ALGO HABÍA QUE HACER

Por Jesús Albarran Gutierrez

Algo había que hacer…

Había visto como el odio se adueñaba de las voluntades, como el miedo marcaba la vida de los que, como yo, solo queríamos orden y tranquilidad; que todo volviese a ser como antes. A la mayoría de nosotros no nos interesaba la política más allá de lo que directamente nos afectaba. Y ahora, si…Tal vez estábamos viviendo las consecuencias de nuestra ignorante indiferencia.

Regresé a mi ciudad. Huía de la locura precisamente esperando encontrar sosiego. Pensé que allí estaría más seguro. ¡Pero no! No hallé la calma que buscaba: al contrario. En mi pequeña ciudad, en la que todos se conocían se habían reavivado antiguas rencillas; envidias escondidas en los recovecos del alma y se juzgaban ignominias olvidadas con la severidad que la impunidad del momento parecía permitir.

Encontré una ciudad revuelta; donde la gente tenía que mostrar a los demás la cara que creían les ofrecía mayor seguridad.

En la plaza me topé con una manifestación. No sabía que se revindicaba. Daba igual: consignas; banderas múltiples, fusiles al hombro… y voces

Yo quería pasar desapercibido. Temía que en cualquier momento me obligasen a unirme a esa vociferante concentración. Me escabullí como pude e incluso, saludé con el puño en alto a un par de milicianos que me crucé. No me prestaron mucha atención. Menos mal.

No quería participar en esas vorágines; y no es que yo fuese un cobarde, ¡no!; es que no tenía motivos para tomar partido por ninguno de los bandos que se enzarzaban. La prudencia se había olvidado y la fuerza de la palabra y la razón había dado paso a la fuerza de las armas. Esa no era la España que la mayoría anhelábamos.

Estaba convencido de que las verdaderas razones de esa inhumana guerra se escapaban a nuestros intereses y a los españoles nos habían convertido en marionetas de las grandes filosofías políticas del momento: o fascismo, o comunismo. Había que situarse… ¡yo me resistía!

Comprendí que nada a mi nivel podría ser relevante, pero, aunque así fuese, mi conciencia me lo estaba exigiendo: algo había que hacer…

Me encontré con Gabino y Santiago, mis amigos de siempre; con los que había compartido estudios, juventud y risas. La guerra nos había pillado de sorpresa y cortado nuestras iniciativas. Ninguno de los dos tenía una actitud partidista. Callaban. A ellos, como a mí, solo nos preocupaba dejar pasar los acontecimientos involucrándonos en ellos lo menos posible. Incluso evitaban opinar.

− ¿Pero es que no os dais cuenta? – les dije – Somos simplemente el campo de pruebas de Stalin o de Hitler. Rusia por un lado y Alemania e Italia por otro, son los que fomentan esta guerra para echarse un pulso y probar sus avances bélicos. Claro está, que el “caldo de cultivo” en España está preparado: gobierno inestable, cambios sociales tan necesarios para unos como temidos por otros, equilibrio de fuerzas políticas opuestas, descontento generalizado… Justo lo que se necesita para promover la insurrección y establecer el odio y la represión.

Escuchaban y me miraban moviendo la cabeza afirmativamente.

− ¿Y nosotros?; − continué − ¡conejillos de indias del experimento! El odio es fácil de fomentar. La insensatez y las venganzas pueden crear precipicios insalvables. Ya estáis viendo cómo se violan derechos y personas. Como se destruye nuestro patrimonio y se asesina sin ninguna razón. ¿Qué esperamos lograr? ¿Qué España les estamos dejando a nuestros hijos?: odios, rencores y venganzas. ¡Magnífico futuro

− ¡Si, si…! pero poco podemos hacer nosotros – contestó Gabino

− ¿Poco? – respondí− Podríamos intentar impedir las consecuencias de esa sin razón; de ese odio infinito. Tú, por ejemplo – dije dirigiéndome a Gabino− estas en las oficinas de la CNT (1) y escuchas “a quien quieren dar el paseo” (2) Se que estás en contra, pero ¿Haces algo por impedirlo?

