VOLAR CON LAS MARIPOSAS – Ana Amanda Velaz Azabal

Por Ana Amanda Velaz Azabal

Era un día de esos tontos de febrero, monótono, frío y aburrido. Nunca me había gustado febrero, nada sucedía en febrero. A pesar de mi juventud, la vida no me ofrecía ninguna perspectiva interesante en un futuro próximo; estudiar, leer, ir a clase, así pasaba mis días. Aquel día, al salir de clase, entré en el baño de la facultad y al salir vi que en el espejo de encima del lavabo, alguien había escrito con una barra de labios, la siguiente frase: «Julie la tendresse, je t’aime!». Me quedé mirando la frase, la leí una y otra vez. Qué suerte tiene Julie, yo quiero vivir algo así, que alguien me escriba notas de dulzura y amor. Aunque tenía veinte años, nunca había tenido una relación ni había salido con un chico como pareja. Era un poco rara, nunca había estado muy cerca de nadie, me sentía muy bien estando conmigo misma. Vivía en soledad, las cosas que más me gustaba hacer eran solitarias: leer, hacer fotos… Entonces, salí al pasillo y tú pasaste delante de mí. Salías de la biblioteca. Me paré en seco, y me quedé mirándote, me recordaste a un galán de una película antigua, de esas en blanco y negro, aunque yo te veía en color. Tan moreno, tan alto, tan delgado. ¡Qué guapo me pareciste!
Desde aquel día, siempre te buscaba, disimuladamente, por los pasillos. Nunca había visto un chico más atractivo que tú. Eras callado, solitario, misterioso, siempre andabas con tus libros, nada me podía atraer más de una persona. Cuando te veía, me quedaba atontada, mirándote. Claro, pronto te diste cuenta; pero no hacías nada, hasta que un día, pasado un tiempo, empezó una especie de juego de miradas.
Finalmente, un día me dijiste:
-¡Hola!
-Mmmm… -algo balbuceé. No me salía nada, menos mal que al menos te sonreí.
Luego siguió un café, una cita y cuatro estaciones llenas de amor. Al año, ya vivíamos juntos. Yo feliz de entrar en tu mundo, cuidarte, desentrañar todos tus misterios. Eras poético, eras callado, una mirada suave, con los ojos entrecerrados, me traías el café a la cama, la luz de la mañana entrando a través de la cortina, la cortina que ondulaba suavemente con la brisa y yo, atónita, miraba ese movimiento de la luz. Comentábamos el último libro que habíamos leído. La vida era esto, la felicidad era tan cercana… Lo que siempre había deseado, lo estaba viviendo contigo.
Nos casamos muy pronto, insististe mucho, yo aún no creía estar preparada, no sé por qué, tú tenías tanta prisa, a ti te hacía mucha ilusión, así que, ¿por qué no? Total, ya vivíamos juntos; habías terminado tus estudios, comenzaste a trabajar y yo seguía estudiando.
Poco a poco te ibas convirtiendo en el centro de mi mundo, poco a poco yo no tenía mundo, pero tenía tu mirada, tu dulzura expresada sin palabras. Sólo tú. Cada vez salía menos, tampoco tenía muchas amistades. Laura la solitaria, Laura la de los libros. Esa era yo.
-¿Qué más da? Tú y yo solos estamos muy bien -decías tú.
Una noche, llegué más tarde de lo habitual a casa, no se me había ocurrido llamarte, estaba inmersa en un trabajo en la biblioteca. Al llegar y abrir la puerta, estaba todo oscuro y sentí un gran golpe que me tiró al suelo. Muy asustada, grité, te llamé, pensaba que había alguien robando en la casa.
Eras tú, mi amor, me limpiaste la sangre y me pusiste hielo. Yo estaba atontada, no sabía qué pasaba. Llorando los dos en el suelo, una y mil veces me pediste perdón. Estabas tan asustado al ver que era tarde y yo no llegaba, que perdiste la razón, perdóname mi amor. No volverá a pasar.
Y sí, pasó, volvió a pasar una y mil veces. Ahora por una cosa, ahora por otra, nunca sabía qué podía desencadenar aquellas situaciones, iba con cuidado, pero siempre encontrabas un motivo -y después una razón, una disculpa- para tu violencia. Pero yo te quiero, mi amor, es que te quiero tanto que podría morir sin ti. Lo decías con una dulzura infinita. Yo te escuchaba con una tristeza desgarradora. Me sentía en un laberinto sin salida, pues el guardián era un monstruo. Mi monstruo, mi amor.
