CAPÍTULO XV: LA FUGITIVA – Andrea Bardon Perello

Por Andrea Bordon Perello

La noticia llegó inesperadamente: Sae estaba viva. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dos o tal vez tres años? La creímos muerta a manos de los militares. Mi corazón latió con fuerza, no podía creerlo; ella había sido mi única razón por la que creía en esta lucha. Pero, si el rumor era cierto, llegaría a nuestra base en cinco o seis días.

El día que la perdimos, Sae formaba parte de la avanzadilla para recuperar Khalrim, la Ciudad del Ópalo, junto con Rav y Serk. A Rav lo encontramos degollado días más tarde. La escena fue grotesca, con el aire impregnado de un hedor nauseabundo. No cabía duda de que los militares fueron los responsables de tal atrocidad, y que Serk y Sae seguramente habían sido víctimas del mismo final.

Siempre estuve secretamente enamorado de ella. Sae y yo habíamos crecido en la misma aldea, pasando tardes enteras jugando junto al río. Recuerdo que siempre caminaba con sumo cuidado, atenta de no lastimar ninguna criatura diminuta.  Si alguna vez hallábamos un conejo muerto, lloraba desconsoladamente. Jamás permitió que me los llevara para cenar; en su lugar, recogíamos flores y celebrábamos un pequeño ritual. Sae era como una lluvia de verano, lloraba con fuerza, pero se disipaba efímeramente, dejando tras de sí una sonrisa contagiosa. Ni si quiera cuando nos unimos a la resistencia, tras la destrucción de nuestro hogar y el asesinato de nuestros padres a manos de los militares, dejó de sonreír.

Sin embargo, jamás habría imaginado que la mujer que llegaría poco tendría que ver con aquella joven risueña que unos años atrás había desaparecido.

Aquella mañana, en el bastión principal de la resistencia, se llevaría a cabo una reunión crucial; nuestro número había mermado considerablemente con los últimos ataques y corría la voz que había un traidor en nuestras filas; fingiendo un insoportable dolor estomacal, logré quedarme en la base, ansiaba encontrarme con Sae.

Apareció montada sobre un Trusky. Nunca había visto uno; pocos regresaban de las áridas y ferrosas regiones de Dalm, y aún menos lo hacían trayendo consigo sus artefactos.  El Trusky, a pesar de su apariencia pesada y destartalada, flotaba ligero sobre la tierra, sostenido por un propulsor de vapor. Una maravilla de la ingeniería; innumerables tuberías de hierro serpenteaban su armazón como venas metálicas, válvulas y engranajes ocultaban su enigmático mecanismo.

Allí estaba, con un rostro impasible y una mirada severa, sentada en el gastado asiento de cuero, con sus manos aún aferradas al manillar ennegrecido por la suciedad.

No vino a abrazarme, ni a llorar en mis brazos. En lugar de eso, permaneció inmóvil, desenfundó la pistola y observó su alrededor con cautela. Levanté las manos y me acerqué lentamente.

—Sae, soy yo, Filgrim — dije suavemente.

—¿Filgrim? ¿Llevas armas? —preguntó con desconfianza.

—No, estoy desarmado.

Aún sostenía la pistola en su mano.

—¿Vas a matarme? Está usted a punto de destrozar la carrera de un gran bailarín, señorita —bromeé, tratando de aligerar el ambiente.

— Hay rumores de un traidor infiltrado en la resistencia —explicó con seriedad.

—¿Y crees que soy yo? Sae, ¿acaso no me conoces? — estaba desconcertado.

—Nadie es quien dice ser, Filgrim, y mucho menos quien cree ser —respondió con frialdad.

Me di cuenta en ese instante; la mujer que una vez conocí parecía haber desaparecido por completo. Tenía frente a mí una sobreviviente despiadada; el fruto amargo de un mundo en guerra que había dejado cicatrices en su corazón. Un dolor punzante y agudo me oprimía el pecho. ¿Qué diablos le habían hecho? ¿Qué había sucedido durante estos últimos años?

