EL PASAPORTE

Por Gabriel Veiga Dopico

Una cosa es madrugar porque te apetece y otra muy diferente es madrugar por condena.

Se levantó de la cama frustrado y con la inevitable depresión que acompañaba a todo lo que le rodeaba. Vivió un insignificante momento de felicidad cuando se dio cuenta que había agua para ducharse, hasta que pensó inútilmente en organizar su día. No entendía por qué a esta altura de su vida, ya pasaba de los setenta, le tocaba vivir una odisea para suplicar la renovación de su pasaporte.

En revolución los derechos no se exigen… se suplican.

Ni perdió tiempo intentando desayunar algo, cuando lo emocional domina lo físico, no hay comida que baje. Cogió un sobre con inservibles documentos y se enfrentó a la ciudad. En Caracas no se sale, no se pasea, no se camina, no se vive. Es imposible.

En Caracas se sobrevive y punto.

Cuando él y su esposa se enteraron que iban a ser abuelos, sus vidas se volcaron para un único objetivo: cruzar el Atlántico, irse a vivir con su hijo y ver a su nieta crecer.

Tenían los pasajes, el apoyo moral y económico de la familia, la voluntad inmensa de hacerlo. Pero a él le faltaba algo: hacía un mes que se le había vencido el pasaporte. Y en revolución, ese agraciado documento, así como cualquier componente básico para la subsistencia física y mental, brillaba por su ausencia.

Renovarlo se convirtió en lo más importante de su vida y la de los suyos.

Tomó la primera chatarra que pasó y que algunos llamaban de “autobús”, un esperpento de lo que en el pasado fue un “transporte público” de cuestionable calidad.

Se sentó donde pudo.

Comenzó a organizar sus ideas y a preparar la convincente conversación que debía tener con el funcionario público de turno para alcanzar su objetivo, cuando de pronto, sintió un toque frío en su brazo.

Era un asalto.

Un adolescente, con la autoridad que otorgaba el arma que llevaba, le exigía vaciar sus arruinados bolsillos. Lo hizo de forma automática, sin decir una palabra y agradeciendo la astucia de su esposa al haberle exigido, ¡por si acaso!, que guardara el dinero para el pasaje de vuelta en su zapato. No hubo gritos ni sustos de nadie. El aprendiz de malandro bajó corriendo, el chofer continuó su ruta, los embobados pasajeros sus vidas, y él retomó sus pensamientos. Ya había amanecido, la belleza del cielo y la montaña que lo arropa todo lucían sus encantos.

Un día más y normal en la ciudad de la “eterna primavera”.

Ni él, ni nadie, podía estar preparado para el caos que había cuando llegó a la oficina pública, que se convertiría en la parada principal de su vía crucis. A pesar de ser muy temprano, el lugar estaba abarrotado de personas provenientes de todos los cantos del país. Al parecer, la capital seguía siendo, como siempre, la última esperanza para cualquier quimera.

Intentó ubicarse, entender la lógica del desorden, subsistir a la anarquía que lo rodeaba. Al cabo de unos minutos, más por instinto que por razonamiento, se fue al final de una cola de personas con la misma apariencia de perturbación que él.

  • Buenos días. ¿Esta cola es para renovar el pasaporte? – preguntó a la anciana que tenía enfrente.
  • Eso dicen, pero sólo cuando abran a las 9 lo sabremos – respondió la decrépita señora, mientras intentaba controlar a un niño que la acompañaba.

Agradeció la información y se paró a esperar. Parar, respirar y esperar, era lo único que se podía hacer. Parar, respirar, esperar y pensar en que ese día la dicha lo acompañaba. Parar, respirar, esperar, pensar y creer que todo iba a salir bien.

En este país, el sobrevivir era una cuestión de nirvana.

Fijó su mirada en las personas que lo rodeaban. Eran todos ancianos o chicos pequeños. No habían adolescentes o adultos. El país se había transformado en una tierra de viejos y niños. Después de tantos años, era más que notable el enorme vacío generacional que dejaba la diáspora. Los que pudieron irse se fueron, con o sin pasaporte, dejando atrás el país que nunca pudo ser.

Una profunda tristeza le invadió el cuerpo. Un par de insurgentes lágrimas aparecieron y desaparecieron tan rápido que ni lo percibió. Lo hicieron reaccionar:

  • Ciudadano, ¿viene a lo del pasaporte? – le incriminó un repulsivo hombre con uniforme de la patria. Eran las 9.
  • Sí – no le salió nada más.
  • Aquí tiene su número – le escupió el mismo uniformado, entregándole un desteñido papel.

Nº 257, decía.

El día prometía ser más largo de lo que imaginó. 256 mortales delante suyo, buscando lo mismo y con la misma desesperanza.

  • Mi hija intentó contratar a un despachante para agilizar, pero no pudo – le lanzó la vieja mientras le limpiaba la baba al chiquillo – dicen que lo tienen controladísimo.
  • Sí, así parece. Yo también lo intenté – respondió con vergüenza de la confesión.
  • Aquí lo que pasa es que no quieren que más nadie se vaya – interrumpió, sin ser invitado, un escuálido señor que estaba delante de ellos – este gobierno necesita del dinero que nos mandan de fuera para mantenerse.
  • ¡Pues yo y mi nieto nos vamos sí o sí! Mi hija me lo juró – gimoteó la abuela enfadada.

