…Y FUERON FELICES Y… – Rafaela Domínguez Cozar

Por Rafela Domínguez Cozar

Hacía calor, aquel 24 de junio de 1973. Sólo habían pasado cuatro o cinco horas desde que me había casado y me encontraba en el Aeropuerto de Sevilla, era domingo y ese día no había vuelos en córdoba, dispuesta a coger un avión con destino al Aeropuerto de El Prat. Y quería pasar mi noche de novios en mi nuevo hogar.
Yo estaba en una nube, es decir, no me enteraba de nada. Muchos años fuera de casa, pero tenía poca o ninguna experiencia. Mi primer viaje en avión. Y mi primer día estrenando estado civil.
Mi madre me había comprado un vestido rojo, precioso, para “después de novia”, y un bolso blanco de una tienda carísima de Sevilla, a juego con los zapatos. Por otra parte, me había preparado un maletín de los que se llamaban” fin de semana”, en el que me había metido un par de mudas de ropa y lo más importante, un buen papelón de jamón, una bolsa de rosquillas de pan y una botella de vino fino de Montilla.
En mi bolso blanco llevaba todo el dinero que habíamos recogido de los regalos de la boda, que era una gran cantidad de pesetas. Yo no soltaba el bolso para nada. Lo llevaba abrazadito para que no me lo fueran a quitar.
Por fin llegó la hora de subir al avión. A mí me sentaron junto a un chico que llevaba unos esquíes, vendría de Granada, porque en Sevilla no es un deporte que se practique; a mi flamante esposo lo sentaron al lado contrario y varias filas más adelante. Una amabilísima azafata nos dijo que si queríamos ir juntos cambiaban a cualquier otro pasajero, pero mi joven esposo dijo que no era necesario, que eso si fuéramos recién casados, pero que a nosotros nos daba igual.
Así llegamos a Madrid, había que hacer escala para ir a Barcelona. Una hora más tarde estábamos aterrizando en El Prat, y fue allí donde empezamos a darnos cuenta de la poca mundología que teníamos los dos.
Yo me senté en un sillón que había en un gran hall. Él se fue a buscar el equipaje, pero no conocía mi maletín y la correa de transporte giraba y giraba y no daba con ella, por más vueltas que daba, el pobre los veía todos iguales.
El tiempo se me hizo interminable y empezaron a surgirme dos grandes dudas:
– ¿qué idioma hablaban?, yo sabía inglés y francés, pero no era ninguno de los dos, se parecía un poco al francés, y casi los entendía, pero no era. Qué pena, tanto estudiar y nadie me había dicho que en Cataluña tenían su propia lengua.
– ¿Cómo se abría la puerta? Desde mi sitio privilegiado para poder controlar a quienes salían por la puerta de equipajes podía ver a todo el mundo, y observaba como una puerta grandísima de cristales se abría sola cuando se acercaba un pasajero, pero no conseguía ver donde estaba el botón mágico donde tocaban para abrir aquella majestuosa puerta. Aquello me agobió mucho más que lo del idioma, al fin y al cabo, solo era cuestión de estudiar un poco de vocabulario. Yo lo más automático que había visto en cuestión de puertas era una giratoria que había en la oficina principal de Correos en Córdoba.
Se hacía de noche y por fin apareció mi marido por aquella puerta con mi maletín. Corrí a contarle mis dudas respecto a la manera de salir de allí. Le propuse que cuando viéramos que alguna persona fuera a salir nos uniéramos a ella y aprovecháramos la apertura de aquella majestuosa puerta para salir. Entre dudas y titubeos nos dieron casi las 10 y por poco se nos escapa el último autobús que nos llevaba hasta la Plaza de España de Barcelona.
Una vez allí, descubrimos que no había ningún transporte público que nos llevara a nuestro nuevo hogar.
A esas horas no había ni bares ni restaurantes abiertos, o nosotros no lo sabíamos. Nos sentamos en una tabernilla porque era lo único abierto; los taxistas que veíamos nos decían que no iban en nuestra dirección. Estábamos cansadísimos, el responsable del bar era muy amable, le daría penita vernos tan perdidos y él mismo trataba de encontrarnos un medio de transporte. Por fin, ya de madrugada, llegó un taxista que iba a recoger a alguien en la misma dirección y accedió a llevarnos. Eso sí, nos cobró un pastón y eso que ya tenía el viaje concertado para la vuelta.
Por fin llegamos a la puerta de nuestro bloque. Vivíamos en una sexta planta sin ascensor; menos mal que con 23 años se soporta todo.
Subimos, echamos el dinero sobre la cama, nunca habíamos visto tantos billetes juntos; abrimos el maletín mágico, disfrutamos de las viandas que mi madre había introducido con el mayor amor del mundo y empezamos a compartir la vida de casados.