Los días pasaban lentamente, llenos de conversaciones vacías que no conducían a ningún lado. Siempre que intentaba acercarme, Sae se desvanecía como el viento, rehuyendo mis preguntas y callando todo lo que sabía. Yo, en cambio, me moría por descubrir lo que había detrás de su silencio; algo ocultaba detrás de esa actitud reservada.

Un día, desesperado por saber la verdad, estallé:

— ¡No puedo más! — exclamé, lanzándole mi frustración a la cara — Se me ha acabado la paciencia.

— Oh, parece que al valiente Filgrim se le ha agotado la paciencia — dijo con una risa mordaz.

Saqué mi puñal y lo presioné contra su cuello, dejándole claro que hablaría en su mismo idioma.

— Vaya, parece que a la valiente Sae se le ha terminado la risa — dije, intentando imitar su tono burlón.

— ¿Qué es lo que quieres, Filgrim?

— Que me lo cuentes todo — respondí con firmeza, señalando las cicatrices en su rostro —. Quiero saber quién te hizo esto.

— ¿Para qué? Lo único que te importa es quedarte aquí, en esta base, jugando a las batallitas de los soldaditos felices.

— ¡Llevo diez años luchando! — grité con rabia, enfurecido por su desprecio — ¡Diez años en esta maldita resistencia, igual que tú!

— Llevas diez años en la resistencia porque no tienes otro lugar adónde ir, Filgrim —replicó con voz sombría —. Diez años luchando porque lo has perdido todo, al igual que yo y todos los demás. No hay final feliz para nadie en esta guerra. No hay lugar para la venganza infantil; por cada marca en mi cuerpo, alguien ha muerto — continuó Sae, con una voz llena de amargura —. La guerra no conoce la justicia ni la redención, solo la supervivencia. Abre los ojos y mira a tu alrededor. ¿Qué ves? Mis manos están tan manchadas de sangre como las de nuestros enemigos.

Bajé la cabeza, aceptando la cruda realidad. Sae, entonces, se sentó, apoyándose contra la pared.

— ¿Recuerdas el día en que me distéis por muerta al reconquistar la Ciudad del Ópalo? — preguntó, y asentí — Los militares nos tendieron una emboscada. Supongo que ya sabrás lo que ocurrió con Rav; a Serk se lo llevaron, y yo logré escapar. No por mucho tiempo, pero en aquel momento no lo sabía.

Mi mente era un torbellino de pensamientos, mientras, Sae continuaba hablando. Pero, de repente, algo hizo clic en mi cabeza.

— Si vencieron a la avanzadilla antes de lo previsto, ¿cómo pudimos recuperar la ciudad de Khalrim de manos de los militares según nuestros planes? — pregunté, tratando de comprender lo sucedido. Sae suspiró pesadamente y continuó hablando.

— Alguien sabía nuestros movimientos, Filgrim. Alguien que me conocía muy bien.

La traición era algo que se respiraba en el aire desde hacía tiempo, todos lo sabíamos, pero no pensaba que fuera tan profunda, tan enraizada en el pasado. ¿Quién podía ser el traidor?

— Quienquiera que fuese, me dejó escapar esa vez — prosiguió —. Sabía que buscaría información antes de denunciar la traición, y que iría a la ciudad de mercaderes más próxima, donde alguien ya había empezado a esparcir el rumor de la caída de la ciudad. Qué casualidad, ¿no crees? Los renegados de Mourta sabían de mi existencia; ellos deseaban ver muertos a los gobernadores de la ciudad, y nosotros ansiábamos tomar la ciudad.

Mis ojos se abrieron de par en par, sintiendo un nudo en el estómago. La verdad era más retorcida de lo que había imaginado. ¿Cómo podía ser posible que nuestros enemigos supieran nuestros movimientos tan bien? ¿Cómo podía alguien tan cercano a nosotros ser un traidor?

