VINO BARATO – Mª Clarisa de la Vega Gómez

Por Mª Clarisa de la Vega Gómez

Enderezando postura y gesto camufló las marcas del cansancio. Se había deshecho, en la bañera, del olor a cazuelas y había impreso en su lugar una fragancia de rosas. Un poco de carmín en los labios y en las uñas, bien arregladas, ayudaba a despistar. Pero la huella de su martirio, dos surcos como cuchilladas entre las cejas que eclipsaban hasta el verde de sus ojos, se ocultaba malamente bajo una capa de maquillaje de cuya ínfima calidad temía que las demás se percataran.

El convite de los pequeños ya estaba servido en el comedor. De este modo, y si no daban mucha guerra, podría dedicar su atención plena a las mujeres. Al ocupar el comedor una estancia independiente, se garantizaba que las madres no husmearan demasiado. A los niños podía contentarlos con chucherías baratas, pero las bandejas destinadas a las madres no admitían negligencias. Alzando los tacones, Teresa inspeccionó con un giro la pulcritud del salón: tres sofás de aterciopelado color champagne —dos de ellos apalabrados para su venta—, dibujaban sobre la alfombra negra y ámbar, con ayuda de dos butacas traídas de los dormitorios, un perfecto hexágono en cuyo recinto detectó varios coches de juguete que inmediatamente ordenó a su hijo retirar; cojines de damasco en impecable tensión, con tonos acordes a los de la alfombra, cada uno perfumado de azahar y apoyado contra un brazo de sofá; la mesa baja ocupando el centro, cubierta con un mantel de lino color paja exquisitamente bordado y con servilletas a juego dispuestas en abanico, conjunto que aportaba un fresco aire campestre; y, finalmente, alumbrando la sala, un ventanal diáfano que no precisaba más decoración que su magnífica vista al mar.

Cada mes tocaba en una casa distinta, diez en total, dejando libres los veranos. Todas las disculpas que hubiera inventado habrían servido tan sólo para posponer lo inevitable a tiempos que se anunciaban peores. Después de protegerse con un delantal el vestido estampado de Dolce & Gabbana, Teresa procuró unos últimos toques a la decoración de las bandejas y terminó de organizar las bebidas. Confiando en que nadie pediría vino por lo temprano de la hora y por el hecho de que todas conducirían al marcharse, había decidido convertir este apartado en su mayor fuente de ahorro. Para todo no alcanzaba, y hubiera sido una pena derrochar en un producto que, casi con toda seguridad, ni siquiera tocarían. Aun así, algo había que tener por si acaso, de manera que colocó en la isleta de la cocina seis botellas vacías, de un distinguido chardonnay, que disimuladamente se había llevado tras un almuerzo al que había asistido. A continuación, sacó cinco litros de vino blanco corriente y, con ayuda de un embudo, fue rellenando cada botella. Introdujo en la nevera las botellas destapadas a media altura de la torre de bandejas con aperitivos fríos y, sin molestarse en ocultarlas —ni por asomo esperaba que ninguna invitada moviera el culo hasta allí—, cerró la puerta. Enjuagó someramente el embudo y los envases de tetrabrik y los metió en un barreño hondo, con otros materiales que Marquitos iba a necesitar para unas manualidades. Por último, se aseguró de que los recipientes con agua que mantenían la temperatura de los canapés calientes se encontraban en estado óptimo.

Al sonido del timbre Teresa se quitó el delantal, estiró la lazada que reunía su pelo oscuro tras la nuca y repeinó con los dedos el cabello igual de oscuro de su hijo. Coincidieron en la primera llegada dos madres con sus respectivos niños. Explicándoles que la asistenta se encontraba enferma —tan tópico a la vez que plausible—, los invitó a dejar sus abrigos en el ropero y los acompañó al salón, contenta de que las dos mujeres se dieran entretenimiento mutuo excusando su atención constante. De la misma forma, fue agregándolas a todas a la festiva y creciente masa que poco a poco tomaba el salón emitiendo los tradicionales elogios al ventanal y sus preciosas vistas.

