CLEMENTINA – Maria José Sánchez Lozano

Por Mª José Sánchez Lozano

La plaza de Tamirón era un hervidero de gente gritando viva Franco hasta quedarse roncos. Clementina, una maestra del pueblo que, a pesar de su fuerte carácter, era muy querida y respetada, entre sudores, y en medio del griterío, oía el llanto de su hija. Aún no le había visto la cara. Cuando la tuvo en sus brazos, sintió una alegría tan dulce que pensó que el mundo había cambiado para siempre. Ahora, el mundo, era solo su criatura.

Doña Abelina, la comadrona, se quedó con ella unas horas más.

– Clementina, tu hija ha traído la paz, le susurró con ternura.

— Sí, pero ¿qué pasará con los perdedores?

La comadrona se encogió de hombros y no supo qué contestarle.

– Hum… nunca me lo había planteado.

– Pues yo sí. Pienso que se han creado dos Españas que siempre van a caminar enfrentadas.

—Anda, no pienses en eso ahora.

Clementina, acariciando a su hija, le contestó:

– Sí, llevas razón, ya ha pasado todo.

No podía creer lo que estaba sucediendo en su vida. Su hija le hacía olvidar los tiempos que estaban viviendo, con el aire aún impregnado del dolor de tantos inocentes, vencedores o vencidos. La guerra civil acababa de llegar a su fin. Era tiempo de represión, exilio y hambre.

Acabar con cualquier residuo de ideología republicana se convirtió en uno de los principales objetivos del nuevo Régimen. En este sentido, había mucho que hacer entre los intelectuales docentes. Haber sido maestro en la zona republicana implicaba ideas preconcebidas. Y Clementina lo había sido. Era maestra de Tamirón, localidad que se había mantenido fiel a la república durante toda la contienda.

Los días siguientes al alumbramiento pasaron rápidos. La maternidad alejó de su hogar la crueldad de la posguerra.

¡Toc, toc! Clementina oyó el llamador de la puerta y bajó deprisa las escaleras haciendo ese ruido característico que marcaban las zapatillas chancleteando.

Abrió la puerta y un municipal del ayuntamiento le entregó un sobre certificado.

En aquellos turbulentos días, recibir un comunicado oficial siempre alteraba los ánimos. Aún así no se inquietó demasiado. Iba a abrirlo cuando la pequeña empezó a llorar. Dejó el sobre en la vacía mesita de mimbre de la entrada y acudió a atender a su hija. Con ella el tiempo no tenía medida y meciendo la cuna una y otra vez se durmieron las dos.

Cuando llegó Raimundo, su marido, abrió el certificado. Lo leyó y al instante su rostro quedó macilento.

No podía decírselo a Clementina. El mal rato podría provocarle un corte en la leche materna. Pero sin embargo tenía que saberlo porque le afectaba directamente a ella. Su contenido removía los días de la tragedia y le mostraba un amargo camino por recorrer cargado de humillación e incertidumbre.

Raimundo no fue capaz de borrar la felicidad que irradiaban los ojos de Clementina, por eso no le explicó nada y decidió actuar solo.

Rememoró los aterradores días del 36. Cuando apenas hacía un mes que se había producido el golpe de estado del 18 de julio. Cuando el anticlericalismo del bando republicano tenía su forma más inhumana e irracional en el saqueo y destrucción de las iglesias. Cuando la iglesia parroquial de Tamirón fue arrasada, quemadas las imágenes y aniquilados los altares. En medio de aquel horror un miliciano cogió las sagradas formas antes de profanar el sagrario y las ocultó en un bolsillo de su mono. Lo más pronto que pudo se deshizo de ellas. La casa que eligió para ocultarlas fue la de Clementina. Por debajo de la puerta las deslizó. A la mañana siguiente, cuando Clementina iba a salir de su casa, con brutal asombro vio en el portal las hostias. Con las manos temblorosas, aunque de forma serena, las cogió y las guardó durante toda la guerra en una caja que hizo de sagrario y que conservaría toda su vida.

Raimundo también recordó a las amigas de su mujer escondiéndose a rezar en las cámaras, donde habían montado un singular altar con su cajita haciendo de sagrario al que con fervor se entregaban.

Eran recuerdos que no le habían venido al azar. Quizás esas vivencias la salvarían, pensó Raimundo.