− ¿Y qué puedo hacer? -respondió Gabino- lo único que intento es pasar desapercibido y librarme de ir a pegar tiros o de que me los peguen a mí.

− Lo comprendo – respondí− ¿Y tú, Santiago? conoces perfectamente a la mayoría en esta ciudad y sabes cómo muchos de los asesinados son buena gente y no merecen ese castigo. Padres de familia, ajenos a toda esta vorágine. Ciudadanos de bien, sin ubicación política. ¡Sabéis que se están cometiendo muchas injusticias!… ¿Es que vamos a quedarnos quietos? Sería como hacernos cómplices de esos horribles asesinatos. Se que no podremos detener esas atrocidades, pero algunos asesinatos, deberíamos intentar impedirlos.

− Y ¿Cómo? − respondieron al unísono

− Pues avisándoles para que huyan y si podemos; ayudándoles.

Se hizo el silencio como respuesta. Se percibía el miedo. Ciertamente la propuesta, de llevarse a cabo, tenía riesgos.

− Si nos descubren; nos fusilarán −advirtió Gabino

Se hizo un silencio denso. Pero la calidad moral de mis amigos estaba por encima del miedo y tras meditarlo un momento, respondieron:

− ¡Vamos a intentarlo! – expresaron convencidos los dos

− Hoy he oído que quieren ir a por Don Andrés, el abogado de la Cámara, – dijo Gabino.

− ¡Pero, si es republicano! -intervino Santiago- ¡No hay derecho! Es un buen hombre. No se mete en nada y tiene mujer y dos hijos.

− Si, pero parece que antes de la guerra llevaba los asuntos de algunos terratenientes ricos -aclaró Gabino-

Nos quedamos meditando. Me pareció advertir que era uno de esos momentos de indecisión en el que la valentía te abandona y quisieras echarte atrás.

− ¡Hecho! -dijo Santiago de forma decidida- Yo le avisaré. Y tú, Mariano, busca como sacarlos de aquí.

− Ya lo tengo pensado. – contesté – Era una idea que venía maquinando hace unos días y he hablado con el barquero del río. Está dispuesto a ayudarnos.

− ¿Y cuál sería el plan? – preguntaron

− Hoy, después de media noche -contesté- podríamos sacarlos de la ciudad cruzando el rio: Gabino y yo los acompañaríamos y tú, Santiago, los estarás esperando al otro lado con tu furgoneta para llevarles cerca de las líneas nacionales. Después, solo tendrán que esperar a que les encuentren y contar su fuga. No les pasará nada, sobre todo siendo una familia.

Nos pusimos en marcha según lo previsto. Yo ya había contactado con el barquero y Santiago habló con Don Andrés advirtiéndole y explicándole nuestro plan de fuga. Nos estaría esperando. A las 12 de la noche, según lo acordado, fuimos a buscar a la familia. Estaban aguardando en el portal con las luces apagadas; en silencio, nerviosos… Sin equipaje, como les habíamos indicado. Eran cuatro, el matrimonio y dos niños pequeños. La barca no era grande, pero cabríamos un poco ajustados.

− ¡Vamos…! En silencio y sin hacer ruido. Tenemos que llegar al embarcadero sin que nos vean.

Echamos a andar sigilosos. No habíamos avanzado más de cien metros, cuando Justina, la chica de casa, nos alcanzó:

− ¡Don Andrés, Don Andrés…! ¡Tengan cuidado! ¡Creo que el portero, ha avisado, no sé a quién, de que se marchaban! ¡Tengan cuidado! – repitió

Apresuramos la bajada hacia el rio y poco antes de llegar al embarcadero, oímos:

− ¡Alto, Alto! ¡No se muevan de ahí o disparamos!

Nos gritaban desde lejos. Aún tardarían unos minutos en llegar hasta nosotros.

− ¡Apresuraros! – nos apremió el barquero – ¡subid a la barca! ¡rápido!

Así lo hicimos y empezamos a remar. Allí el rio tendría unos 70 u 80 metros y no era muy impetuoso. Estaba oscuro.

Estábamos ya cerca de la otra orilla cuando nuestros perseguidores llegaron al embarcadero y empezaron a dispararnos.