Paula fue la última en aparecer. Alta, esbelta y cuarentona, llegó precedida de su hijo Rubén, el más pequeño de cinco. El grupo que, aún de pie, bebía té frío y limonada, interrumpió su conversación. Habiendo hecho oídos sordos a la oferta de ropero, Paula dejó abrigo y bolso en brazos de Teresa para luego cruzar la sala sin reparar en el ventanal e instalarse en el centro exacto del sofá del medio. Teresa trasladó al ropero el dueto blanco de Chanel y aprovechó para mirarse el maquillaje en el espejo de la consola, descubriendo con espanto que allá donde había disimulado las dos arrugas se abrían ahora dos canales que las hacían más evidentes. ¡Si ya lo sabía yo!, pensó mientras corregía el desastre con las yemas de los dedos, ¡qué vergüenza, por Dios!, si es que no debí invitarlas, no debí invitarlas…

Cargaba en la mente esa letanía cuando volvió al salón, donde todas se habían acomodado en torno a Paula. Presidía esta la conversación dirigiendo hacia la mesa unos ojos “buitrescos”. Dudando si se habría equivocado con la elección del mantel o si se estaba demorando en servir la merienda, Teresa corrió a la cocina y, una vez allí, presionó su entrecejo con una servilleta de papel, puesto que las yemas de los dedos empezaban a sentirse sudorosas. Alzando los brazos, tiró de la bandeja más alta de la nevera para extraerla mediante un suavísimo desliz. Poco a poco, se hizo con ella al tiempo que la iba colocando entre sus manos hasta asirla adecuadamente para llevarla al salón. Tras una mirada aprobatoria, no exenta de cierto desdén, Paula tomó el primer volován con crema de salmón. Teresa se asomó al comedor. Para tranquilidad suya los niños se despachaban, a carrillo lleno y con feliz alboroto, bocadillos y ganchitos.

Las bandejas frías, apiladas en orden de aparición, se hicieron cada vez más fáciles de sacar. En cada viaje a la cocina, Teresa se limpiaba el entrecejo al principio y, más tarde, el sudor que iba propagándose por toda su cara. Después de servir unas tartaletas calientes de solomillo con trufas, se adjudicó sitio en uno de los sofás. Los canapés volaban. Los niños habían terminado y se habían llevado el jolgorio al cuarto de Marquitos. El éxito de la reunión parecía asegurado.

Paula continuaba manejando la batuta en el circulillo. Su nariz apuntando hacia arriba, pensó Teresa, debía de ser el fruto de un proceso donde los genes de pomposas dinastías habían tejido la muestra de un desdén que la definía hasta en sus más sinceros intentos de ser amable. Por primera vez en toda la tarde, Teresa olvidó la merienda y el maquillaje para prestar atención a la charla de las mujeres.

—¿Y el de matemáticas? —sugería Cristina a punto de hundir en un pastelito de foie-gras sus incisivos cuadrados y grandes, esos que asomaban bajo el labio ligeramente elevado dándole un aire de niña traviesa que, combinado con otros juveniles encantos, había logrado disolver un matrimonio de veinte años.

—¿Ese hortera? —rio Marian cruzando las piernas bajo su digno Versace gris.

—Pues la de inglés… —dijo Paula—. En vez de contratar a la maestra, trajeron a su perro desde Inglaterra. ¡Cómo me ofende ese bulldog!

Paula miró el canapé que sostenía con una expresión de asco surgida, confiaba Teresa, del recuerdo de la pobre maestra. Eso debió de ser; lo devoró sin rechistar.

—Aunque para fea —siguió—, la madre de Laurita. Francamente, chicas, esa piel descamada, esas cejas invisibles… ¿Será humana o llegaría a la Tierra en un platillo volante?

Y, dicho esto, alzó las manos concediendo paso a las risas.

—¡Y, encima, cornuda! —remató Cristina con una sonrisa torcida en su boca de niña—. Pero ¿quién podría culpar a ese hombre? Tere, querida… ¿No quedan más de esos de marisco? Los de la puntita de caviar…

Negando lento con la cabeza, Teresa se rascó la frente. ¿Qué dirían cuando supieran que la empresa de su marido se iba a pique? ¿Qué apelativos les colgarían a ellos?

—¿Qué te pasa, Tere? —dijo Paula.

—Sí, Tere, ¿qué pasa? —reverberaron otras.

