YETA

Por Risa Arnold

Todavía no puede creer que esté en la bodega del barco, rumbo a… ¡América! Nunca olvidará el día de su renacimiento,  el veinticinco de abril de 1918. En esos momentos todo su cuerpo temblaba, y no era de frío. Yetta, viajaba sola, con su coraje como única compañía. Con ella viajaban familias enteras, ucranianas, rusas, polacas… huyendo de la gran guerra, de las  revueltas y sublevaciones que azotaban a Rusia y que parecían no tener fin. Cuando  atronó la bocina del barco  anunciando la partida, todas las personas allí hacinadas, se abrazaron entre llantos y risas, lanzando fuertes exclamaciones de júbilo, ¡Mazel Tov! (¡Buena suerte!)¡Lejaim! (¡Por la vida!). Yetta, se abrazaba y acunaba sola, repetía esas palabras en su interior, mientras un torrente de lágrimas bañaba su rostro. Por fin, se permitía llorar, y descargar las tensiones que había ido acumulando en sus veinte años de vida. Lloró hasta caer rendida de sueño, debido al agotamiento y a la angustia. En su mente se agolpaban los pensamientos…

Sus primeros recuerdos, eran jugando en la aldea rusa de Deblin con sus cinco hermanas mayores. Le gustaba recordar cuando su madre le contaba, que el día en que ella nació, cayó una nevada “histórica”, nunca antes vista. Hacía bromas, diciéndole que Yetta significaba “luz” y que ella era la luz de la familia, por lo que con dos velas bastaba para iluminar la estancia. También recordaba  como algunas vecinas, hablaban bajito cuando ella pasaba diciendo: “¡Vaya mala suerte que ha tenido el Rabino Isaac, la última también ha sido niña!”

De repente le vino a la mente, las palabras de su querido padre, “el maestro”, cuando con siete años la llamó porque  quería hablar con ella, a solas. La miraba con ternura y con una voz suave y de forma solemne, le dijo:” Hija, cuando tú naciste, yo deseaba con toda mi alma un varón, para poder transmitirle mi legado. Ya sabes que en nuestra religión el estudio está reservado solo a los hombres. Pero Yahvé  quiso que  vinieras tú. Y si insiste tanto en que solo tenga hijas, será por algo. Quizá me está poniendo a prueba. Por lo tanto, voy a modificar la tradición y te  enseñaré a leer y a escribir en hebreo, así como a interpretar la Torá, igual que si fueras un varón. Nadie de la aldea debe saberlo, ni siquiera tus hermanas. Será nuestro secreto”.

Cambió de postura, abrió un poco los ojos, confirmando la realidad; no era un sueño, estaba en el barco, bastante mareada, todo le daba vueltas. Decidió volver a refugiarse en sus recuerdos…

Visualizó cómo, a partir de entonces, por las mañanas ayudaba a su madre, junto con sus  hermanas, con las tareas de la casa. Hablaban sobre cotilleos, chismes, bulos que ocurrían en la aldea y que les causaban muchas risas. Por la tarde, acompañaba a su padre a la sinagoga, “para limpiarla” decía. Solía quedarse en el piso alto, reservado a las mujeres, escuchando como su padre, el Rabino, preparaba a los niños, para el Bar Mitzvah, una celebración de gran importancia que realizan los varones a los trece años. Desde el piso alto, escuchaba las sabias lecciones que  su padre impartía a los chicos de su edad, mientras ella, iba leyendo el mismo texto ¡Cuánto le habría gustado poder debatir con ellos,  poder argumentar  la Torá! No entendía por qué las mujeres estaban relegadas al conocimiento; pero era así, y debía aceptarlo. El momento mágico, era cuando todos se iban y se quedaba a solas hablando con su padre. Isaac, se asombraba de la capacidad de juicio y madurez que tenía su hija. El poder compartir con su padre, sus profundos conocimientos de la Torá, debatirlos, razonarlos, creciendo con los enfoques, ampliando las perspectivas según iba cumpliendo años, le hacía sentirse diferente, poderosa, como con alas. Tenía un gran secreto, que le compensaba guardar.