— Bajo el pretexto de un enemigo común, eliminó a los suyos y ganó la confianza de los renegados — añadí.

— Debió descubrirles mi paradero a los renegados; sabía que me uniría a ellos creyendo que era un golpe de suerte y que atacaríamos la ciudad. — Sae continuó hablando, su voz llena de amargura y frustración —. Poco después, los renegados me traicionaron. Seguramente, había oro de por medio. Los militares me capturaron y me llevaron a su fortaleza en Balfoun.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Balfoun, territorio enemigo, hogar de aquellos que creían en la ciencia como único dogma. Construían enormes laboratorios, cazaban a otras razas en nombre del conocimiento y forjaban un ejército de quimeras. Pocos entraban y salían de esa tierra enemiga; de ella solo conocíamos rumores y leyendas. Los denominábamos: los militares.

La palabra traición resonaba en mi mente como un eco. Había algo siniestro en todo esto, algo que iba más allá de lo que podía entender. Y, lo más importante, ¿cómo había logrado escapar Sae de aquel infierno?

— ¿Y qué pasó en Balfoun? —pregunté, intentando mantener la calma.

— No recuerdo cómo llegué allí, ni quién me llevó; solo desperté en una lúgubre sala de cristal, iluminada por una luz pálida y mortecina. Me encontraba sujeta de pies y manos a una enorme plancha de hierro. A mi alrededor, había otros en igual situación o peor —dijo Sae con un gesto de repulsión—. Algunos tenían los estómagos abiertos, las orejas cercenadas, otros tenían cables insertados en sus narices. Pretendían utilizarnos como material de experimento. Lo llamábamos el amanecer del horror. Cada día, a la misma hora, las luces blancas de aquel infame lugar se encendían, y entraban seres ataviados con un uniforme blanco y negro, rostros cubiertos y manos enfundadas en guantes. Se paseaban lentamente, seleccionando a su próxima presa. Uno de ellos siempre me observaba, acariciaba mi rostro y deslizaba su mano por mi cuerpo desnudo, a veces, empuñando un bisturí, me desgarraba, dejando un rastro de sangre a su paso, disfrutando con cada cicatriz —recordaba con repugnancia —. Ocasionalmente, sus barbaries salían bien y veíamos desfilar criaturas grotescas por el pasillo. Nadie se atrevía a decir nada, pero todos sabíamos quiénes eran.

— ¿Cómo lograste escapar? —pregunté, incapaz de contenerme.

— Era un infierno en vida, un juego macabro y sin sentido, Filgrim —suspiró —. De un lugar tan perverso como aquel no hay escapatoria, solo la posibilidad de sobrevivir si logras jugar a su juego. No parecía interesarle más que a aquel repulsivo ser que me manoseaba y laceraba a su antojo, con el tiempo, conseguí ganarme la simpatía de mis compañeros. Compartíamos los mismos sueños, las mismas esperanzas. Queríamos vivir. Ideé un plan, pero no todos podíamos huir; necesitaba cebos. Los abandoné a su suerte en aquel sórdido lugar; sabiendo que algunos se convertirían en quimeras en las filas enemigas, mientras que otros encontrarían la muerte.

Asentí, sin atreverme a decir nada más. El silencio seguía flotando en la habitación, una atmósfera tensa e inquietante que parecía atascar el aire en nuestros pulmones. Finalmente, habló en un susurro escalofriante, como si fuera un secreto que no podía ser revelado:

—Soy un monstruo, ¿verdad?

Había una tristeza melancólica en su voz, como si ya hubiera aceptado su destino en las garras de la locura.

—No lo sé —respondí con incertidumbre, me faltaba el aire.

—Nunca se sabe, ¿cierto? —susurró —. A veces los monstruos no son más que sombras que nos persiguen, y otras veces, son la oscuridad misma que nos engulle.

 

 

 

RELATO DEL TALLER DE:
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Esta entrada tiene un comentario

  1. Teresa

    Desde mi más humilde criterio, felicidades.
    Me ha encantado tu relato

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