− ¡Agachaos!, ¡nos disparan! −advirtió Gabino

Logramos llegar al otro lado del rio y allí, en el camino que descendía, estaba la furgoneta y Santiago, que nervioso esperaba:

− ¡Vamos, vamos; subid deprisa!

Don. Andrés y su familia, subieron a la furgoneta

− ¡Vosotros también…! −dijo Santiago.

− No, nosotros no. −dije− Si vais solos será más fácil y además juntos correríamos más peligro. Iremos andando hasta la estación y subiremos a un “mercancías” para escapar.

Arrancaron. Gabino y yo echamos a correr hacia la estación, que no estaba lejos.

Conocía a un maquinista que, sin demasiadas preguntas se dispuso a ayudarnos. A Gabino, le proporcionó un mono sucio de carbón y embadurnó su cara con el hollín de la máquina.

− Si vienen −explicó− les diremos que eres fogonero y estamos preparando la locomotora. Ponte a echar paladas de carbón a la caldera. Y tú, Mariano, metete en este saco y sitúate junto a los otros… aquí; en la carbonera, como si fueses uno más. Saldremos al alba.

Así sucedió. Aproximadamente a las cuatro de la madrugada llegaron milicianos armados. Yo estaba escondido en el saco. Oí que preguntaban al maquinista:

− ¡Oye, ¿habéis visto por aquí a alguien? ¡Son fascistas que andamos buscando!

Gabino paró de palear carbón e interpretando bien su papel, oí como les contestaba

− No; llevamos aquí casi una hora preparando la máquina y no hemos visto a nadie. Echar un vistazo a los vagones, que ahora están vacíos, por si se hubiesen escondido por ahí.

− Salimos a las 5:30 hacia Madrid -informó el maquinista.

Los milicianos se marcharon, seguramente a registrar los vagones. Nos libramos de milagro.

A la hora prevista el tren partió y aproximadamente a las 8, ya estábamos en Madrid

− Adiós, amigo. Nunca lo olvidaremos −nos despedimos del maquinista.

− Adiós, compañeros −Nos saludó levantando el puno y se perdió por la via.

Allí nos separamos Gabino y yo. La guerra transcurrió por su camino de destrucción y miseria. Yo, por el mío, sin otro interés que salvar la vida. Mi amigo Gabino, suponía que lo mismo.

Pasaron algo más de dos años.

Era enero de 1939. La guerra ya estaba perdida y acabé en Barcelona: el último reducto republicano. Los “nacionales” ya estaban en las afueras. Yo había llegado allí, como otros, intentando perderme entre el desesperado gentío que intentaba huir. Se organizaban inciertas salidas masivas hacia la frontera con Francia. Yo también lo intentaba. Había oportunistas que, por algún dinero te podían conseguir un hueco en algún vehículo hacia ese destino.

Mientras lo estaba intentando, alguien me reconoció:

− ¿Tú eres Mariano, ¿no? ¡sí, si… el maestro que daba clases a los analfabetos del frente!

Sin esperar respuesta, se dirigió a otros milicianos:

− ¡Eh, compañeros! Este nos puede ayudar.
Se volvió hacia mí, descolgó su fusil del hombre y apuntándome dijo
− ¡Vamos!, te necesitamos. ¡Andando!

Les seguí, sin más remedio. Otra vez, un nuevo interrogante en mi destino − pensé

Llegamos a unas destartaladas oficinas y dirigiéndose a un superior uniformado, dijo:

− Mi comandante, éste es maestro y seguro que sabe de cuentas

− ¡Siéntate aquí! – sin mirarme siquiera, me ordenó señalando una mesa con un flexo, un cuaderno, una pluma y un tintero -¿Cómo te llamas?

− Mariano -contesté

− Bien, Mariano. –me informó− Tu función ahora será ir relacionando en ese cuaderno a todos los nuevos reclutas que se apuntan para defender Barcelona y nuestra República. Ya sabes: nombre, edad y si es apto o no para empuñar un fusil. Si te ponen alguna pega nos lo dices y de inmediato, le llevamos al patio para convencerle definitivamente.