La anfitriona volvió a rascarse la frente por impulso. No pasaba nada, les aseguró. Por qué la llamaban Tere, se preguntaba. Que ella supiera, los cinco años que habían guiado su relación como “madres de” no atestiguaban que hubiera allí sentada una sola a quien pudiera llamar “amiga”.

Los nombres de algunos compañeros de Marquitos la trajeron de vuelta a la conversación.

—Es un rarito —decía Marian erguida cual maniquí bajo el Versace gris.

—Pues la medalla al perdedor —declaró Paula— se la lleva Rosita. No se puede ser más tonta que esa niña. Otro curso no aguanta, este colegio no es para cualquiera.

“Cualquiera”. Había pronunciado esa palabra como si le estorbara en la boca. Teresa buscó en la distancia la voz de los niños, apaciguada en tranquilo regocijo. La risa inocente de Marquitos le apuñaló el corazón. De ninguna manera permitiría que aquellas fauces despedazaran el nombre de su hijo. Acercándose un dedo a los ojos, recogió las lágrimas que afloraban. Fue entonces cuando descubrió que sus uñas albergaban sustanciosos pegotes de maquillaje. Sufriendo la humedad que marchitaba en su piel la fragancia de rosas y en el cojín a su espalda la de azahar, agarró una de las campestres servilletas y la usó para darse aire.

—Qué calor… —murmuró.

—Eso se arregla —dijo Paula— con un vino bien fresco.

Teresa lanzó una risita nerviosa.

—Tengo que ir al baño —se excusó.

Sentada en la tapa del retrete, jadeó un momento. Después, arrancó un trozo de papel higiénico y se enfrentó al espejo. El efecto de los arañazos no era tan visible como esperaba, pero esa pasta vulgar se fundía por momentos atrapada en sudor. Tenía que serenarse. ¿Y qué, si había que sacar el vino? Siempre podía esgrimir como disculpa una producción malograda o la estafa del comerciante. Pero al regresar, plantó en la mesa una caja de bombones y empezó a repartir las tazas para el café.

—¿Y ese vinito, Tere? —insistió Paula, secundada por el aplauso vehemente de las demás.

Teresa no estaba segura de poder sostener la farsa hasta el final. Cuando rechazaran la primera botella, fingiría abrir otra y después otra más, y así hasta servirles las seis, todo ello escenificando una creciente indignación. Aprobada la etiqueta por la reina de la manada, llenó la copa de esta y, seguidamente, la suya propia. Dispuesta a dejar caer la primera sentencia, se apresuró a dar un sorbo pero Paula se le había adelantado y paladeaba el vino con ese semblante suyo, difícil de descifrar bajo el rictus condescendiente. Hay que ver, se preparaba Teresa, que también bebía ya, si es que hoy en día no puedes fiarte ni del comercio de toda la vida…

—Ah —se adelantó nuevamente Paula—, qué buen vino…

A Teresa le pareció ver fruncirse algún ceño, arrugarse alguna nariz. Sin embargo, el foro se pronunció unánime a favor del veredicto de Paula.

Sacando del ropero el abrigo de Chanel, Teresa se concedió una pequeña maldad: restregar sus mejillas contra el interior del cuello antes de ayudar a Paula a ponérselo y verlas a todas caminar hacia la puerta con la panza llena —doble de gimnasio en los días venideros—. Los niños acudieron con paso marcial y un ceremonioso canturreo formando una fila encabezada por Marquitos, que proclamaba que ya tenían hechos los trabajos manuales para el cole. Niño aplicado, niño despierto, niño bueno y hacendoso dirigiendo el desfile con un embudo en la cabeza por sombrero y en las manos, como los otros, su figurita de tetrabrik, diversas las formas, mismos estampados y hedor a vino… Por una fracción de segundo, un rayo verde en el ocaso del día, Teresa creyó percibir en el rostro de Paula cierta renuncia, un desconcierto, la punta de su nariz cayendo en picado. Envuelta en su Chanel blanco, la matriarca se detuvo de espaldas al ventanal.

—Muy buen vino —reiteró.

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene un comentario

  1. Cristina

    Me encantó…me gustaría saber el antes de esa reunión y los sucesos que podrían producirse en casa de Teresa.. el trabajo de su marido y el futuro del niño en ese colegio que no es para «cualquiera»

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