CANCIÓN DEL MAR

Por Sonia Ejarque

Tenía por costumbre levantarme temprano, vestir un pantalón de chándal y una sudadera para protegerme del frío de la mañana y recorrer las estrechas y empinadas calles de Nazaré. Mi caminata matinal continuaba hasta alcanzar el paseo marítimo y el dibujo de sus mosaicos de piedras blancas y negras que representan las olas del mar. Me dirigía al farol del espigón más cercano a la playa, uno de los que señala la entrada al puerto de abrigo. Me sentaba en el borde, colgando los pies sobre los bloques del rompeolas. Desde ahí contemplaba el mar, la playa con forma de media luna, al fondo el Sitio de Nazaré sobre el promontorio y en la punta el Fuerte de San Miguel con su pequeño faro. Aquella mañana contemplaba las olas que rompían en la orilla mientras escuchaba en los auriculares Canção do mar, de Dulce Pontes. La música me llevó a imaginar cómo era Nazaré a mediados del siglo pasado y rememorar la historia de María da Graça, una moza del lugar y Vasco, un joven pescador. Hace unos días me la contó una pescadora que trabaja en el Museo del Pescado Seco de Nazaré, cuando al pasar por allí el olor de los jureles abiertos y extendidos que secaban al sol, atrajo mi curiosidad.

Idaliza, la pescadora, me contó que cuando ella era niña, no existía el puerto de abrigo de Nazaré. Las barcas y bateles descansaban en la playa que ahora ocupan las casetas y los turistas en verano. Los pescadores, siempre descalzos, vestían pantalones y camisas de cuadros, ataban a la cintura fajines con flecos y la mayoría de ellos cubrían la cabeza con una gorra de lana negra. Antes de hacerse a la mar, alzaban la vista a la Ermita de la Memoria, desde la playa. Se santiguaban ante Nuestra Señora de Nazaré para pedirle protección y volver sanos y salvos.

Las mujeres y niños los despedían desde la orilla y rezaban para que regresaran a su lado. Esperaban durante horas, sentadas en la arena con sus siete faldas cada una de ellas de un color diferente. Utilizaban las que estaban más arriba para proteger la cabeza y los hombros del frío y de la humedad del mar y el resto para tapar las piernas. También usaban las faldas para ayudar a contar las olas del mar cuando las barcas y bateles regresaban de la pesca a tierra firme. Cada siete olas, el mar se calma y ese es el momento en que los barcos debían aprovechar para arribar a la playa. Las mujeres nazarenas, para no confundirse contando las olas, deshilachaban las faldas y cuando llegaban a la última el mar se calmaba y las barcas encallaban. Al grito de ¡Ala-riba!, hombres y mujeres empujaban los barcos hacia la parte alta de la playa.

La vida de los nazarenos estaba ligada al mar. Los hombres, cuando no salían a faenar, reparaban las redes y las embarcaciones en la playa. Las mujeres limpiaban el pescado y lo extendían, para secarlo al sol, en unos paneles de madera, que colocaban junto a las embarcaciones varadas.

Yo miraba la playa y era capaz de representarme aquellas escenas de otros tiempos al escuchar su relato. Idaliza destapaba y colocaba de nuevo los paneles con el pescado, que había dejado tapados por la noche para protegerlos de la humedad del Atlántico. Mientras, me contaba la historia de amor de Maria da Graça y Vasco, que nació al abrigo de las barcas varadas y que, con el paso de los años, se había convertido en una hermosa leyenda ligada al mar de Nazaré.

Maria da Graça acababa de cumplir dieciséis años. Tenía unos vivarachos ojos verdes, una sonrisa dibujada en los labios y cantaba a todas horas. Era la alegría de sus padres, la mayor y única mujer de cuatro hermanos. Ayudaba con las tareas de la casa y en la playa con la faena de limpiar el pescado y prepararlo para que su madre y otras mujeres lo colocaran en los paneles de madera a secar. Cuando su padre y sus hombres pescaban, pasaba horas sentada en la playa con el resto de las mujeres y cuidaba a sus hermanos.