Estaba entumecida, tenía frío, el aire en la bodega, era denso y agobiante, decidió levantarse y salir a cubierta, quería respirar el aire fresco. Caminaba por la cubierta, arropada con el chal, protegiéndose del viento, con  la mirada perdida en el horizonte. Sus pensamientos eran como las olas, iban y venían, y con mucho mar de fondo.  Lo que había hecho, ya no tenía vuelta atrás. No quería justificarse, pero no veía otra salida. Necesitaba dejar atrás esa vida que no quería, que no aceptaba, que nunca podría cambiar. “Nunca, nadie, nada”, pensó. Cargaría con el peso de sus hechos, toda la vida. “Obedecí a mí cerebro, no quise escuchar al corazón”.

La travesía iba a ser larga, por lo que entabló conversaciones con distintas familias.  Cuando se establecía la suficiente confianza y le preguntaban cómo era que viajaba sola, ella respondía que su marido había muerto en la guerra y que sus hijos, murieron una al nacer, y el otro de neumonía con dos añitos, por lo que ya nada le ataba a su país, consiguiendo así, que las familias la integraran con ellas. Eso hizo que el viaje se hiciera más llevadero. Pero su cabeza no descansaba, las imágenes  no paraban de bombardearla…

Se vio en 1913 con quince años. Era una joven especial, se sabía de una belleza diferente, que no se revelaba a primera vista, tenía un rostro que atraía las miradas. Se había convertido en una muchacha inteligente y seria, nada propensa a la carcajada, pero cuando sonreía todo su cuerpo se iluminaba. Sabía leer en hebreo y por lo tanto en yiddish, lo que le permitía leer los bandos del alcalde que anunciaban revueltas, sublevaciones, cambios políticos, que le hacían presagiar lo peor. Y así fue.  Las políticas del gobierno ruso, se volvieron represivas y debido a la reforma agraria, no permitían a “los forasteros”, judíos, polacos  y  ucranianos, comprar las tierras del pueblo ruso.

A los pocos días, su padre,  convocó a su comunidad ante la puerta de la sinagoga, para leerles el edicto del Zar Nicolás II: les expropiaban sus tierras por ser extranjeros. Debían abandonar la  aldea en un plazo no mayor a un mes. Todos se mostraron contrariados, disgustados, algunos muy enfadados, pero estaban acostumbrados a ser un pueblo errante. Una mezcla de rabia y abatimiento, le hizo intuir  que el nuevo éxodo provocaría rupturas familiares y que una de ellas, sería la suya.

Una semana después, cuando ayudaba a su madre a recoger lo imprescindible junto con sus hermanas, entró en la casa su padre, serio, cabizbajo, reflejando en su cara, mucha tensión. Se acercó a ella y mirándola a los ojos, le dijo con una voz muy seria: “Hija, tienes quince años, ya eres una mujer  y como tal voy a hablarte. En estos difíciles momentos que nos está tocando vivir, la suerte te sonríe. Azarías, el herrero, viudo desde hace un año, me ha pedido que seas su esposa. Él te cuidará, y con él, no te faltará de nada. He aceptado su proposición. Te casarás con él en siete días”.

No supo, ni pudo reaccionar. La noticia le cayó igual que si le hubieran echado una jarra de agua helada por la cabeza y se hubiera quedado convertida en una estatua de hielo. Su madre, que algo intuía, aceptó la decisión de su marido sin rechistar, sacó el vestido de su boda del arcón, que había servido también para casar a sus dos hijas mayores, y lo fue ajustando a su medida. La ceremonia fue rápida, triste y sin celebraciones.

Las dos semanas siguientes las vivió en una nebulosa. Se mudaban al norte, a una aldea cerca de Gdanks, donde Azarías tenía familia trabajando en el astillero. Sus padres y tres de sus hermanas partían al sur, a Ucrania.

