¡VICTORIA!

Por Orlando Burgos Corrales

No hay nada que me guste tanto como venir a pasar temporadas a mi pueblo.

Yo le digo “mi pueblo”, aunque nunca he vivido aquí. Bueno, mi padre, o my faada, como dice Soldi, me explica que en esta llanura viví los dos primeros años de mi vida; pero es mentira que me acuerdo.

Soldi es mi amiga requeteamiga, cuando estoy en la ciudad siempre la tengo presente, y cuando la recuerdo se me aparecen como una fotografía los nidos de las oropéndolas colgando de los altos árboles, los ríos, los animales en las fincas y en los bosques, y hasta los murciélagos que hay cerca del riachuelo, en una cueva dentro del tronco de un gran árbol.

Ella me dice “mi amiga paña”, que significa blanca, descendiente de los españoles. En cambio, su piel es negra, y sus tataraviejitos vinieron de Jamaica hace ¡uuh! Como cien años; bueno, creo que mucho más.

¡Ah! Otra cosa, aquí todos son mis amigos y me dicen la “Machita Henrietta”. Machita por si no lo sabes le decimos a las personas rubias.

Todos hablamos de las apariciones de la difunta Rita. La gente de este pueblo donde mi familia tiene su hacienda creen esas viejas historias, y las cuentan a los hijos y nietos.

¡Claro! Soldi también las cree.

Por eso ni ella ni nadie van nunca a esa casucha de madera y techo de palmas junto al río, porque dicen que allí se aparece la finada cuando alguien se acerca.

Estaba sola en la casa grande y decidí ir a conocer el ranchito que se veía tan triste, apenas como una sombra desde lejos.

Hace unos días le dije a mi amiga que fuéramos, para demostrar que tales apariciones no son ciertas y que nada extraordinario sucede en ese lugar. Para mí eran como las que estudiamos en el instituto: “Leyendas populares”.

—Vamos, amiga —le decía— ¿somos valientes o no?

—¡My Good! No hay que meterse con el más allá —me contestó.

—En estos lugares pasan muchas cosas que ni te imaginas —agregó.

—Las apariciones de la difunta Rita son de verdad —me decía con los ojos abiertos y con cara de susto.

La misma Doña Victoria relataba lo que sucedió aquella tarde en la vega del río, mientras ella y Rita lavaban con el agua hasta las rodillas y empezaron a hablar de la muerte.

—¿¡Cómo será la vida después de morir!? —dijo Rita.

—¡Ahh saber! —contestó su vecina— de eso nadie sabe nada en este mundo.

—Pues yo no creo que todo se acabe y ya no haya nada más, debe ser como si uno se va de este pueblo a otro, de seguro que ahí seguiremos de algún modo.

—La única forma de saber es que alguien venga a contar después de que

haya partido de este mundo.

Y hablando y hablando decidieron hacer un pacto.

—La primera que muera viene a contar cómo es la vida en el “más allá”dijo una de ellas.

Eso se prometieron.

Y con los días olvidaron el asunto.

Así contaba Doña Victoria.

Pasó el tiempo, y no ves que un día se murió Rita.

Todos fuimos al funeral, se rezó mucho, se cantó y se repartió mucho café, panecillos de yuca (pan bon les decimos aquí) y mucho licor, pues no se entiende un funeral sin que se alegren los veladores, que al final terminan bien borrachos, y muchos bailando con la marimba que trajo el Señor Watson, quien sabe tocarla muy bien.

“Es para aliviar el sufrimiento por la partida del finado”, se acostumbra decir.

Pues vieran que después del funeral todo siguió en santa paz como siempre.

Tenemos un bonito recuerdo de Doña Rita.

A Soldi y a mí nos trató siempre con mucho afecto, por eso la extrañamos desde que murió.

Doña Victoria siguió lavando en la batea junto al cauce hasta que un día se le presentó la finada.

Eso dicen las habladurías de los vecinos.

Rita había venido a cumplir lo pactado con Victoria, pero ella se alejó del lugar y no regresó desde que se apareció por primera vez.

—Tenía razón, ¿¡se imagina qué miedo!? —decía un vecino allá por la cantina donde se sientan en las noches a beber.

Y siguieron viendo a Rita todos aquellos que se acercaban a la casucha.

A mí me daban más ganas de ir al lugar, cuanto más escuchaba lo que se contaba.

No pude convencer a Soldi de que me acompañara.

