CUANDO LLEGÓ JULIETA – Mª del Rocío Riaño Gutiérrez

Por Mª del Rocío Riaño Gutiérrez

Me llamo Diego y tengo siete años. Mi hermano mayor, que se llama Pablo, tiene nueve, aunque él se empeñe en decir “casi diez”. Vivíamos bastante tranquilos mi padre, mi madre, Goliat, un perro de cinco o seis razas a la vez y Pandora, una tortuga que como no le cambiaras el agua cada tres días olía que apestaba. La única queja era que mi hermano, cuando tenía el día tonto, como dice mi madre, la pagaba conmigo. Venía a mi cuarto, me sacaba los calzoncillos del cajón y los esparcía por la casa. Otras veces me escondía la tarea y no me la devolvía hasta que le daba cincuenta céntimos o hasta que estaba a punto de llorar. A mí estas cosas no me importan porque el abuelo me quiere a mí más, por esmirriado. De vez en cuando me da dos euros y así voy ahorrando para darle a mi hermano. Además, mi madre nos deja quedarnos las vueltas si vamos a por el pan. Luego me da un beso y me quita los rizos de la frente. Pablo nunca quiere ir, porque como dice mi padre, es más vago que la chaqueta de un caminero, así que me quedo yo con las vueltas. Yo creo que es más vaga la chaqueta de don Tomás, el conserje, que siempre nos manda a nosotros a dar los avisos, sobre todo si son al pabellón nuevo y está lloviendo.
Un día, así, sin más, nos dijeron que íbamos a tener una hermanita. Mi madre decía que era una sorpresa maravillosa, aunque lo decía con la misma cara de cuando iba a llover. Mi padre también tenía la cara rara, yo creo que de apretarse tanto el cinturón. En casa solo él lleva cinturón, bueno y el abuelo cuando viene a quedarse, pero el abuelo no cuenta porque hace lo que le da la gana. Después de comer o antes de irse a echar la partida dice: “Que me quiten lo bailao” pero luego ni baila ni nada. Yo le he dicho a papá que me puedo apretar los cordones del chándal también. Se rio mucho y me dijo que no hacía falta. Yo me alegré mogollón porque cuando me aprieto mucho los cordones en educación física se me queda una marca roja en la tripa que me pica toda la tarde.
Cuando Julieta llegó, Pablo y yo nos convertimos en invisibles. La gente que venía a casa solo le hacía caso al bebé. Y eso que no sabía hacer nada ni cantar ni contar chistes ni las tablas ni nada. Solo sabía llorar y hacer cacotas. No entiendo cómo un ser tan pequeño podía hacer caca tantas veces. Pues aun así los mayores se quedaban como bobos mirando a Julieta. Luego dicen de nosotros y la Tablet. Ellos sí que se quedaban bobos.
Luego nos convertimos en lacayos, que no sé lo que es, pero mi hermano me ha explicado que esos son los que lo traen todo. “Tráeme un pañal, trae el bolso de salir, trae el chupete de la caja transparente” pero yo creo que los lacayos también llevan cosas porque a mí me ha tocado llevar el biberón al lavavajillas y el pañal sucio al cubo miles de veces. Las cosas empeoraron porque no podíamos hacer ruido por si se despertaba el bebé, no podíamos pelearnos porque era un mal ejemplo para el bebé ni ir al parque demasiado tarde porque era la hora del baño del bebé. Ni siquiera nos dejaban cogerla, y eso que la cogía todo el mundo. La culpa la tuvo Pablo, porque una vez que la tenía en brazos, Julieta, se tiró un pedo enorme, se puso colorada y empezó a oler fatal. Pablo se puso nervioso. Quería soltar a Julieta del asco y a la vez le daba miedo que se le cayera al suelo. Como cuando yo intento sujetar un gusano de los de la tierra negra del parque. Nos entró la risa y al final Pablo perdió la fuerza y sujetaba a Julieta solo de un brazo cuando apareció mamá. Mamá la agarró y le dio muchos besos, aunque olía fatal. A nosotros nos llamó par de bobos e inconscientes. Pablo dijo que eso era ilógico porque no se puede ser bobo y estar inconsciente al mismo tiempo. Ya no nos dejaron coger al bebé en mucho tiempo. Casi mejor, porque te obligaban a sentarte en el sofá, rodeado de cojines, y a quedarte quieto como una estatua.
Pablo y yo estábamos un poco hartos de ser lacayos y de ser invisibles, así que a veces nos poníamos kétchup en los brazos, como si fuera sangre, o imitábamos a Julieta cuando lloraba, pero lo único que conseguíamos es que nos mandaran a hacer tonterías a nuestro cuarto. Pero cuando llegábamos allí ya no teníamos ganas.
