ZONA VIP – Mª Begoña Juliá Olaeta

Por Mª Begoña Juliá Olaeta

Aquella mañana estaba muy tranquilo y satisfecho, pues el día anterior había conseguido encajar en mi apretada agenda una cita con mi terapeuta, que tanto me ayudaba los días previos a algún viaje, ya que todavía, por algún motivo irracional, no había logrado superar mi fobia a volar. Pero así son las fobias: irracionales. Yo sabía que la probabilidad de que el avión se estrellara era mínima; mi problema era la claustrofobia que sentía cuando entraba en el dichoso avión y me veía allí encajado entre esos cada vez más angostos asientos, inspirando el aliento del pasajero de al lado, que probablemente estuviera también ansioso.
En las terapias ya habíamos pasado a la fase de control de pensamientos y respiración consciente. Me sentía como un auténtico maestro del mindfulness y me enorgullecía el autocontrol que había llegado a lograr.
Llegar con tanta antelación al aeropuerto siempre me ha parecido una exageración, sobre todo si no tienes que facturar, pero así son las normas. Llegué con tranquilidad dos horas antes de la hora de salida de mi vuelo.
Iba distraído pensando en la reunión que me esperaba a mi llegada a Frankfurt. Casi sin darme cuenta, ya estaba en la zona del control de policía. Descalzo y despojado de todas mis pertenencias pasé bajo el arco del control, y con una sonrisilla de satisfacción por haberlo pasado sin que pitara, miré al policía que controlaba el contenido de las maletas a través del escáner. Recogí mis cosas y me puse el cinturón y los zapatos pausadamente mientras observaba cómo a los otros pasajeros les pitaba el arco o les quitaban el desodorante o simplemente les tocaba un testeo antidroga aleatorio.
—Menudo coñazo—pensé.
Proseguí mi camino por el aeropuerto y tras pasar forzosamente por la tienda de duty free (no apta para personas con hipersensibilidad, pues es un carrusel de intensos olores, luces estridentes y millones de esos artículos que se convierten en cumplidos regalos de última hora) por fin llegué a mi puerta de embarque. La D22.
Miré a mi alrededor y solo vi un asiento libre. Había bastante gente, así que antes de que me lo quitaran me apresuré a sentarme y me acomodé. Desde mi asiento podía ver perfectamente una de las pantallas de información de los vuelos. El vuelo LH1141 destino Frankfurt, delayed.
“Vaya, ese es mi vuelo. Menos mal que he cogido el primero de la mañana y tengo tiempo de sobra para llegar”, dije a mí mismo.
Aceptando el retraso, saqué mi libro y me puse a leer. Una de las veces subí la mirada para ver de nuevo la pantalla y vi a una chica cargada de bolsas, con un bebé en una de esas mochilas delanteras. La vi tan cansada que, sin pensármelo, como buen caballero que soy, me levanté y le cedí el asiento.
Estuve un buen rato dando paseos por la zona de la puerta de embarque, desde el mostrador de la azafata hacia los aseos y viceversa. Un sonido por la megafonía rompió la calma de los pasajeros que pacientemente esperaban nueva información sobre el vuelo. En cuestión de segundos, la gente empezó a recoger sus cosas: los carros, los niños, los bolsos, las tabletas, las revistas, los bocadillos y ese millón de cosas que nos llevamos para estar preparados para viajar, como si fuéramos a pasar un mes en las trincheras.
—Señora, disculpe. ¿Qué ocurre? ¿Por qué todo el mundo sale corriendo?
—Acaban de decir por megafonía que nuestro vuelo ha cambiado de puerta de embarque y que sale en quince minutos.
—¿Y a qué puerta hay que ir? Paseaba distraído y no me he enterado de nada.
—A la H21, dicen que está en la otra punta. ¡Corra!
De pronto me vi siguiendo a una masa de gente que corría despavorida por el aeropuerto al mismo tiempo que gritaban las letras y números de las puertas de embarque que íbamos pasando y descartando.
—H21, por fin…
Los primeros de la carrera se fueron poniendo en la cola para embarcar, satisfechos de haber llegado a tiempo. Yo hice lo mismo.
Pasaron unos minutos y los pasajeros, incluido yo, todavía jadeantes y sudorosos por la carrera, al ver que las puertas de embarque no se abrían, empezamos a inquietarnos. La azafata, impasible, cual muñeca de cera, con una sonrisa forzada, dijo por su micrófono que disculpáramos las molestias, pues había otro retraso del vuelo LH1141 hasta nuevo aviso.
Todo el mundo se recolocó con una velocidad asombrosa, tanto que me quedé sin asiento.
Me fijé en los mochileros que hacían grupitos en el suelo. Recordé mis años de mochila y aventura y, contento por sentirme joven, doblé mi abrigo del revés y me senté sobre él en el suelo. Decidí sosegarme y no dar demasiada importancia a los retrasos del vuelo. Saqué mis auriculares y me puse a escuchar unas de las muchas meditaciones guiadas que llevaba grabadas para relajarme en caso de necesitarlo. Una hora más tarde allí seguía sentado sin saber nada del vuelo. Esta vez saqué de mi maletín un cuaderno de notas y, tras repasar minuciosamente la agenda del día, me puse a escribir sobre los distintos personajes que veía a mi alrededor. Habían pasado ya dos horas cuando volvieron a informar sobre otro retraso del vuelo. Aquello ya empezaba a ponerme un poco nervioso, así que decidí ir a buscar algo de comer y una revista para distraerme.
