24 HORAS A TU LADO

Por Lucía Tejero Ruiz

 

[9:26 AM]

 

Hoy me desperté temprano. No tenía que trabajar, es verdad, pero quería ver cómo el rubio se despertaba. A pesar de su palidez y las leves ojeras bajo sus párpados, seguía viéndose hermoso (aunque mejor era no decírselo en voz alta, que se le subía a la cabeza).

Se despertó veinte minutos más tarde y puedo jurar que sus ojos azules seguían siendo mágicos: borraban toda la tensión de mis hombros, mi estrés, mi ansiedad, mi angustia y el dolor de todos mis quebraderos de cabeza. Hoy le recibí con una caricia que perfiló su rostro y un beso que supo a sueño muy profundo y al humo del cigarrillo de anoche.

Ya me rendí en mi intento de que deje de fumar para que después hiciera oídos sordos.

Pero no engañaré a nadie, me seguía gustando ese sabor. Me traía la nostalgia del recuerdo de una época que ahora parece tan lejana; me hace recordar a ese Roger Clarson que no se levantaba temprano, con el angustioso pensamiento de que quizás su novio, dormido a su lado como el ángel que jamás dejó de ser, no estaba respirando, a ese Roger que no iba a un hospital con olor a productos de limpieza y enfermedades de nombres complicados, con la esperanza vana de que quizás tengan ya una maldita cura que le alargase la vida a su idiota rubio.

Que hijo de puta con suerte era ese Roger.

 

[10:20 AM]

 

Nos quedamos un rato en la cama, llenando nuestras pieles con besos mañaneros, palabras poéticas y caricias que se grababan en nuestras pieles como el más dulce fuego procedente de aquel cielo que creía ni creo poder alcanzar. Ni tampoco es que quiera.

Porque pequé. Sí, Dios que estás ahí arriba y en el cual ya no confío, pequé una y mil veces, y si Lucifer me diera la oportunidad, lo volvería a hacer otras mil millones.

¿Cómo no hacerlo tras haber tenido la encarnación de los 7 pecados capitales entre mis brazos?

Y es que Carlos era la lujuria, siempre tentándome con esa piel tersa y nívea, esos ojos que siempre brillaban con perversión — prometiendo una y mil travesuras allí donde nadie podría vernos—, esos labios expertos y carnosos, esas piernas de infarto que tan fácil se enredaban entre mis sábanas y alrededor de mis caderas, esas caricias bajo la ropa, esos besos estremecedores y esos sonidos que eran como la sinfonía más provocativa y sensual que mis oídos pudieron captar en la vida. Hacer el amor con él hasta bien entrada la madrugada era como el mejor de los placeres a los que pude haber accedido.

Carlos también era la pereza, siempre despertando enredado entre mis brazos y piernas como un gatito grande, poco cooperativo en la tarea de levantarse temprano para exprimir el día con lo que fuese (trabajar, comprar, cocinar o simplemente salir del cuarto); no, él siempre prefería cambiar su posición para quedarse sobre mí, para acariciar mi cabello castaño y para catar durante un rato muy largo— ojalá pudiera decir que eterno— mi piel salada y mis labios con sabor al whisky del día anterior.

Tenía que sacar fuerzas de quién sabe dónde para detenerle en su empeño de seguir arrastrándome por la marea más suave y perezosa, y otro poco para convencerle de sacarle de la cama para empezar un nuevo día.

También era la gula, siempre cocinando los manjares y las más variadas delicias que muy pocas veces pude llegar probar en mi vida. Esas preciosas e inmaculadas manos eran dioses capaces de crear incluso los platos más extravagantes y disparatados; todo aquello que concibiera tu mente, si era posible (e, incluso, si no lo era) él podía crearlo.

Pero, seamos honestos, lo que realmente provocaba que la boca se me hiciera agua y mi labio palpitara de dolor bajo el tortuoso yugo de mis dientes eran los bailes que Carlos improvisaba mientras cortaba, salteaba, cocía, salpimentaba,… ver ese cuerpo tan esbelto y juncal, y ese trasero tan perfecto moviéndose al compás de las canciones de la radio, sí que era una auténtica delicia.

Y después se preguntaba por qué siempre tenía el mantel de la mesa sobre el regazo. Aunque sospecho que siempre lo supo, pero que disfrutaba viéndome sufrir.

El rubio era también los celos. Pero no porque él me los provocara (eso es una gilipollez), era más bien porque sentía celos por todas las cosas que le rodeaban, por pequeña o grande que fueran: sentía celos de los cigarrillos que podían estar entre sus labios a casi todas horas, de sus utensilios de cocina que podían sentir la suavidad de sus manos,… Incluso del agua de la ducha cada vez que se bañaba porque podían recorrer su piel sin problemas o quejas (aunque tampoco es que yo las tuviera cuando estábamos bajo las sábanas) o su ropa interior que podía tocar sus suaves y respingonas nalgas entre las que siempre me gustó enterrarme.

Para no alargarme mucho más de la cuenta, diré, por último, que también era la avaricia y la ira, y es que no me gustaba cuando lo veía cerca de cualquier otro hombre, sobre todo cuando él me esperaba fuera de la estación de policía. El rubio se quejaba, pero no los veía como yo lo hacía: unos malditos depravados, unos animales sin seso que se aprovechaban de cualquier ser indefenso que estuviera solo en su rango de acción.

Y tuvo que darme la razón (al menos con uno) cuando le rompí la nariz a un borracho cuarentón que le estaba empezando a magrear dentro del ascensor de nuestro bloque de apartamentos, enfrente de mis narices.

Carlos siempre sabía cómo sacar al demonio que dormitaba en lo más profundo de mi alma y que tan marchito se ha quedado con su ausencia.