Dejó sus pensamientos y pasó a la acción. Rellenó en nombre de su mujer la encuesta que desde el Ministerio le enviaban. En ella debía manifestar sus ideas políticas, actitudes religiosas y morales, así como demostrar su no implicación con el gobierno republicano, y por supuesto, su adhesión al Glorioso Movimiento Nacional. Era fácil. Pero había que firmar. Y eso no podía hacerlo. Cometería una infracción y no estaban los tiempos para esas veleidades.

Además, Clementina había sido inhabilitada para la docencia, como el resto de sus compañeros. Y si quería acudir a su puesto de trabajo era requisito indispensable solicitar su reingreso en la escuela.

No es que hubiese cometido algún delito. Es que, como docente, al inicio del franquismo, fue sometida a un proceso de limpieza ideológica a través de los denominados expedientes de depuración. En realidad, eran procedimientos sumarios en los que no se juzgaban delitos sino creencias políticas y religiosas.

Raimundo trató de controlar su rabia mordiéndose los labios. Tenía que mostrarse sereno y enfrentarse a la realidad con toda su valentía. Fue a la cocina donde su mujer preparaba el escueto guiso que había podido arrancarle a la cartilla de racionamiento. Cogiéndola por la cintura la besó. Clementina se echó hacia atrás, confusa.

—¿Qué te pasa? Estás temblando, le dijo a su marido.

Raimundo, sin poder controlar más el silencio que le corroía, con voz entrecortada se dirigió a ella:

-Tienes que saberlo: la carta que recibiste esta mañana es el inicio de un expediente de depuración.

– ¿Qué dices, te has vuelto loco?

-No, Clementina, es como si la guerra se alargara. He tratado de ocultártelo, pero es imposible.

Ella, con un hondo suspiro contuvo las lágrimas. Sabía lo que podía significar ese expediente. Recordó la mirada de su hija, se serenó y armada de valor pidió a su marido todos los papeles que tenía sobre el asunto. Los rubricó uno a uno y al día siguiente los entregó en el ayuntamiento. Ya solo quedaba esperar.

En pocos días a todo el profesorado les llegó una resolución comunicando su admisión en el magisterio. A todos menos a ella ¿Qué había pasado? Enseguida se enteraría. Los certificados que desde el gobierno se habían pedido a las autoridades locales no la dejaban en buen lugar.

El alcalde había declarado que la maestra, nada más estallar el conflicto bélico, se había presentado al gobierno local del Frente Popular ofreciéndole su incondicional adhesión. Añadía que tenía por norma política arrimarse al sol que más calienta. Y además, se habían hecho con unos cuadernos de sus alumnos que evidenciaban la presencia de valores propios del ideario republicano.

Clementina leyó el dictamen en la escuela sin mostrarse inquieta. Llena de dignidad resistió hasta llegar a su casa. Al cerrar el portal se encogió, exhausta, y dio un grito de desesperación.

Sus pensamientos la torturaban. Había sido acusada de oportunista y tachada de desafecta al régimen ¿Cómo abandonar ese lastre que le privaba de su trabajo y su prestigio, y que condicionaría su vida y su futuro?

Al llegar Raimundo, le entregó el informe. Él lo examinó con detenimiento y dio credibilidad a todo. Pleno de ira la encaró.

– ¿Cómo has podido mentirme? ¡Eres una roja!

Clementina, con un llanto entrecortado, le inquirió:

– ¿Y tú cómo puedes creerles a ellos antes de preguntarme a mí? ¿También tengo que defenderme ante mi propio marido?

– Pero ¿cómo te ofreciste a ellos?

– Sabes que todo lo hice por miedo. Me presenté al alcalde presionada por ellos, porque corría peligro mi vida, e incluso la tuya.

– ¿Y qué me dices de los cuadernos? prosiguió él.

Clementina se sintió desalmada, rota de dolor, dudó en responderle, pero lo hizo. Necesitaba expresar en voz alta su defensa. Que la oyera su marido o no, le traía sin cuidado.

– ¡Cómo se nota que no eres maestro! No tienes ni idea de las exigencias impuestas en las aulas desde el gobierno republicano. En fin, no quiero seguir ¿De qué valdría jurarte que las cosas no fueron así? No mereces mi tiempo. Un tiempo muy valioso que tengo que dedicar a argumentar mi defensa.

Al día siguiente, en Tamirón todos dudaban de la honorabilidad de doña Clemen. No ser afecto al régimen implicaba la carencia de moral.

