AÑO NUEVO… – Coloma Roig Terrasa
Por Coloma Roig Terrasa
Me temo que aquello de que el tiempo todo lo cura no funciona conmigo. No creo en ello. Simplemente pienso que el paso de los días hace que aprendamos a llevar ese dolor pero no desaparece, sigue intacto, aferrado a la piel y al alma como un parásito que ha llegado para quedarse.
Yo no consigo olvidar aquel treinta y uno de diciembre. Menuda manera de acabar el año. No hay día en que no piense en ese momento aunque sea por un segundo. Supongo que ese recuerdo me acompañará de por vida.
Aquella calle de ciudad estaba repleta de transeúntes, justo ese día en el que yo hubiera querido pasar desapercibida. Iba aminorando el paso cada vez que veía a alguien pasar por delante de aquella puerta. Todo el mundo sabía qué había allí y no podían evitar mirar a quienes entraban, con miradas que te apuñalaban en lo más profundo.
Ahora me tocaba a mí por primera vez. Fue un instante tan espantoso que al tocar al timbre me temblaba todo el cuerpo. Las piernas me flojeaban y pensaba que no conseguiría dar tres pasos firmes sin caerme desplomada. Seguro que están acostumbrados a estas situaciones pensé, así que cogí aire y entré intentando fingir que era una mujer decidida, sin miedo y normalizando la situación como podía. ¡Estamos en el siglo XXI, por Dios!
Un olor conocido me invadió y no me gustó nada. El olor característico de un hospital, que apesta a flores, según donde vas, y dudas entre si estás en un tanatorio o en el centro médico. Aunque era el hedor perfecto para el lugar. Allí se trabajaba con la vida y la muerte diariamente.
Los ojos de los que estaban allí se volvieron hacia mí. Y los míos hacia cada uno de ellos, dando pie a mi cerebro a hacer conjeturas e incluso juicios sobre por qué estarían en ese lugar.
Aún podría dibujar las caras de los pacientes y sus acompañantes, si los tenían; aquella madre acompañando a su hija que no tendría más de quince años. Las dos casi sin dirigirse la palabra, una con cara de tristeza por haber decepcionado a su madre y la otra pensando en qué habría fallado para que acabaran las dos ahí.
Por otro lado, una chica rubia de bote y con la raíz del pelo, unos meses sin teñir, que dejaba ver su verdadero color. Su ropa, una talla menos de lo que debería, dejaba ver sus michelines. Un suéter con un escote tan prominente que incitaba a que nos fijáramos en el tamaño de sus pechos. Pero lo peor fueron sus ojos negros, que cuando me miraron me hirieron como si pidieran auxilio; su manera de bajar la vista mezclaba la tristeza y el miedo. Lo entendí todo cuando vi quién era su acompañante: un tipo grande, tatuado, con joyas, sin prestarle nada de atención a ella, mirando su móvil, respondiendo llamadas todo el rato y hablando un idioma que parecía del este de Europa. No inspiraba confianza. Daba la sensación de que no era su primera vez allí, que era un trabajo habitual.
También vi a una pareja de jóvenes veinteañeros que se abrazaban uno al otro, como si fueran a separarse para siempre aun estando enamorados. Él besaba su pelo mientras ella lloraba desconsolada cogiéndole de la mano. ¿Por qué estarían allí? Imagino que no podían hacerlo, que tuvieron que tomar una decisión.
La secretaria era una mujer con una forma de hablar muy dulce que transmitía calma. Algo muy necesario en esos momentos en los que los nervios no te dejan ni rellenar los formularios correctamente. Necesitabas a alguien con la cabeza despejada que te fuera recordando que te habías dejado el número de carnet de identidad, en qué localidad vivías…
Yo iba a ser la última del día, eso quería decir que vería salir de allí a todos los que vi al entrar o quizá ya no les viera jamás.
Oí cómo los llamaban por su número asignado, parecía que alguien daba la vez en la carnicería. Así me sentí yo cuando me tocó.
La amabilidad y la empatía que mostraron a mi llegada se desvanecieron en un segundo. Y eso hizo que me viniera abajo. Me tumbé y notaba cómo las lágrimas se deslizaban hacia mis oídos. Un hombre y una mujer con bata blanca sólo respondieron a mi saludo, sin mirarme y continuaron hablando como si nada.
Ese hombre deslizó su silla de oficina hacia mi camilla y dijo: <<Vamos allá que es tarde>>. Ni siquiera una ojeada o un gesto tranquilizador que, aunque no sirvieran para nada, por lo menos mostraran un poco de humanidad.
Es muy mío intentar ponerme en su lugar, así que pensé que ellos estaban hartos de casos así y quizá era la manera de no mezclar trabajo y emociones para no entorpecer su labor. Pero lo eché de menos.
Para la mayoría de quienes estábamos ahí sería nuestra primera y última vez. Algunos jamás pasarían por aquí.