¡Que atrocidad! Se estaban reclutando adolescentes de 16 o 17 años que no sabían ni llorar. La “quinta del chupete”, les decían. También a viejos de más de 65 años que llamaban la “quinta del colorín colorado” y… ¡a ver quién era el guapo que se negaba!

En eso estaba, cuando un miliciano, ya desarmado, entro y arrancó la bandera de la República y las fotos de Lenin que había en la pared y a voces gritó:

− ¡Vámonos! … ¡Deprisa!… Las tropas de Franco están entrando en Barcelona. Ya no quedan defensores y al que agarran le pegan un tiro. ¡Vámonos ya!

Todo el mundo salió corriendo. Me quedé solo. Yo sentí como una especie de liberación. No tenía miedo. Me consideraba ajeno a la situación. A mi nada me importaban unos u otros.

Estaba poniéndome mi abrigo cuando irrumpieron unos soldados, armas en mano

− ¡Alto! ¡Manos en alto! – dijo un soldado

Obedecí

− ¿Quién es usted? – me preguntó un teniente

− Un simple escribiente −respondí

− ¡Vamos, al camión! – ordenó elevando la voz – ¡Ahí va otro rojo!
Aquí han acabado mis días. −pensé

Me condujeron a unos calabozos repletos de gente asustada y lloriqueante

Dos días después, sentado en un banquillo junto a otros cinco apresados que permanecían con la cabeza baja, escuché unos cargos que no entendí y una sentencia que retumbó en mi cabeza como si de un tambor se tratase.

− “Comprobado que los reos aquí presentes −escuché− han prestado servicios activos al ejército enemigo y siendo considerados traidores a nuestra causa, este tribunal les condena a ser ajusticiados ante un pelotón de fusilamiento en el plazo máximo de dos días”

Durante los casi tres años que llevaba deambulando por la España incierta, tratando de escapar de una muerte casi segura en aquellas circunstancias, no me sorprendió que, aunque injusta, fuese ahora cuando la encontrase. Ya estaba resignado a ello

Esa misma tarde, un centinela abrió la celda y llamó.

− ¡Mariano Gracián García!… ¡salga!

Fui conducido a un despacho donde un comandante uniformado del ejército Nacional leía y, sin levantar la cabeza del escritorio, firmaba unos papeles. Me sonaba su cara, pero no recordaba de que le conocía. Yo permanecía de pie frente a él. En un momento; levantó su vista hacia mí y dijo:

− Soy el comandante Andrés Ruiz del Prado, del departamento judicial del Glorioso Ejército Nacional. –hizo una pausa y continuó, mirando los documentos que tenía sobre la mesa− He estudiado su caso y decidido conmutarle la pena de ejecución por la de cárcel.

¡No me lo podía creer! Mi corazón palpitaba aceleradamente y me preguntaba a mí mismo sin vislumbrar respuesta alguna.
− Ésta, −continuó− se prolongará más o menos según su comportamiento y actitud política.
− ¡Retírese! −ordenó.

Me pareció que me hizo un guiño. Salí del despacho y entonces caí en la cuenta: aquel hombre era Don Andrés, el abogado que, cruzando el rio, aquella peligrosa noche conseguimos librar, junto a su familia, de ser asesinado por la “sin razón” de aquel momento.

Me trasladaron a otro calabozo. Allí me encontré con un preso que parece que tendría el mismo destino que yo.
− ¿Cuándo salgas que vas a hacer? −me preguntó− Las cosas están muy negras
− No lo sé, −respondí− sí; el futuro está muy oscuro… pero solamente en la oscuridad pueden verse las estrellas.

(1) CNT: Confederación Nacional del Trabajo. Organización de izquierdas anarcosindicalista en España (1910-1039). Muy activa durante la Guerra Civil Española (1936-1939)
(2) “Dar el paseo”: Término con el que se denominaba una serie de episodios de violencia y represión política durante la Guerra Civil Española. Se buscaba a las víctimas y se les sacaba a “dar un paseo” que terminaba en fusilamiento en algún descampados o lugares poco frecuentados

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