Se disponía a coger el móvil para llamar a su esposa, cuando la cola hizo un tímido movimiento para comenzar a andar. Ese fue el chispazo para que el apocalipsis comenzará a su alrededor. Empujones, aglomeraciones, gritos, insultos, 500 personas intentando entrar por una única puerta. La caótica escena lo cogió desprevenido y cuando se dio cuenta se vio en el medio de una turba desesperada por meterse en algún sitio, aunque nadie sabía a dónde exactamente. Le recordó una de las escenas de Walking Dead, serie que había visto solo porque a su esposa no le gustaba. En el medio del desbarajuste, sin darse cuenta, se le salió una pequeña sonrisa.

  • O respetan los números y el orden, o cerramos esta vaina – salió el jefe de los uniformados gritando y apuntando con un arma.

Bastó eso para que el orden volviera con la misma rapidez con la que había llegado la confusión.

  • ¡Señor!¡Señor! Vuelva para la cola antes que le roben el puesto – escuchó a la vieja llamarlo.
  • Sí, gracias – volvió a su puesto todavía aturdido y asustado con el trance vivido – ¡No entiendo por qué tienen que ir armados! Se les puede disparar el arma.
  • ¡Es que están preparados para la invasión gringa en cualquier momento! – río la añosa atragantándose para comenzar a reírse el niño de ella.

Con la situación un poco más tranquila, no quedaba otra cosa que llenarse de paciencia y esperar.

Llamó a su esposa. Sin nada que decirle, solo para pasar el tiempo, la dejó más preocupada de lo que estaba. Conversó con uno y con otro, que le contaban las mismas desgracias. Pensó y recordó mucho. El tiempo pasó lentamente. A las horas y ya dentro de las decadentes oficinas públicas, pudo sentarse. Ya era el final de la tarde, cuando había llegado su turno.

  • Dos…Cinco…Siete…¡Doscientos cincuenta y siete! – escuchó una voz femenina gritar – Repito: Dos…Cinco…Siete…¡Doscientos cincuenta y siete!

Con un ataque de ansiedad a flor de piel, se paró y fue rápidamente al encuentro de la repulsiva mujer. Temblaba y sudaba a pesar de haberse preparado para ese momento por horas.

  • Dígame – disparó la mujer a modo de saludo.
  • Buenas tardes, estaba necesitando renovar mi pasaporte.
  • ¿Para qué?
  • Mi esposa y yo queríamos ir a visitar a nuestro hijo y conocer a nuestra nieta que va a nacer en los próximos meses.
  • ¿Cuándo se le venció?
  • Hace un mes.
  • ¿Por qué no vino antes? Ahora estamos sin material.
  • Me enteré hace poco que voy a ser abuelo.
  • ¿Dónde vive su hijo?
  • En España.
  • ¿Y qué va a hacer un viejo como usted en España?
  • Yo lo que quiero…
  • Rellene este papel y lo llamamos cuando llegue el material. Y no ponga esa cara, la culpa es del bloqueo que nos impusieron los gringos.

Rellenó el papel y lo entregó, sin ser capaz de reaccionar. No sabía si dar las gracias o vomitarle todo lo que sentía al monstruo que tenía en frente. Sabía que, como en las películas, todo podía ser usado en su contra. Se levantó tambaleándose completamente mudo, a punto estuvo de desmayarse. Horas de espera para vivir el momento más humillante de su vida.

  • Dos…Cinco…Ocho…¡Doscientos cincuenta y ocho! – siguió la mujer berreando, a la espera de su próxima víctima – Repito: Dos…Cinco…Ocho…¡Doscientos cincuenta y ocho!

Salió del recinto mareado y con unas ganas incontrolables de gritar y llorar. El derecho a la identidad, a la ciudadanía, era lujo solamente para algunos afortunados.

 

  • ¡Un señor me dijo que con mil dólares me conseguía los dos pasaportes! – Escuchó en una esquina a la vieja, su compañera de faena, hablando por el móvil mientras el niño lloraba del aburrimiento – ¡Coño, que el tipo es de confianza, te estoy diciendo!.

Decidió caminar hasta su casa. A pesar de estar cansado, su mente necesitaba un poco de distracción. Sabía que al llegar venía lo más difícil, contarle a su familia el fracaso de la jornada. Intentó serenarse un poco, fantaseando con lo increíble que sería que hubiese agua en su casa y ducharse.

Cuando llegó, su esposa ya sabía la respuesta. Era lo obvio. ¿Quién les mandó a tener esperanza por lo imposible? No hubo palabras, sólo abrazos y llanto. Tampoco hubo baño, no había agua.

A los meses le llegó un correo para que fuera a renovar el pasaporte. ¡Ahora sí! ¡Iba a poder viajar y conocer a su nieta!

Solo había un problema que no le permitió vivir ese momento de felicidad: el pasaporte de su mujer se había vencido hacía un mes.

 

 

 

 

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