Dejé mis estudios, ya no sabía cómo disimular, un día un ojo negro, otro día una herida. Ni siquiera el maquillaje podía tapar tanto dolor. Pero el dolor más profundo no se veía, era el que llevaba en mi alma. Demasiadas explicaciones. Mi mundo se iba destruyendo poco a poco. Me quedaba en casa, dormía mucho, no tenía nada que hacer. Había perdido el interés por todo; lo que antes amaba hacer, ahora no me interesaba. Ahí estaba mi cámara, antes era como una continuación de mi cuerpo, siempre la llevaba conmigo, ahora, en un rincón, olvidada y llena de polvo. Sólo pensaba en morir, en desaparecer, o marcharme a algún lugar, no lo sé, lejos de aquí, lejos del dolor, lejos de ti. Pero ¿dónde?, ¿con qué dinero? Mis padres habían muerto cuando yo era pequeña, y viví con una tía hasta que crecí, no desarrollamos mucho apego sentimental, enseguida que pude me independicé.
Y entonces, ocurrió lo peor. Me quedé embarazada.
Muda, pensativa, triste, sentada en el suelo del baño. Una luz, una pausa, un suspiro, la sombra. ¿Qué hago? No puedo tenerlo aquí, con este hombre. Mi mente era un torbellino de ideas, a punto de explotar. No sabía cómo se lo iba a decir a él, ni siquiera quería decírselo, pero no podría esconderlo por mucho tiempo. Esperé un tiempo, y, al fin, se lo conté. Sorprendentemente, le hizo muy feliz la noticia. Volvió a él, al hombre del que me había enamorado, amoroso y cuidadoso, y yo otra vez feliz, y otra vez sonreía, y la magia otra vez sucedía. La felicidad era posible.
Era un sábado, una mañana de sol, un rayo de luz por la ventana lo iluminaba todo, la sonrisa infinita de la luz, siempre me fascinaban esos rayos de luz, siempre me había apasionado la fotografía, la luz había sido mi obsesión por un tiempo. Yo estaba embarazada de casi ocho meses, ya se me notaba mucho la barriga gordota. Él dijo que íbamos a pasear.
Caminamos por las calles, hasta que se paró en un escaparate. Era una sex-shop. Yo me sentía incómoda y quería seguir caminando, no porque fuera mojigata y tal, sino porque estaba embarazada y no me apetecía mirar nada allí. Él sacó un papel y me dijo que entrara y comprara toda aquella mierda, yo no quería entrar, me miró con esa mirada fría, que tan bien conocía, y supe que tenía que hacer lo que él dijera. Entré, busqué los objetos que me había dicho, miré de reojo a la calle y allí estaba él, vigilándome. La dependienta me observaba, sentía en mí su mirada acusadora, como como diciendo: «Mira la embarazada, cómo le va la marcha». Nunca me había sentido tan humillada, ni siquiera en medio de sus golpes. No, yo no soy esa que tú te imaginas.
Ni una palabra en todo el trayecto de vuelta. Me sentía destrozada de nuevo. Me sentía asqueada. Las lágrimas silenciosas cayendo por mis mejillas. Cuando llegamos a casa me fui a la cama, no podía más con esta vida. El verdugo entró en la habitación dispuesto a usar los objetos de placer. Le miré con unos ojos de súplica, sin hablar, por favor, déjame en paz, y de repente, un tortazo que pensé que me había despegado la cabeza del cuerpo. No paró de golpear hasta que, supongo, se quedó sin fuerzas. Yo me levanté, me arrastré, no sé dónde quería llegar, todo era oscuro, todo era dolor, por dentro, por fuera, no sentía mi cuerpo, estaba llena de sangre y me caí al suelo antes de llegar al baño. Sentía mi mejilla pegada al suelo frío y la sangre saliendo de mis entrañas. Y entonces desaparecí.
No sé cuántos días después, me desperté en el hospital. No sé cómo había llegado hasta allí, ni quién o quienes quiénes me habían llevado. Con un brutal dolor en todo mi cuerpo, pero el dolor más profundo estaba en mi alma. Algún día todo se curaría, alma y cuerpo en la misma sintonía. El bebé dejó de existir. Nunca pensé que la tristeza por su desaparición pudiera ser tan profunda, tan efímero, tan amado. El suave recuerdo de llevarlo dentro de mí era lo único bello que quedó de aquella experiencia tan destructiva y desgarradora. Pero estaba viva. La vida empezaría de nuevo, en algún lugar muy lejos de allí, seguro.
¿Cómo has podido dejar que te hiciera eso? ¿Cómo has podido vivir ese infierno tan sola? Tú que eras la dulzura, tú que eras etérea como las hadas, no te merecías ese oscuro mundo, tú que solo te merecías andar entre las flores, bailar con la luz y volar con las mariposas.

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