Ordenó sus ideas y en 48 horas la maestra recorrió las casas de los vecinos más prestigiosos para conseguir de ellos unas declaraciones escritas que pudieran desmontar las acusaciones de las autoridades. La desesperación la obligó a pedir ese favor hasta al alcalde. Y lo obtuvo. Este se retractó de sus delaciones. Leyó los informes de los vecinos que contenían el episodio de las sagradas formas, y de pronto, para él la inculpada se había convertido en una persona de intachable conducta moral, pública y privada, amantísima del orden y la religión ¡Qué paradoja! el miliciano la había salvado del infierno que estaba viviendo.

Con todos los alegatos presentó su pliego de descargo y en pocos meses su vida continuó aparentemente igual. Había sido admitida como sus compañeros. Su dignidad estaba fuera de ninguna duda.

Raimundo le pidió perdón por no creer en ella. Clementina, aunque nunca lo perdonó, fingió hacerlo y actuó como si nada hubiera ocurrido. Era lo que él quería. Sin embargo, Tamirón la ahogaba. No podía seguir viviendo allí. Su niña crecía y no quería para ella la sociedad que la había condenado.

El curso terminó cuando en Tamirón, poco a poco, dejaba de oler a luto, rencor y miedo. Al día siguiente amaneció soleado. El bienestar que a Clementina siempre le procuraban estas hermosas mañanas decidió por ella. Así fue como pidió el traslado a Jaén. No hubo problemas y en cuanto vendió su casa se fue a la capital con su marido y su hija. Se instalaron en un barrio antiguo. A la vuelta de la esquina la catedral se alzaba tras una plaza diáfana que le transmitía la calma que necesitaba. Allí era una desconocida con libertad de movimiento. Se volcó, como siempre lo había hecho, en su carrera profesional. Escaló puestos hasta ser la directora de su Centro.

Siempre que podía, y eso era casi todas las tardes, se acercaba con su hija, que se llamaba Elvira -aún no lo había dicho- a la plaza de Santa María, la de la catedral. Un día se fijó en un hombre. No era guapo, pero la viveza de su cara le llamó la atención. Él se percató y pasados unos días se dirigió a ella. Entablaron cierta amistad, la necesaria para que él la invitara a su casa. Clementina aceptó. La situación le resultaba excitante. Pero no podía llevar a Elvira. Seguro que metería la pata como la vez anterior, cuando le dijo que no contara nada a su padre de lo que habían hecho, y al llegar a la casa lo primero que hizo, en el afán de agradar a su madre, fue decirle a su progenitor:

– Pues yo como no sé nada…

Y lo repitió una y otra vez, hasta despertar la curiosidad del padre y descubrir la verdad.

De modo que dejó a su hija en casa de una vecina para acudir sola a la cita con su amigo. La estaba esperando en el descansillo de la escalera y allí mismo le propuso que guardara unos boletines informativos del Partido Comunista. Ella, una respetable maestra, no despertaría ningún recelo ante la policía. No le costó trabajo acceder, en el fondo se imaginaba que el objetivo del encuentro iba por esos derroteros. Así empezó su vida en la clandestinidad. Clandestinidad que ya vivía dentro de su hogar porque simulaba amar a su marido. Con esos impresos en su poder sentía que luchaba por los ideales democráticos de los que en su día renegó por salvar su dignidad.

Pero el engaño duró poco. Raimundo empezó a desconfiar de las salidas de su mujer. Siempre conseguía salir airosa de las sospechas de él, hasta que una noche, en la que Raimundo debía estar viajando, se presentó inesperadamente en la casa. La rudimentaria impresora no dejaba de expulsar panfletos del Partido Comunista mientras que todos -Clementina y sus amigos- sobresaltados al ver a Raimundo, no podían articular palabra. Solo este, encolerizado, graznaba:

—¡Hijos de puta, comunistas! ¿Qué estáis haciendo en mi propia casa?

Los amigos de Clementina se abalanzaron sobre él y ¡zas! lo tumbaron, pero él continuaba con su ronca voz oprimida:

– ¿Y tú? ¡Mosquita muerta, siempre supe que seguías siendo una roja!

– ¡Tampoco yo dudé jamás de que fueras un canalla! Vociferó, odiándolo con la mirada mientras veía cómo lo arrastraban para sacarlo de allí.

Revolviéndose contra el suelo, Raimundo la miró con aspereza, amenazándola.

– Te denunciaré y perderás a tu hija.

Y cumplió su palabra. Pero solo en lo que dependió de él, es decir en la denuncia. Elvira nunca se separó de ella. Clementina solo estuvo unos días en prisión. Sus compañeros se auto inculparon y ella quedó libre. Libre para seguir luchando por una sociedad mejor. Ahora, el mundo, era su lucha secreta.

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