 

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[2:30 PM]

 

Tras una pequeña pelea entre las sábanas— que acabó conmigo cargándolo como un saco sobre un hombro hasta la cocina— y tras un desayuno bastante saciante, nos recostamos en el sofá (él entre mis piernas y usando mi pecho como cojín) para ver lo primero que nos llamase la atención.

No obstante, no iba a ser todo tan bonito y yo lo sabía.

Carlos me susurró que iría a la cocina para coger un vaso de agua justo antes de levantarse del sofá. Yo le seguí con la mirada, pero aún así me tomó por sorpresa el hecho de que perdiese el equilibrio en mitad del pasillo. Vi, como si fuese a cámara lenta, como sus tobillos se doblaban y su manos intentaban aferrarse a algo cercano para evitar el impacto contra el suelo; sin embargo, no encontró nada, y su cabeza dio contra la pared antes de que terminase por sentarse con brusquedad en el suelo.

Me levanté exclamando su nombre y le ayudé a incorporarse para apoyar su espalda en la pared; creo que me hice incluso daño cuando vi dos hilos de sangre saliendo de su nariz y escurriéndose por sus labios, goteando hasta el cuello de su camisa azul.

Recuerdo que fue entonces cuando exploté y le solté en la cara que ya no aguantaba más y que le iba a llevar al hospital. También recuerdo que no me dejó terminar porque me tapó la boca con una de sus manos.

Sus suaves manos que en ese momento temblaban como las hojas de los árboles que se mecen con la brisa.

—Sabes que odio los hospitales —me dijo en un susurro —. Además esos incompetentes no van a poder solucionar nada ya, y eso lo sabemos ambos.

Yo solo atiné a balbucear cosas sin orden ni sentido, para después levantarme e ir por papel higiénico para lavarle la sangre antes de que se secara.

Jamás me gustó el color de su sangre, mucho menos cuando le diagnosticaron aquel estado de cáncer terminal.

 

[9:53 PM]

 

Tras almorzar, salimos a la calle a pasar el rato: paseando por la ciudad y por la playa, merendando en algún establecimiento poco conocido, yendo a ver una película en su sesión de tarde (menos mal que compré un paquete de pañuelos. El rubio los gastó todos cuando terminamos de ver la última de Los Vengadores), le compré un ramo de rosas de diversos colores cuando él no me prestaba atención y se lo di antes de entrar al restaurante para cenar algo. Nos reímos un rato, criticando por lo bajo la comida— ninguna podrá superar a la que Carlos podía crear—, y recuerdo que casi nos echan cuando un camarero nos escuchó a la hora del postre, pero lo arreglamos diciendo que había escuchado mal.

De todas formas, jamás he vuelto a pisar ningún restaurante y mucho menos el Treasure Golden, dónde trabajaba el rubio.

 

[11:41 PM]

 

Tras volver a casa y lavarnos los dientes, nos metimos en la ducha, donde no pasó mucho tiempo antes de que nuestras bocas se buscaran con desespero y se encontraran en un beso suave y húmedo que se fue tornando en algo mucho más pasional.

Nos olvidamos del mundo que nos rodeaba y, al salir de la ducha, aún húmedos, caímos en la cama para dejarnos envolver por aquel dulce torbellino que siempre nos arrastraba consigo cuando las estrellas explotaban en el manto oscuro del firmamento, y que conseguían lo que yo más deseaba: parar el tiempo que no hacia mas que ponerme más ansioso a cada segundo que transcurría.

Nuestros cuerpos encajaron entre sí como el mejor de los puzles jamás concebidos y dejamos que nuestras almas entrelazadas explotaran como un millón de fuegos artificiales solo para que volvieran a renacer como dos hermosos fénix.

Al final, caímos rendidos entre las sábanas, con nuestras manos enlazadas y una sonrisa en nuestros rostros.

Sin embargo, recuerdo que en ese momento, justo antes de que yo me durmiera sin poder remediarlo, la sonrisa del rubio se bañó en un tinte triste y melancólico mientras susurraba algo que, por mucho que yo quiera, jamás olvidaré:

—Va a acabar conmigo aquello que me ha brindado siempre una imaginación sin límites y una casi envidiable astucia y no aquello que he ido intoxicando y pudriendo desde que era poco más que un crío.

Lo único a lo que atiné a hacer fue darle un somnoliento beso en la mejilla antes de caer ante los poderes somníferos de Morfeo.

 

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[3:33 AM]

 

Aquella misma noche me desperté en mitad de la madrugada por una pesadilla y un muy mal augurio que, para mi mala suerte, se cumplió.

Mi peor temor se había hecho realidad cuando me di cuenta de lo fría que estaba la tersa y pálida piel del rubio a mi lado, de lo quieto que estaba su pecho, de lo grande que eran sus ojeras y de lo oscura que era la sangre que se escurría por su nariz y manchaba el tejido de la almohada.

Yo me desperté por un mal sueño, pero Carlos no volvería a despertarse jamás.

Ya no podría volver a llenar sus oídos con suaves palabras llenas de un amor inconcebible, él ya no volvería a mirarme a los ojos, invadiendo el gris inquieto de mis iris con el tranquilizante mar de sus orbes, ya no volvería a sentir sus manos recorriendo mi piel, ni sus besos saciando mi sed de él. Siempre de él.

Simplemente, Roger Clarson ya no tendría al amor de su vida entre sus brazos, sino en un ataúd, bajo tierra, en algún lugar del enorme cementerio.

Y lloré. Lloré por su muerte, como jamás lo había hecho en mi vida, lloré por el futuro que me esperaba y sobre todo lloré al darme cuenta de que él, de alguna forma, sabía que solo le quedaban 24 horas… y las había decidido pasar conmigo.

 

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