WUHAN

Por Mª Dolores Castan López

WUHAN

 

 

1998 Shanghai (China)

Eran cerca de las doce de la noche cuando llegué a mi hotel. Un espléndido cinco estrellas de lujo, con todas las comodidades que de un hotel de esa categoría cabe esperar. Un uniformado y marcial conserje me dio la llave de mi habitación ubicada en la planta setenta y uno.

Me descalcé en la puerta y entré en mi estancia depositando inmediatamente mis zapatos en la papelera. Me desvestí y toda la ropa que llevaba puesta fue directa a la bolsa de plástico destinada al servicio de lavandería. Me metí en la ducha y dejé correr el agua caliente por mi cuerpo un buen rato, mientras mi mente, aún en shock, iba preguntándose ¿Cómo era posible que, a finales del siglo veinte, existiera tanta miseria?

 

Aquel día me recogió, a primera hora de la mañana, mi agente en China, Mr. Xu, para ir al aeropuerto. Nuestro destino era Wuhan. Allí visitaríamos una fábrica de confección de prendas de abrigo. Mi trabajo consistía en analizar si aquella fábrica contaba con el equipo técnico suficiente para la confección de un pedido para un importante cliente español. El encargo que llevaba en mi cartera ascendía a varios cientos de miles de dólares.

Como ya había viajado varias veces a ese país, aunque nunca había estado en Wuhan, no me sorprendía el desbarajuste que se produjo para subir al avión, ya que no había asientos numerados, como de costumbre en viajes “cortos” (para ellos), con lo que cada uno se las tenía que apañar para coger el mejor asiento disponible. Siempre que me viene ese momento a la mente, me acuerdo de la cómica escena de El camarote de los hermanos Marx.

Mi agente y yo nos sentamos como pudimos en unos estrechos asientos.  Me fijé en una parte del fuselaje del avión que rezaba: Motor Rolls Royce. Eso me daba una cierta confianza, aunque tengo un amigo piloto de vuelo que me dijo un día: China tiene los mejores aviones, pero tienen unos malísimos pilotos.

Al rato de emprender el vuelo, nos repartieron unas cajitas de cartón, supuse que a título de ¿comida? Lo abrí expectante, y me encontré con unos trozos de pollo rebozado, estilo Kentucky Fried Chicken, que no toqué. No habría pasado un minuto, cuando todo el avión se llenó de un repulsivo olor a comida barata, a refritos.

Aterrizamos sin problema en el aeropuerto de Wuhan. Ya estaba acostumbrada a aeropuertos militarizados, pero en ciudades del interior de China, no tan internacionales como Hong Kong, Pekín, o el propio Shanghai, la presión militar estaba aún más presente.

 

Un Mercedes, último modelo, estaba aguardándonos para llevarnos a la fábrica que estaba situada a pocos kilómetros de Wuhan. Atravesamos la ciudad entre un tumulto caótico de coches, bicicletas, peatones. No había semáforos, ni pasos cebra, ni nadie que dirigiera la circulación. Un ensordecedor ruido de cláxones se entremezclaba con los frenazos, y los gritos de los conductores.

La calima extendía su opaco manto bajo un sol de justicia, que caía a plomo en una ciudad prácticamente sin asfaltar.

En algunas calles, habían puestos ambulantes, con toda clase de carne de animales, mostrando piezas enteras, abiertas en canal, para deleite de todos los insectos que por allí pululaban. Gritos y más gritos llamando a posibles compradores.

Algunos tullidos estaban literalmente tirados en algunas esquinas de las calles, pidiendo la caridad de los transeúntes. Niños pequeños y adolescentes pidiendo limosna que salían corriendo, escabulléndose de la policía militar, al menor atisbo de ésta. Impactante.

Recorrer doce kilómetros había llevado hora y media.

El chófer nos dejó a las puertas de una espectacular fábrica. Sobria, unicolor, gris, con cristales ahumados. En la parte superior figuraba un gran letrero en el idioma mandarín mostrando el nombre que, traducido a mi idioma, venía a significar “El despertar del sol naciente”. No puedo imaginarme una campaña de publicidad con tal nombre.

Una amplia recepción, con personal uniformado y sonrisas impostadas, saludaban juntando sus manos, a lo que yo correspondía con un saludo más o menos similar, pero bastante menos impostado.

Pasamos al despacho del dueño de la fábrica. En esos momentos el estado chino empezaba a ofrecer una mini apertura de cariz capitalista, concediendo un porcentaje en propiedad al ciudadano que quisiera abrir una empresa. La mayoría de la inversión y beneficios era del y para el gobierno chino.

El despacho era de grandes dimensiones en el que, frente mesa del que supuse el dueño, se mostraban unas quince pantallas de televisión que proyectaban todos los rincones de la fábrica, tanto talleres, como zonas del personal, por lo que el control de los movimientos de los trabajadores era exhaustivo.

Hicimos las presentaciones pertinentes, intercambiándonos tarjetas de visita, con el tradicional ritual oriental: sosteniendo con las dos manos dos esquinas de la tarjeta.

Tomamos asiento frente una mesa rectangular de exquisita madera de palisandro, excesiva, marcando la distancia, a todo nivel, entre ellos y mi agente y yo. Inmediatamente nos ofrecieron agua caliente con unas hierbas dentro, que había que beber. No puedes despreciarlo y has de hacer de tripas corazón y tragarlo como puedas.

 

 

Hechas las presentaciones, comencé mi discurso de introducción, en inglés, presentando mi empresa y el cargo que ostentaba y, por supuesto, lo que pretendíamos. Ellos, en su horizontal e impenetrablemente mirada, solo iban asintiendo. Asentían con un “yes”, aunque después, al cierre del trato, la mayoría de las cosas se tornarían en “no”.

