obis. Pudieron elegir cada uno el suyo y una geisha los inició en el chanoyu, que luego fueron practicando cada uno. Todo era muy excitante. Michio se mostraba entusiasmado con el kimono de Natalia y la manera cómo ella preparaba té siguiendo el ritual. Le decía que parecía una autentica geisha. Empezó a abrumarse al ver que Michio  la seguía con la cámara para hacerle fotos y vídeos.

Al día siguiente celebraron una cena de gala con todos los fabricantes de la zona. Michio se las ingenió para sentarse en la mesa de Natalia. Dejó de prestar atención al resto de comensales, y sólo se dedicó a ella. Sus ojos chispeaban cuando cruzaban la mirada. Vestía un traje gris claro y una bonita corbata, que ensalzaba su cuerpo esbelto y sus profundos ojos verdes. A Natalia le parecía el hombre más seductor del salón.

Aunque los organizadores animaban a cambiar de mesa para hacer el mayor número de contactos comerciales, Michio no se movió del lado de Natalia. Al terminar la cena, la invitó a tomar el mejor cóctel de té de la ciudad.

Natalia se sentía embrujada por la forma elegante en que Michio la había ayudado a acomodar el kimono, la sensualidad que transmitían sus gestos, su manera delicada y pausada de explicarlo todo.

Se encaminaron hacia el puerto. Entraron en un local con una decoración minimalista frente a la bahía, desde donde se podía admirar el volcán Sakurajima. Pidió dos cocteles de té matcha con sake y champagne. Adornado con unas hojas de menta y frutas tropicales, les pareció muy refrescante.

Michio se acercó despacio a Natalia y posó sus brazos en los hombros de ella. Le susurró unas palabras en japonés. Ella temblaba. Percibía el calor de su cuerpo, cada vez más cercano e intenso. Se sintió atraída.

De repente se paró. No había pensado mucho en Román hasta ese momento, pero se dio cuenta de que no podría traicionarlo. No, quizá no le traicionase a él, sino a sí misma. Fue entonces cuando supo lo mucho que amaba a Román.

Al día siguiente se levantó con una sonrisa.

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