Cuando estaba a mi lado, se dispuso a empezar y lo primero que hizo fue apartar la pantalla de mi vista. Creo que era para que no me echara atrás.
<< Está al límite, hay que hacerlo ya>>, le oí decir, haciendo como si yo no estuviera allí.
Eran las cinco de la tarde, había llegado a las tres y media. El tiempo es extremadamente lento cuando queremos que pase rápido.
Me hicieron pasar a una especie de sala pequeña con dos camillas, luz tenue y dos sillas negras. La enfermera me miró, me dijo que me quitara la ropa y que me pusiera la bata que me había traído. Con cierta condescendencia me dijo que cuando estuviera lista la avisara.
No podía dejar de llorar. Tengo la imagen de ir desabrochándome los vaqueros y la camisa. Me resultaba hasta violento tener que ponerme esa bata, abierta por detrás, así que la agarré con la mano. No sólo estaba semidesnuda físicamente, me sentía desnuda por dentro. Vulnerable.
Caí de rodillas como el penitente que le pide perdón a su dios. Necesitaba ayuda para no perder las fuerzas. Así como pude me levanté, abrí la puerta e informé de que estaba lista.
Entré en ese quirófano y vi a dos hombres esperándome. Uno de verde lavándose manos y brazos, el médico, y otro de blanco que me indicó dónde y cómo debía colocarme. Un enfermero.
Al ir acercándome a la silla, vi una especie de cuenco plateado con sangre, algo que la enfermera se apresuró en apartar de mi vista al darse cuenta de que lo estaba mirando.
Miraba esa luz blanca que tenía sobre la cabeza cuando se acercó el enfermero. Me acarició el pelo mientras, con la otra mano, me secaba las lágrimas. Ese simple gesto me resultó un poco reconfortante. A continuación me dijo: << Tranquila, ahora te dormirás y al despertar todo habrá terminado>>, a lo que yo respondí: << Lo siento, de verdad que lo siento>>. Inclinó su cabeza mientras me dedicaba un gesto casi paternal, una caricia en la mejilla.
Todo se nubló.
Me despertó otra chica de bata blanca a la que no había visto. Lo que dijo acabó con lo poquito que quedaba de mí. Tengo grabadas a fuego esas palabras:<< Tienes que despertarte ya. Incorpórate. Ahora vístete y te puedes ir. Hoy es Noche Vieja y queremos cerrar pronto.>> Me sentí tan insignificante, tan sola, tan pequeña…
Lo hice, me vestí y me fui. Me senté en mi coche sintiendo que aún tenía los efectos de la anestesia. Esperé un rato para conducir y me dispuse a recoger a mis hijos, que se habían quedado con un familiar de confianza que guardaría el secreto para siempre. Estaba agotada y , por suerte, no hubo preguntas innecesarias. Sólo me preguntó si estaba segura de que no me quería quedar allí. Mi respuesta fue rápida: <<No puedo>>. Miré a mis hijos y los abracé; se dieron cuenta de mi tristeza, pero no hablaron. La mayor puso su frente contra la mía y me besó la nariz. El pequeño… el pequeño adivinó mi mano y me agarró el meñique. Su ceguera no le permitía ver mi cara pero sí mi emoción. Entonces supe que hice lo correcto aunque me doliera en lo más profundo. ¿Cómo iba a sacarlos adelante a ellos y a mí misma, después de saber que debía divorciarme ya que el hombre al que amaba se estaba viendo con otra?
¿Cómo podía seguir con ese matrimonio si no quiso ni quedarse con sus hijos para que yo pudiera enfrentarme a esa situación tan dura?
Nos metimos en el coche y emprendimos el viaje hacia casa de mis padres. Allí nos esperaban a todos. Disimulé cuanto pude, pero sabían que algo pasaba. Perdí la compostura y llorando les expliqué que iba a dejar a mi marido, que sabía que me estaba engañando y que llevaba meses haciendo planes sin nosotros y poniendo excusas baratas.
Siempre estará en mi corazón aquella vida que no pudo ser. Siento tristeza por lo que pasó pero no arrepentimiento. Fue mi decisión porque tuve que tomarla sola, sopesando todo lo que vendría.
Cada fin de año enciendo una vela por aquel a quien no llegué a acunar en mis brazos. Algunos lo comprenderán y otros no pero, ahora, recordando las caras de quienes estábamos allí por lo mismo, entiendo que cada uno tenía su porqué; todos distintos, por supuesto. Pero estoy segura de que siempre llevarán ese día en su memoria.
Nadie sabrá jamás la magnitud de mi pena en aquella tarde de diciembre. Porque eran mis circunstancias, mis pros y sobre todo mis contras; pero, por encima de todo, porque era mi vida y esa la sufro y la vivo yo.
RELATO DEL TALLER DE:
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María Isabel López Ben
07/10/2024