EL ABRAZO – Leticia SC

Por Leticia SC

No recuerdo la primera vez que te vi, pero sí la última. En toda primera vez hay una sensación de continuidad, de repetición, aunque en ese momento quizás ni lo sepas. En las últimas, ese sentimiento se ve abruptamente interrumpido al poner la palabra ‘última’ delante de la palabra ‘vez’. La continuidad deja de existir de un plumazo y te paras a analizar esa última vez que…

Había días que se levantaba con una idea en la cabeza y necesitaba escribirla. Sus dedos se movían con rapidez y se sorprendía de las palabras que aparecían en la pantalla. No era consciente de haberlas pensado, pero, al leerlas, las reconocía como suyas, se enorgullecía de ellas y no podía menos que sorprenderse por la magia del proceso de escritura.

Ella no era escritora ni pretendía serlo. Se le daba bien redactar textos, porque era eso a lo que dedicaba gran parte de sus jornadas laborales, pero nunca había escrito nada que tuviera que ver con la literatura. Es cierto que, si sumaba todas las palabras de los correos electrónicos que había tecleado en los últimos años, podría llenar las páginas de una o dos novelas, por lo menos. Cuando le tocaba redactar uno de esos mensajes tan largos que no creía que nadie terminara de leer, lo despedía con una nota de humor y agradecimiento para tratar de sacar una sonrisa al compañero que llegara hasta el final. Era su marca personal, pero rara vez recibía una respuesta.

No. Ella no quería ser escritora. Sin embargo, en los últimos meses, se había visto casi forzada a poner por escrito muchas de esas ideas que le rondaban la cabeza, porque le creaban un ruido mental que solo paraba si las liberaba. Escribir, por lo tanto, se había convertido en un acto tan natural como beber té con leche por las mañanas, hacer yoga en casa por las tardes, o asistir a las sesiones de terapia cada vez que era necesario.

La última vez que te vi te di un abrazo. No tenía ni idea de que jamás volvería a verte, pero te di un abrazo porque, en los últimos tiempos, me había dado por achucharte. Me siento agradecida por ese último abrazo y esas palabras de despedida: «Nos vemos en un mes, más o menos, dependerá de las vacaciones».

Dicen que el tiempo es relativo, así que ese mes se está estirando como un chicle y lo veo cada vez más lejano. El día que llegue, y tú y yo nos volvamos a ver, también será la última vez que yo vea a otras personas, y es posible que no sepa que será la última vez que las vaya a ver… Un lío, vamos.

Recordó el diario que escribía de pequeña y pensó que ese sería el mejor formato para plasmar no solo sus sentimientos, a veces imposibles de verbalizar, sino su día a día, aunque sus jornadas no fueran especialmente interesantes ahora que había dejado de trabajar. Por primera vez en muchos años tenía tiempo para dedicarse a ella, y solo a ella. Un parón en la rutina laboral para tratar de entender cómo se encontraba, y recuperarse física y mentalmente del huracán que había arrasado su vida de forma inesperada.

Bautizó el documento como Diario de mi ausencia porque era así como se sentía: ausente, etérea, casi como un ser que flota, vacío, y se desliza sobre el día a día sin hacer ruido. Cada mañana abría los ojos y comprendía que estaba en esa nueva realidad a la que había sido trasladada por la fuerza y de la que no podía escapar por mucho que quisiera. Despertaba en un mundo en el que sobrevivir era agotador: la angustia le echaba un pulso diario, ahogándola y dejándola sin energía.

Me quedo con que la última vez que te vi me dijiste que te gustaba la camisa que llevaba puesta, la de los tigres cósmicos, como yo la llamo. Desde entonces se convirtió en mi favorita. Comimos juntos y hablamos sobre Eurovisión, no porque nos interesara, sino porque el resultado del festival podía retrasar tu hora de salida del periódico. Después, te tenías que ir a trabajar y yo tenía que cerrar la maleta para irme a la estación de tren. Fue entonces cuando nos dimos ese abrazo, en el pasillo de casa, nuestra casa de toda la vida, aunque ya ninguno viviéramos en ella desde hace años.