–¡Sho! ¡Jesus Christ! Ni loca, ni que me pongan cadenas; ni requeteloca, ni que me amarren voy.

Y así siguió mi amiga por un rato, agarrando con fuerza la silla donde estaba sentada.

Jamás la convencería.

Tampoco ningún trabajador de la finca quiso acompañarme, le dije a muchos, pero se excusaban con cara de sorpresa, o me decían que dejara esa idea y que ni en sueños se me ocurriera acercarme al rancho de la finada Rita.

Mi papá, que a todo lo que le pido me dice que sí, esta vez me sorprendió.

Esa noche estábamos en el corredor desde donde se ven los pastizales y las breñas del bosque.

Le dije que fuéramos a la casucha y al río cercano.

Me miró, arrugó el entrecejo, y aunque es una persona muy valiente, lo conozco bien, le noté como un rubor pálido en las mejillas, y un balbuceo que apenas pudo esconder con su voz fuerte.

—¡Ay mi hijita! En lo que estás pensando, para qué meterse en cosas que uno ni idea tiene en qué pueden terminar.

–No, yo no voy con vos.

–¡Pero, papi!

Mejor te vas con Soldi a jugar a su casa, a la plaza de fútbol, o al río grande a bañarse.

Me dijo todo eso y me dijo mucho más, pero no me prohibió que fuera al ranchito.

Y se fue a acostar temprano, mientras la idea en mi cabeza se fue haciendo cada vez más fuerte, hasta que al fin se convirtió en una decisión. Y como yo soy de pensar, decir y hacer, resolví hacerlo.

“Son sólo historias”.

Al día siguiente no contuve el deseo de ir a investigar.

Me puse mis botas y salí por las trojes y los graneros.

La tarde estaba muy oscura y parecía decir: ¡Ya vienen los aguaceros!

Sentí miedo. ¡Pero no! Voy porque voy —me dije.

Caminé, poco a poco.

“Puras creencias”.

La ranchita era un bultito gris casi casi negro, que se veía a través de los árboles que protegían al río con sus ramas.

“Solamente cuentos”.

Sin embargo algo me escalofriaba, sería el viento, o lo solitarios que se veían los potreros.

Soldi estaba en la escuela, y las gentes de la Hacienda fueron a trabajar lejos, por la empacadora de banano. ¡Me dejaron solita!

“Leyendas nada más”.

Un rato después me acerqué al rancho, estaba con el techo de palmas caído.

Y escuché murmullos.

Cuando llegué entré en él. Sólo había unos bancos de madera y el fogón de tres piedras con una cafetera vieja.

Ahora los murmullos se escuchaban cerca del río.

Salí de la vivienda y caminé muy despacio hacia la rivera.

Aunque no creía la historia en verdad estaba asustada.

El viento me empujaba. Bajé por la pendiente. Ahí estaba la batea de lavar.

Todo era silencio, la corriente no se escuchaba. Nadita. Ni los pájaros.

El viento se detuvo unos momentos, y dejó de escucharse entre los árboles.

¡No se imaginan el silencio, la soledad!

De pronto:

—Victoria —escuché apenas.

—¡Uuhh! —me pasmé ¡se paralizó el universo!

—Victooria —entre el follaje; ahora sí, fuerte y claro.

—Soy yo… Rita.

Apareció la figura entre los árboles. Lenta, muy lenta, apenas rozando el follaje. Era como siempre había sido, sólo que no tocaba las plantas.

La reconocí. Seguro me confundió con su amiga.

Luego undulaba sobre el río y seguía llamando:

—Victooria.

Grité: —¡Papi! —era el miedo que salía desde el fondo de mi alma. Corrí como nunca.

El viento soplaba con fuerza.

—Aléjate de aquí —parecía decirme.

Y aullaba en mis oídos.

Corría y corría.

No sé con qué energías. Sin saber adónde.

En el potrero seguí gritando:

—¡Papi!

Por eso, a nosotros no nos gusta cuando alguien dice que son cuentos de pueblo. Si así lo piensas, te invito a que vengas, y si eres valiente, te diremos dónde está la ranchita para que vayas si te atreves.

No digas que no te advertimos, y no nos pidas a los de esta tierra que te acompañemos, porque te darás cuenta de que nadie va nunca a la rancha de la difunta Rita.

Sí, repetí cien veces:

—¡Papi, papi!

Aquella tarde, a mis gritos, sólo la lluvia me contestó con un eco que me aterraba, y que me hacía correr desesperada por los campos.

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