Lo peor estaba por llegar con la “reestructuración”. Y es que los meses que el abuelo estuviera con nosotros, Pablo y yo tendríamos que compartir cuarto. Julieta, como era chica, tendría su cuarto para ella sola, y el abuelo como era viejo, también. Los únicos que estábamos repetidos éramos Pablo y yo. “Tú tranquilo” decía Pablo, “que para que Julieta duerma sola queda mucho porque todavía no sabe andar, lo mismo para cuando aprenda el abuelo se ha muerto o se ha ido a la residencia esa a la que quiere llevarle la tía Encarna”. Yo muchas veces no sabía por qué Pablo era un bruto, pero esta vez sí lo sabía. Prefería que el abuelo no se muriese y aunque me tocara dormir con Pablo y mis calzoncillos estuvieran siempre esparcidos por el suelo. De todos modos, Pablo y yo decidimos no hacer tantas tonterías a ver si conseguíamos dejar de ser lacayos.
En verano, mis padres ponían una piscina inflable en la terraza. Bueno, los dos últimos no porque Pablo y yo ya éramos mayores. Pero ese verano mis padres la pusieron para el bebé. Mi madre se quejaba de que nunca encontraban el momento para meter a Julieta en la piscina. Se nos ocurrió que, si la bañábamos nosotros en la piscina demostraríamos que ya podíamos hacer cosas de mayores. Así que, al día siguiente, después de comer, cuando mis padres estaban tomando el café con el abuelo, sacamos a Julieta del parque mientras dormía la siesta. Yo me colé dentro con sandalias y todo, pero como mamá no me veía no importaba. “Lo importante es la rapidez”, decía Pablo. La verdad es que Julieta pesaba más de lo que parecía y nos costó sacarla por encima de la barandilla del parque y llevarla hasta la terraza. Tuvimos que pasarla por delante de la puerta de la cocina sin que nos vieran. Así que la subimos en el patinete y la tapamos con una manta y la llamábamos Goliat. Como si debajo de la manta estuviese el perro. En la terraza, primero le dimos mucha crema para que no la quemase el sol. Un toldo verde nos daba sombra, “pero por si acaso se cuelan los rayos”, dijo Pablo. Esta vez queríamos hacer las cosas bien. Conseguimos sentarla en la piscina. Julieta chapoteaba y lo salpicaba todo. Daba grititos y se reía mientras nosotros secábamos con una toalla el agua que estaba tirando fuera. De repente Julieta se dobló en dos. Fue como si la cabeza le pesara más que el cuerpo y se le cayó entre las rodillas. El agua le tapaba toda la cara hasta encima de las orejas. Seguía moviendo las manos, pero ya no se oían las risitas. Intentamos ponerla de pie, pero se nos resbalaba con la crema. Encima, Goliat empezó a ladrar como un loco. Justo cuando Pablo la agarró del pelo para levantarle la cabeza, llegó mamá y la cogió en brazos. Papá, mamá y el abuelo miraban a Julieta como si tuviera piojos y se alegraron cuando se echó a llorar. Papá nos agarró de un brazo a cada uno, nos llevó a mi cuarto y cerró de un portazo. Oímos que el abuelo decía que no era para tanto, que la niña no se había puesto ni roja ni nada. Mamá repetía: “Y si no me llego a levantar y si no me llego a levantar”.
Pablo y yo pasamos la tarde casi casi en silencio, hasta le di un euro, que tenía ahorrado, no le hizo mucha gracia, pero se lo guardó de todos modos. El abuelo vino a vernos cuando pasó un rato largo, nos hizo unas preguntas, nos agarró los carrillos con sus manos huesudas y nos dijo que le íbamos a costar unas cuantas partidas de mus. No entendimos nada hasta el día siguiente cuando llegó la hora de la partida. El abuelo no se marchó, le pidió a mi madre que le pusiera “una del oeste” y llevaron el parque de Julieta al salón. Mi padre, mi madre, Pablo y yo nos fuimos al cine. Nos compraron palomitas con Fanta y todo. Nos dejaron elegir película y pagar en la ventanilla.
—Esto de venir al cine a todo lujo no se puede hacer todas las semanas —dijo mi padre— pero podemos jugar al Virus o al Uno.
—¿Ir al parque después de las ocho? —preguntó Pablo.
—¿Contar chistes en el coche? —dije yo.
—Claro, claro, hablaremos con el abuelo —dijo papá—, pero de ahora en adelante, todos los jueves, haremos algo sin pensar primero en Julieta.
—Menudo susto nos disteis, si no me llego a levantar —mi madre movía la cabeza de un lado a otro.
—Si no te llegas a levantar—le dije—, y no la llega a salvar Pablo, la hubiera salvado yo, mamá, que si hace falta me meto en la piscina con las sandalias puestas.
Mamá se arrodilló en el suelo de la calle y me dio un abrazo muy grande con olor a palomitas de maíz. De los que solo se pueden dar a los mayores y no a los bebés, porque si se los das, los espachurras.

 

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