Varios años antes, en la fiesta de la verbena del barrio donde llevábamos viviendo unos meses, mi hermana pequeña me presentó a sus amigos, entre ellos había un chico muy mono, moreno, muy bien arregladito y empezamos a salir en pandilla. Yo no conocía a nadie en el pueblo, estudiaba interna y eran las vacaciones de verano. Por primera vez en mi vida tenía un grupo de gente con quien poder salir y charlar, bailar, hacer excursiones… Pocos días después cumplí 15 años. Como a mis padres no les gustaba mucho que anduviéremos por ahí, me prepararon una fiesta en el pequeño jardín que teníamos en la casa, mi madre me hizo una tarta de galletas, le salían de escándalo. Compraron refrescos de naranja, limón y cola y pusieron unas patatillas, y mi padre nos puso música y unas bombillas que le dieron un aire festivo a mi cumpleaños.
Entre el aroma de las flores de mi casa y el ambiente de aquellas personas que había conocido y que eran tan amables, algunas hasta me llevaron un regalito, lo que hizo que ese maravilloso momento se haya quedado en mi memoria para siempre.
Continuó el verano, a mí se me hizo corto, pero tuve que volver a mi uniforme, mis zapatos gorilas, a mi dormitorio con mis compañeras y a compartir mis vivencias con mis amigas del colegio.
Les conté que había conocido un chico, que creía que me gustaba un poco, pero que no habíamos quedado en nada.
Todas traíamos novedades. Algunas de mis compañeras mayores ya tenían novios formales y otras tenían sus corazones hechos polvo porque no sabían por quién decidirse.
Pasaron un par de meses, llegaron las vacaciones de Navidad y volví a mi casa. Mis amigos estaban todos allí y alguno más que se había unido. Ahora sí, aquel chico moreno y yo empezamos a intentar estar juntos, vernos de vez en cuando, él trabajaba y yo estaba de vacaciones, pero teníamos tiempo para todo. Aunque las Navidades son fiestas entrañables y muy familiares también tiene días de asueto como la Misa del Gallo, la Noche Vieja, la noche de Reyes, etc.
Ahora sí, nos dimos la dirección de correo y nos escribíamos cuando terminaron las vacaciones, empezamos a ser amigos especiales.
Yo seguí estudiando, unos cuantos años más. Conseguí un buen trabajo en el pueblo, era interina, pero era un chollo y además podíamos estar juntos por fin, y empezar a conocernos porque nuestra relación había sido de manera prácticamente epistolar.
Nuestra dicha duró poco. Él se presentó a unas oposiciones que aprobó, pero eso conllevaba tener que hacer 3 años de Mili, otra vez separados. Además, él tenía que estudiar y trabajar. Nos veíamos cada 15 días y no siempre era posible porque las distancias eran grandes y los trenes eran muy lentos.
La verdad, esta situación se hizo muy pesada. No hablamos de ahora que hay infinitas formas de comunicarnos, hablar por teléfono era casi una odisea, en un principio aún había que pedir conferencia y para él era imposible, estaba en un cuartel, y yo no podía llamar, era misión imposible. Nos quedaban las cartas que también llegaban a hacerse pesadas, había ocasiones que te dabas cuenta de que lo que estabas escribiendo ya lo había escrito antes.
También él tenía que ir a ver a sus padres y a sus hermanas, que mientras tanto se habían mudado a otra ciudad al Este de la Península. Todo eran vicisitudes en nuestra relación. Pero por fin llegaba el mes de mayo. Se acababa la Mili, los estudios y las prácticas y podíamos casarnos.
Yo quería casarme ese mismo mes, pero me convencieron para que lo hiciera al mes siguiente. No teníamos casa donde vivir, ni fecha, ni iglesia, ni cura, ni ropas, ni invitaciones, ni padrinos. Nos dimos prisa. Y en menos de un mes lo conseguimos todo. No nos importaba nada. Yo dejé mi trabajo, era la única alternativa si queríamos estar juntos. Encontramos un piso amueblado relativamente cerca de donde él trabajaba. Y allí vivimos nuestros casi cuatro primeros años de casados, nacieron nuestros hijos y conseguí volver a mi tierra y, aunque con mucho esfuerzo, retomar mi vida laboral.

 

 

 

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