CUANDO MURIÓ MI ABUELA

Por Bárbara de Rueda

Cuando murió mi abuela, yo solo tenía siete años y mi hermano seis. Los jueves íbamos a comer a su casa, lo que nos encantaba. Nos hacia lo que más nos gustaba: canelones de espinacas con muchísimo queso, con ese color de caramelo que se veía. ¡Que ricos! . Cuando servía sopa nos partía el pan para que lo echáramos. De postre hacia naranja preparada con miel y en rodajitas muy finas, algo delicioso. Después de comer abría una caja de piel con compartimentos, que parecía una registradora, y nos daba un duro. Con ese dinero comprábamos una ensaimada en Mallorca, que estaba en la esquina, y un pito que era de caramelo, pero podías pitar; los colores de ese pito eran el verde y blanco. En casa de mis padres aguantaban estoicos nuestros pitidos, pues hasta que se derretía no parábamos de soplar. Y sobre todo, nos mimaba y contemplaba como, si en vez de los ocho hermanos de mi casa, fuéramos únicos. Además, a la vuelta íbamos solos a casa, que estaba muy cerca y, claro nos sentíamos mayores y libres.

Recuerdo que estaba en el baño, cuando mi hermana me dijo lo de su muerte. Me traía una bolsa de caramelos de los Alpes, se los devolví, porque no eran un consuelo para mí.

Los caramelos de los Alpes eran exquisitos. Tenían laminitas de vainilla y la siguiente capa con otro sabor, y estaban recubiertos de fondant; se deshacían en la boca, podías morderlos un poquito chupar otra cápita.  Se me está haciendo la boca agua, como si ahora los tuviera en la boca.

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