Al regresar a la puerta de embarque seguía sin tener sitio, esta vez me busqué un buen lugar para acampar. De nuevo me senté en el suelo y pude ponerme cómodo, pues podía apoyar la espalda en una columna. Cuando ya me había leído la revista y mandado todos los wasaps que se me habían ocurrido, ya no sabía qué hacer. Empezaba a dolerme la espalda y los riñones cada vez los sentía más fríos. Los pasajeros, molestos, pero aparentemente impermeables, seguían en sus asientos. Al observarlos, vi frente a mí un cartel que ponía “Zona Vip”. Era la entrada a una sala de donde entraba y salía gente con cierto aire de distinción y caras relajadas que contrastaban con los rostros de cansancio y desesperación que veía a mi alrededor.
Un reiterado aviso por megafonía de avería en unas de las piezas del avión levantó quejas y protestas entre los que allí estábamos. Intenté hacer una serie de diez respiraciones para relajarme, pues además recibí la quinta llamada de mi jefe desde Frankfurt; la reunión estaba perdida. Y yo allí, sentado en el suelo. Me sentía totalmente impotente, no podía hacer nada. Veía como pasaban las horas y como estaba perdiendo el día que tanto había preparado. Notaba mi cuerpo cada vez más tenso y mi respiración entrecortada.
Necesitaba beber agua y despejar mi cabeza, estaba cada vez más cabreado con la situación.
Me levanté y me acerqué a la zona vip. Intenté entrar, pero enseguida una azafata vino y me dijo que no podía pasar. Me senté de nuevo en el suelo, intentando aceptar lo ocurrido, pero algo dentro de mí estaba empezando a no ir bien. La percepción de ser manipulado por la compañía aérea y humillado por aquella azafata, que no pestañeó al denegarme la entrada, era terrible. Invisible también a los ojos de aquellos privilegiados que entraban y salían de la zona vip. Ni siquiera se daban cuenta de que yo estaba allí sentado en el suelo después de ocho horas en el aeropuerto esperado el maldito avión. Decidido, me levanté de nuevo y me dirigí otra vez a la zona vip. Esta vez pude entrar un poco y vi con asombro que había cómodos sofás libres, y un bufé de comida para servirse. En cuanto metí otro pie dentro, la azafata se abalanzó sobre mí para echarme de nuevo.
—Disculpe, señor. ¿Tiene la tarjeta vip?
—No, no la tengo señorita, sólo quiero descansar un rato. Llevo aquí desde las siete y ocho horas sentado en el suelo, porque ni siquiera hay un asiento libre en todo el aeropuerto.
—Lo siento, pero tiene que salir de la sala.
Como un perro apaleado, salí y me senté de nuevo en el suelo. No podía entender cómo aquella ridícula azafata era insensible a mi desesperación.
Después de una última llamada de mi jefe, que me puso de incompetente para arriba, apareció otro anuncio de retraso del vuelo por otros veinte minutos. Una angustia tremenda por no poder hacer nada ante aquella desesperada situación hizo que se me acelerara el pulso y me encendiera por dentro. Con paso decidido me acerqué por tercera vez a la zona vip. Allí estaba ella, con su sonrisa arcaica y su pelo estirado.
—Disculpe, señor. ¿Me puede decir su nombre, por favor?
—Arturo.
—¿Arturo qué más?
—Arturo el de los huevos duros.
—¿Cómo dice, perdón?
—Lo que ha oído. ¡Estoy hasta los huevos! ¡Llevo más de diez horas en este dichoso aeropuerto, soportando pacientemente los retrasos continuos de mi vuelo! ¡Nadie se ha dignado a darme una explicación decente! Y para colmo llevo casi ocho horas sentado en el suelo como un vagabundo porque ni siquiera hay asientos libres. Sólo le estoy pidiendo que me deje entrar a descansar un rato, la sala está vacía y no creo que vaya a molestar a nadie.
—Lo siento, señor, pero si no es titular de la tarjeta vip, me temo que no le puedo dejar pasar. Son las normas.
—¿Sabe lo que le digo? ¡Que a tomar por culo las normas y a tomar por culo el autocontrol y las meditaciones!
En ese momento entendí el estado de enajenación transitoria a la que se ven sometidos algunos asesinos, incluso pude sentir como uno de ellos. Me entraron ganas de coger un cuchillo del bufet y degollar a la cuadriculada azafata, pero en vez de eso, pegué una carrera hacia dentro de la sala, cogí comida del bufé, me metí un poco en la boca como un animal hambriento y lancé un puñado a la azafata. Con una risa lunática me puse a saltar por los sofás y a maldecir a gritos las técnicas de relajación. Dos azafatas intentaron cogerme del brazo para que me bajara de los sofás, pero en lugar de eso, me di la vuelta, me bajé los pantalones, me agaché y les enseñé el trasero. Dos minutos más tarde estaba fuera de la sala agarrado por dos policías enormes.
En ese instante anunciaron el embarque de mi vuelo.
—¡Ese es mi vuelo! ¡Por favor, déjenme ir!
—Lo siento, señor, deberá acompañarnos al control de policía.
—¡Por favor, no me hagan esto! ¡Si no cojo este puñetero vuelo voy a perder mi empleo! ¡Se lo ruego!
Casi llorando, totalmente ido, despeinado y con la camisa por fuera, me escoltaron hasta el avión. Me ubicaron en mi asiento, bajo la advertencia de que, si se repetía un comportamiento que alterara el orden del pasaje, sería esposado y trasladado a comisaría a mi llegada a Alemania. Cuando los motores del avión arrancaron, sentí una extraña serenidad. Quién me lo iba a decir, yo allí sentado entre esos dos angostos asientos como si estuviera en un oasis de paz y comodidad.
Y así fue como superé mi fobia a los aviones. Eso sí, con un pequeño detalle: me pongo un pelín nervioso si me retrasan el vuelo.

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