Una mañana a finales de mayo, allá por 1950, Maria da Graça, como era costumbre, bajaba cantando por la Rua do Alecrim en dirección a la playa. Aquel día su padre, conocido como Joaquim Maralha, el apodo de su familia, no había salido a faenar. Él y sus hombres se dedicaban a reparar las redes, los remos y el batel de vivos colores que se llamaba Maria Celeste en honor a su mujer. Maria da Graça llevaba puesto por encima de las siete faldas, rematadas unas con crochet y otras con encajes, un delantal de rayas beige con un bolsillo grande en el lado derecho, donde guardaba algunos utensilios para sus labores y vestía una blusa blanca de manga hasta el codo, con un ligero estampado de pequeñas flores azules. Portaba con gracia sobre la cabeza una banasta de madera con pan recién hecho, queso y manteca. Recogía el cabello color miel en un moño bajo y cubierto con un pañuelo largo de color beige claro, atado detrás de la nuca, cuyas puntas le caían sobre el hombro izquierdo.

Era de esas muchachas que todos, hombres y mujeres, se volvían a mirar. Caminaba con paso rápido y firme, las manos apoyadas en la cadera, la cabeza erguida sobre la que portaba en equilibrio la banasta con comida o con la ropa cuando acompañaba a su madre al lavadero. Otras veces llevaba un cántaro cuando iba a buscar agua a la fuente.

Algunos jóvenes pescadores la rondaban, pero a Maria da Graça no le interesaba ninguno y con sutileza les quitaba cualquier esperanza de ser correspondidos.

Vasco tenía dieciocho años y había llegado la tarde anterior a Nazaré procedente de Alcobaça. Su madre era nazarena pero fue a vivir a ese municipio cuando aún era moza como sirvienta en la casa de un comerciante textil del tejido conocido como Chita de Alcobaça. Allí se casó y tuvo cinco hijos. Vasco era el tercero de los hermanos. De niño, una vez al año viajaba con su madre hasta Nazaré para visitar a sus abuelos pescadores. Desde que tenía uso de razón, le había atraído el mar, mirar los bateles que parecían cáscaras de nuez a merced de las olas y a aquellos hombres y mujeres con vestimentas tan particulares, sentados en la arena.

Manoel, algún día yo también seré pescador como usted —decía desde pequeño a su abuelo sentado a su lado en la playa, mientras el hombre le enseñaba a reparar las redes y los secretos de la pesca y del mar.

Su abuelo había muerto hacía unos meses. El batel que se llamaba Rosa Bravía lo habían heredado su Ti Aguste y su Ti Xico. Ellos le ofrecieron trabajar como pescador; no lo pensó dos veces. Se despidió de sus padres y hermanos, metió sus pocas pertenencias en un hatillo y partió a Nazaré.

Una mañana de mayo Vasco trabajaba en la playa con sus tíos y una docena de marineros del Rosa Bravía. Unos reparaban las redes y otros se encargaban del mantenimiento del barco y los remos. Vasco cosía una red cuando escuchó una dulce voz que cantaba una canción que hablaba de Nazaré y el mar. El resto de los hombres miraba en la dirección de donde venía la voz. Su estómago se encogió y sintió su corazón latir más deprisa cuando sus ojos descubrieron a Maria da Graça que venía por la orilla. El viento jugaba con las siete faldas y las puntas del pañuelo que llevaba en la cabeza. La vio acercarse al batel de Joaquim Maralha, al otro lado del suyo.

—¿Quién es esa muchacha? —preguntó Vasco.

Ella dejo la banasta encima de un montón de redes y saludó a su padre y al resto de pescadores.

—Es Maria da Graça, la hija de Joaquim Maralha.

