CUANDO ERA PEQUEÑA

Por Margarita Budó Martínez

En la época de mi niñez, allá por los años 50, los pequeños de la casa no éramos el centro de atención. La unidad familiar estaba compuesta por los padres y muy a menudo también por los abuelos. Ellos se encargaban de que no nos faltara de nada y a la vez los niños debíamos corresponder atendiendo los mandatos familiares, siendo obedientes y respetuosos. Nada de priorizar el calendario de un crío sobre la agenda familiar. Entonces se hacía lo que decidían las personas mayores sin consultarnos previamente. ¿Cómo se traducía todo esto? Pues, muy sencillo: teníamos que ser buenos, estudiar mucho, hacer los deberes, comportarnos en la mesa como es debido, no ser contestones, no decir ordinarieces, callar ante las injusticias y pasar lo más inadvertidos posible.

 

Esta introducción me sirve para explicar que ahora, con casi 77 años, me resulta difícil recordar el detalle de una sola experiencia infantil ya que recuerdo muchas de ellas, no por su relevancia, sino porque eran el pan nuestro de cada día. Así pues, considero un buen ejercicio introspectivo rememorar algunas de esas vivencias que me marcaron y que hoy recuerdo con una sonrisa y mucho cariño.

 

Empezaré por las reuniones semanales que mis padres solían celebrar en casa los sábados por la noche, con amigos y amigas. Consistían en cenar y hablar por los codos y por el ruido y las carcajadas que se oían, debían pasarlo muy bien. Todavía recuerdo la vergüenza que sentía cuando me hacían salir de mi cuarto, ya con el pijama puesto, para saludar a los presentes. Tenía que hacer una pequeña reverencia, dar un beso y desear las buenas noches. Lo recuerdo como un mal trago pero la mirada seria de mi padre y la sonrisa cariñosa y cómplice de mi madre no dejaban lugar a dudas.

 

Otro tema para recordar eran los libros intocables de mi padre, médico cirujano, y la colección del “Círculo de Lectores” de mi madre. Con estos últimos no tuve nunca ningún problema y gracias a esa facilidad de acceso, empecé a leer muy pronto. Otra cosa eran los libros técnicos y profesionales de mi padre: tenía terminantemente prohibido cogerlos y aún menos abrirlos, por su contenido “no apto para menores”. Hoy todavía recuerdo la mirada feroz de mi padre viéndome entrar en su despacho con un pesado libro que había osado tomar de una estantería de su biblioteca. -¿Qué haces tú con ese libro? -¡Eso no se toca! Asustada, dejé caer de golpe el libro a mis pies… ¿Ves lo que has hecho? -¡Deja el libro y sal de aquí enseguida! Recuerdo que me puse a hacer pucheros y luego a llorar muy fuerte. Mi abuela me consoló. Sólo tenía cuatro años…

 

Y en los años 50, apareció «El Paqui», el primer muñeco de goma articulado que se podía bañar como un bebé. Durante tres largos años lo pedí en mi carta a los Reyes Magos. Al cuarto año, desencantada, dejé de ponerlo en mi lista y ese año, precisamente, por fin me lo dejaron escondido detrás del sofá. Recuerdo que apenas podía creérmelo. Lo tuve durante muchos años hasta que la goma se pudrió. Entonces mi madre decidió deshacerse de él. Lloré mucho.

 

Otra actividad muy corriente que me hacían cumplir cuando era pequeña era la de “ir de visita”. Mi madre o mi abuela me llevaban a ver a algún familiar o amistad a quién hacía tiempo que no veían para poder hablar de sus cosas. Pero al llegar la hora de la merienda, la señora de la casa servía el té y a mi me ofrecía unas apetitosas galletas de

 

chocolate. Yo debía decir: “no, muchas gracias”. Pero si la señora insistía en su ofrecimiento, yo miraba antes a mi madre para conseguir su visto bueno y coger delicadamente una sola galleta. Para mí, ese momento era el único que justificaba mi presencia en esa casa.

 

Antes de la televisión reinaba la radio. La recuerdo de niña en el hogar familiar. Aquellas enormes radios de válvulas ocupaban un lugar central en los hogares. Y recuerdo los programas que me dejaban escuchar al volver del colegio: “Matilde, Perico y Periquín”, “El inspector Taxi Key” y música, mucha música y muchas canciones que pasaron a la historia definiendo su época, con cantantes como Jorge Sepúlveda, Lorenzo González, Bonet de Sanpedro, Gloria Lasso, etc. Canciones como “Mirando al mar”, “Rasca yu”, “Se va el caimán”, “Cabaretera”, “Camino verde” y muchas más. Sin olvidar la copla española con las voces irrepetibles de las doñas Concha Piquer y Juanita Reina.

 

Mención aparte merecen los seriales radiofónicos que escuchaban las mal llamadas “chicas de servicio”, esas señoritas que compartían su vida con nosotros y cuya misión consistía en hacer las tareas más duras del hogar. De todos los emitidos, recuerdo vagamente títulos como “Ama Rosa” y “El derecho de nacer”, con las voces inconfundibles de un cuadro de actores como Pedro Pablo Ayuso, Matilde Conesa, Teófilo Martínez y Matilde Vilariño, esta última especializada en voces infantiles.

 

Y termino con uno de mis mejores recuerdos: las sesiones de cine de cada jueves y sábado. Cada sesión constaba de dos películas seguidas, el No-Do y las Varietés. Iba siempre con mi querida abuela Filo. Ahí se fraguó mi afición al séptimo arte. Hoy tengo una filmoteca muy bien surtida y sigo disfrutando con viejas películas de las que soy capaz de reproducir de memoria algunos diálogos. Además, tengo un Yorkshire Terrier de cinco años al que adoro y que se llama Newman en honor a todos esos artístas irrepetibles.

 

¡Cómo han cambiado las cosas desde que yo era pequeña! No digo que antes fueran mejores o peores pero eran diferentes, como diferentes eran la sociedad, las costumbres, la educación, las actividades y los medios técnicos de los que disponíamos. Hoy resultarían impensables pero fueron estas experiencias las que yo viví y así las he contado.

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