La despedida, fue agónica. Abrazaba a su madre y hermanas, aceptando esa triste realidad; pero el adiós de su padre fue desgarrador. Era tan profundo e intenso el dolor que sufría, como si le hubieran clavado un puñal en el corazón. “Nunca olvides hija, todo lo que has aprendido; tu mayor riqueza es y será tu sabiduría y tus conocimientos. Nadie te los podrá arrebatar, salvo la muerte. Te ayudarán a llegar lejos en la vida y…” su padre no pudo seguir. La voz se le quebró, las lágrimas afloraron, a las que  intentaba impedir que brotaran. “…tienes que ser fuerte hija, la vida…es así”. Y dándose  la vuelta, se subió al carro lleno a rebosar, y chascando la lengua ordenó al caballo  partir, sin poder mirar atrás. En ese momento, notó que sus alas desaparecían, y el cordón que le unía a su verdadera familia, se cortaba de raíz.

A partir de su marcha, sintió la soledad y la oscuridad más absoluta, su luz se había esfumado. En esos momentos tuvo que aceptar que su familia, impuesta por su padre, era su esposo Azarías de cincuenta y un años y sus tres hijos. Pero no podía aceptarlo, sin sentir por dentro una gran rebeldía. La idea de no volver a oír jamás la voz suave y melódica de su padre, que era capaz de dar respuestas breves a preguntas largas, le llenaba de una tristeza inmensa. El mundo ya no era real, y todo lo que sucedía en él no debía estar pasando.

Respiró hondo, la imagen de su padre abandonándola, empezaba a cobrar cierto sentido y a entenderla de alguna manera. Él partía  a la incertidumbre con mujer y cuatro hijas. El ofrecimiento de Azarías de casarse con ella, hizo que tuviera que tomar la decisión, quizá, la más difícil de su vida: dejarla bien situada, aunque a él se le partiera el corazón.

Después de aquella pérdida, tan dolorosa y traumática decidió que nunca más volvería a confiar en nadie, por lo que no quiso asumir la vida con Azarías. Las relaciones sexuales, las vivió como lo que sentía que eran: una obligación; y se dejaba hacer. Se comportó como la  estatua de hielo en la que se había convertido.

A los dieciocho años ya era madre de dos niñas, que ni buscó, ni deseó: vinieron. A su alrededor solo se hablaba de la gran guerra y de la opresión. Empezó a soñar con América, país donde las mujeres tenían libertad para casarse con quien quisieran, iban a las escuelas, opinaban, eso era lo que anhelaba y no la sumisión. Ideó una estrategia para salir de su cautiverio: aprendió a sisar. Se había ganado la confianza de su marido. Nunca se había enfrentado a él, sabía callar, escuchar y asentir. Con cada pago, se quedaba con una parte, para su objetivo. En ocasiones revisaba los bolsillos del pantalón de su marido, guardándose algunas monedas. Deseaba con toda su alma volver a sentir sus alas.

Volvía  a temblar y no era de frío. El recuerdo de su huida le producía una tremenda  angustia. Había tomado la decisión más difícil, la más dura, quizá la más radical de su vida. La guerra,  la continua amenaza a su pueblo judío, así como el deseo  de querer seguir sabiendo, le hacía buscar  salidas a esa vida impuesta.

Esa mañana de abril, la de su marcha, le dijo a Azarías que necesitaba  ir a la ciudad. Quería comprar tela para  hacerles  a las niñas unos vestidos nuevos para la Pascua. Azarías llevaba un tiempo viéndola algo más contenta, y le dio una suma de dinero importante, “cómprate algo para ti también, quiero presumir de mujer guapa” le dijo guiñándole un ojo. Después, se acercó a sus hijas y les dio un beso en la frente, mientras repetía para sus adentros las mismas palabras de su padre: “Con él estaréis bien, no os faltará de nada”. Cogió el dinero y se marchó. De esa forma, para siempre. Dejando atrás, las guerras, las familias, las contradicciones…

No tenía ni la más remota idea de lo que le podía deparar la vida en Nueva York… pero por primera vez en su vida se sentía una mujer libre, capaz de tomar sus propias decisiones y eso le daba unas fuerzas infinitas para enfrentarse a lo que la vida le fuera a ofrecer.

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