La joven retiró el pañuelo que le cubría la cabeza. Vasco no podía dejar de mirarla. Un golpe de viento le arrancó el pañuelo, que voló en dirección a la orilla. Vasco corrió a cogerlo antes de que cayera al agua. Cuando se volvió con la pañoleta en la mano, Maria da Graça estaba junto a él. Ella se ruborizó cuando sus ojos se cruzaron con los de él. No le salían las palabras ni conseguía moverse. No era capaz de poner nombre a la emoción que sentía en su pecho. No había nada a su alrededor, ni barcos, ni redes, ni pescadores sólo aquel joven alto y fuerte, de pelo moreno y mirada profunda.

—Aquí tiene su pañuelo —dijo él extendiendo la mano para entregárselo y ella al cogerlo rozó sus dedos sin querer.

—Gracias —respondió tímidamente Maria da Graça mientras se colocaba el pañuelo en los hombros.

—Me llamo Vasco. Hoy es mi primer día de faena como pescador en el Rosa Bravía —se quitó la boina negra en señal de saludo—. Soy el sobrino de Ti Aguste y Ti Xico.

—Así que usted es el que ha venido de Alcobaça —dijo ella bajando la mirada—. Disculpe, no le he dicho mi nombre. Soy Maria da Graça, la hija de Joaquim Maralha. Ahora tengo que irme. Gracias por recoger mi pañuelo, Adiós.

A partir de ese día, se buscaban con la mirada si coincidían en la playa. Algunas veces, con otras muchachas y muchachos de su edad, se sentaban junto a los barcos a conversar. Cuando Vasco se hacía a la mar, Maria da Graça se persignaba y alzaba la vista a la ermita de la Memoria para pedir a Nuestra Señora de Nazaré que lo devolviera sano y salvo. Pasaba las horas sentada con el resto de las mujeres o jugaba con sus hermanos para ocupar el tiempo, con la vista en el horizonte a la espera del regreso de los bateles. Cuando distinguía los colores rojo, verde, amarillo y azul del Rosa Bravía sentía emoción y alivio.

Durante las celebraciones en honor a Nuestra Señora de Nazaré, el día ocho de septiembre, Vasco reunió el valor suficiente para declararse a Maria da Graça. Ante la imagen de la Virgen se juraron amor eterno y prometieron casarse en el Santuario la próxima primavera.

Joaquim Maralha dio su bendición a la pareja y de esa manera oficializaron su noviazgo. Maria da Graça con ayuda de su madre comenzó a preparar el ajuar sin descuidar sus quehaceres diarios.

Un día a principios de noviembre, Maria da Graça despidió en la orilla a Vasco que salía a faenar. Vio alejarse el batel como tantas otras veces. El mar parecía calmo. Pero el mar de Nazaré es así, de repente cambia y se convierte en un mar peligroso. Pronto unas enormes olas rompían con fuerza contra la punta del promontorio y en la playa Maria da Graça miraba con angustia al horizonte. La espera se hizo interminable. Cuando divisó las primeras embarcaciones buscó con desespero el Rosa Bravía. No lo encontró. Fueron entrando en la playa con gran dificultad los primeros bateles. Sólo había que mirar la cara de los pescadores exhaustos para entender lo que habían vivido ese día en el mar.

Cuando Joaquim Maralha bajó de su batel, miró a su hija con los ojos arrasados por las lágrimas.

—Lo siento mucho, hija mía. Vasco no volverá.

Maria da Graça se dejó caer de rodillas en la arena y permaneció largo rato con la vista perdida en el horizonte. De pronto se levantó y comenzó a andar en dirección al agua. Se adentró en el mar; antes de que nadie pudiera impedírselo una gran ola la envolvió, el mar sólo devolvió su pañuelo beige.

Los pescadores contaban que los días cuando el mar de Nazaré se embravece, puede verse en el horizonte, entre las olas, el batel Rosa Bravía y a Vasco, y escuchar el canto de Maria da Graça.

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