Tengo grabado a fuego ese abrazo porque los bucles mentales en los que a veces entro al pensar «qué habría pasado si…», necesitan una salida que me devuelva pacíficamente a la –cruda– realidad. La salida es ese abrazo, que me salva muchos días de caer muy abajo. Me saca una sonrisa y me ancla a esa recreación de nuestro último contacto físico. Tu forma de abrazar, leve, sin apretar. Tu altura. Tu olor a ropa que esta vez no ha lavado mamá, porque aún le llevabas prendas para lavar. Tu voz grave, que ríe las palabras en vez de pronunciarlas, varios puntos por encima del volumen esperable. Tu sonrisa al irte a trabajar aun siendo sábado y sabiendo que igual se atrasaba el cierre de la edición. Tus envidiables ganas de todo.

Aunque lo sospechaba, nadie le había contado que parar iba a ser tan difícil. Había quien pensaba que dejar de trabajar suponía tirar la toalla y abandonarse a una sucesión de días de depresión, pijama y sofá. Otros aplaudían su decisión e incluso le decían que, en su lugar, la habrían tomado mucho antes. Le costó, pero entendió que no servía de nada tratar de explicar el porqué de las cosas. Para los demás, ella nunca estaba lo suficientemente triste, ni lo suficientemente alegre o, lo que es lo mismo, nunca la veían lo suficientemente mal, porque no le apetecía llorar en público; ni lo suficientemente bien, porque ya no reía a carcajadas todos los días.

Era consciente desde mucho antes de la muerte de su hermano de que ‘empatía’ se había convertido en una palabra vacía de tanto usarla; un término que se deja caer en las conversaciones y que queda bien en el listado de cualidades que uno añade en su currículum. Pero, en general, había entendido que la empatía no era fácil de encontrar. Por eso, no esperar nada de los demás era una de las grandes revelaciones de su nuevo mundo y, al contrario de lo que pudiera parecer, ese cambio de pensamiento le estaba devolviendo muchas más alegrías que desilusiones.

Con la perspectiva que dan varios meses de estar consigo misma, tratando de recomponerse y reencontrarse para, después, volver a la rutina, había entendido el valor de palabras como ‘apoyo’, ‘confianza’, ‘respeto’ y ‘amor’; conceptos que había dado por sentado sin apreciar el efecto que tienen en la vida de las personas, sobre todo en los momentos críticos. Porque algunas vidas, como la suya, debían sobrevivir a etapas muy delicadas, para las que nadie estaba preparado. Era entonces cuando esos términos se hacían notar, como pequeños rayos de luz en medio de los nubarrones, marcando la diferencia entre seguir ante el precipicio o distanciarse de él, poco a poco. No esperar nada, pero recibir mucho.

Hacía días que sentía que se alejaba de ese vacío, con paso cada vez más firme, aunque sin creérselo del todo. Había superado hitos y recordado fechas señaladas, y lo había hecho con nota; porque hasta estando mal, a ella le gustaba hacer las cosas bien. Ahora enfrentaba sus jornadas como días completos en los que poder concentrarse en tareas, no como horas que superar con la incertidumbre de quien vive con la ansiedad como compañera de piso.

Nuestra despedida fue impecable, porque nos despedimos «hasta dentro de un mes». Con alegría. Con ilusión. Con normalidad. Con continuidad. Ahora pienso también que con la ingenuidad de quien no se espera que la vida vaya a llevarse todo por delante en un segundo. Es mejor así.

Se había dado cuenta de que ya no tenía miedo a la muerte. Había sido su principal tema de reflexión durante semanas y, de tanto pensar en ella, con la mente cada vez más clara, y los sentimientos mucho más crudos, ya hasta le caía medio bien. Al fin y al cabo, el día que llegara, se reencontraría con su hermano, y eso sería maravilloso. Tendrían tanto que decirse que más le valía empezar a anotar los temas, o se olvidaría de la mitad. Al poco de morir, por ejemplo, quiso enviarle un mensaje de voz sobre cualquier tontería, pero una punzada en el estómago más bien un puñetazo de dolor le hizo entender que eso era imposible. Ya ni siquiera recordaba sobre qué quería hablarle. Decidió entonces empezar un nuevo texto: Cosas que quiero contarte. Así, cuando llegara el momento, podrían sentarse a comer juntos, como aquel último día, y hablar de todo lo que había ocurrido durante ese mes.

No recuerdo la primera vez que te vi. El sábado 22 de mayo de 2021, sobre las 14:30h, fue la última. Me despedí de ti con un abrazo. Ese abrazo lo es todo para mí.

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