Trabajamos varias horas. Nos trajeron una comida que yo apenas probé. No era la del avión, pero era de un olor excesivamente penetrante por las especias que llevaba. Tuve que hacer un gran esfuerzo, pues no comer era signo de muy mala educación.

Terminado el trabajo, solicité ver las instalaciones, ya que mi cliente solicitaba revisión de éstas, así como certificados de que no se utilizaba mano de obra infantil.

Pasé por diversas instalaciones en las que estaban los trabajadores, en su mayoría mujeres, descalzas, frente a sus máquinas de coser. Me miraban de soslayo, haciéndome sentir incómoda con mi estilo europeo. Para ellos, una afortunada. Ellas percibían un mísero sueldo.

Maquinarias de última tecnología a nivel mundial, como las de corte laser. Era una fábrica, técnicamente muy bien preparada.

La fastuosidad de la recepción y despachos de dirección había desaparecido, dejando paso a una parte de la fábrica lúgubre, sucia, en donde se hallaban los servicios y dormitorios del personal.

Una de las cosas más desagradables e impactantes que pude ver fueron los retretes. Fáciles de ver, porque estaban a la vista de toda persona que pasara por delante. No tenían pozo ciego, con lo que no se podía echar el papel higiénico por el sanitario. Para ello tenían unos inmensos cubos que, en aquel momento, estaban repletos de papeles “sucios” … Tuve que hacer esfuerzos para no vomitar en ese instante. Obviamente en ningún momento se me ocurrió solicitar ir al baño. De todas formas, era una costumbre que tenía: En los viajes de trabajo al interior de China, nunca iba al servicio y nunca bebía ningún líquido, si es que no tenía la “obligación social” de hacerlo.

Me mostraron los dormitorios de mujeres. Un centenar de camas, una al lado de otra, con cortinas blancas correderas que separaban una de la otra, y una pequeña mesita de noche junto a cada una. Todo el año dormían allí y únicamente, una vez al año, por el Año Nuevo Chino, se les permitía volver a sus casas.

Mi visita había terminado. Habíamos cerrado los tratos comerciales satisfactoriamente por ambas partes, siempre complejos. Tendría, a partir de ese momento, y de acuerdo con lo pactado, poner el marcha, controlar la producción y servir al cliente en las fechas acordadas.

Nos despedimos, de nuevo con la impostura habitual. Me llevaba en los zapatos la porquería de aquellas instalaciones.

Nos devolvieron al aeropuerto de Wuhan a fin de tomar nuestro vuelo de vuelta a Shanghai, con lo que me aposenté cómodamente en aquel Mercedes repasando con mi agente todos los puntos de la reunión, de la que él debía de hacer el seguimiento. Cerré mi cartera. Objetivo cumplido.

Estaba anocheciendo.  El barullo circulatorio era el mismo que el de la mañana.   Veía pasar, a través de los cristales ahumados del coche, casas sin apenas luces, como si no hubiera vida. Algún que otro tenderete de carretera, alguien sentado al lado, a la espera de que algún coche se parara a comprar algunas bebidas o snacks.

No llevábamos mucha velocidad debido al inmenso tráfico y en un momento dado, vi una mujer tendida a un lado de la carretera. Inmediatamente solicité parar para atenderla. La respuesta que me dieron fue:

–Oh, no se preocupe usted por esta mujer, pasa muchas veces, pero nunca nos paramos, ya pasará una ambulancia a recogerla. Esto aquí es muy habitual.

Me quedé sin palabras y traumatizada ante lo que acababa de ver y oir. Se me humedecieron los ojos de pena y de indignación al mismo tiempo.

Llegaba al hotel cerca de medianoche.

 

 

Salí del baño, envuelta en un limpio y confortable albornoz blanco y una toalla liada a la cabeza, a modo de turbante.

Me senté a escribir. Un papel de carta con mi nombre y apellidos en letra dorada me estaba esperando encima del escritorio. Detalle del hotel “with compliments”.

 

Querido papá,

Quiero decirte, primeramente, lo muchísimo que te quiero y te encuentro a faltar.

Quiero agradecerte todo lo que tú y mamá habéis luchado por darme una educación, incluso más allá de vuestras posibilidades económicas. Hoy más que nunca me siento agradecida por todos vuestros esfuerzos.

Papá, somos unos afortunados de la vida. Lo que he visto hoy: hambre, miseria, destrucción y muerte, como los Cuatro jinetes del Apocalipsis, me han hecho entender que la vida que estoy viviendo es un regalo y por ello hoy, más que nunca, siento una gran responsabilidad  a lo que se me ha sido dado, a través de vosotros; porque he visto aquellos que nada tienen y viven en situaciones infrahumanas.

Sé que te alegrará saber que he terminado un buen negocio para mi cliente y que te sentirás muy orgulloso. Sé que valorarás también ese nuevo conocimiento que he adquirido “in situ”. Lo que nadie te enseña. Lo que aprendes cuando sales del nido y de la protección de tu casa.

Nos vemos el domingo, dile a mamá que me haga la paella, que la borda.

Padre, os adoro. Tu hija

Lola

  1. No me vengas a buscar al aeropuerto, voy para casa directamente en taxi.

 

Volví a escribir el texto en mi correo electrónico y le di a “enviar”. Me guardé la carta, escrita de mi puño y letra en el sobre; se la daría también en mano a mi llegada.

 

Cuando veo asomar el Tibidabo por la ventanilla del avión, sé que estoy en casa.

Salí por la puerta de llegadas y allí estaba él, mi padre. Siempre me ha esperado.

 

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