EL RELOJ EN LA HOJA DE PAPEL

Por Fernando Chacón Frías

Nadie te prepara para un combate así. Sin defensas, sin manual de instrucciones. Un cuerpo a cuerpo desigual.

—El resultado del TAC indica que se han producido unos pequeños ictus. Se trata de un Alzheimer incipiente.

De repente, las palabras de aquel doctor con bata blanca sentado en un sillón de cuero negro, fueron lo más parecido a un golpe en el estómago. ¿Alzheimer? En ese momento, creo que no fui consciente del todo.

Sí, A L Z H E I M E R. Hasta si te piden que lo deletrees, cuesta.

Acudí a aquella consulta por recomendación de mi hijo, quien, muy preocupado por mis lagunas de memoria, solicitó al médico de cabecera que me hicieran una prueba en la cabeza. Posteriormente, pidió cita para el neurólogo, el especialista. Hasta ahí, todo normal.

Yo seguía con mi vida, que en aquellos tiempos era ocuparme de mi mujer, Toñi. La pobre había tenido muy mala suerte con sus rodillas y con varios achaques más que completaban un expediente médico que daba terror: fibromialgia, osteoporosis, artritis degenerativa…

—Me duele mucho, Fernando —, se quejaba amargamente. Ella que es tan sufrida…

Después de varias pruebas, los médicos aconsejaron operar y colocar una prótesis. Recuerdo con exactitud el día y todo lo que aconteció durante aquella primera intervención. Después vendrían cuatro más, sumadas las dos rodillas. Pero en casi todo, para lo bueno y para lo malo, siempre se recuerda lo que llega en primer lugar; como el primer beso. ¿Quién no recuerda ese momento en que dos bocas ajenas se juntan y se funden en una? Eso no se olvida, fuera buena o mala la experiencia. En el caso de aquella operación, nadie de mi familia la olvidará jamás. Estábamos mis hijos, los hermanos de ella y yo en la sala de espera. Varias dependencias más allá, al final de un largo pasillo asomaba el ruido inconfundible de una especie de motosierra, y los quejidos de mi mujer.

—¡Pero qué le están haciendo! —fue la expresión más repetida durante aquella interminable hora y media que duró el sacrificio.

Nuestra preocupación en aquel momento fue ver si Toñi seguía viva o se había quedado en el quirófano. Afortunadamente, sobrevivió.

Toñi, mi mujer, ella sí que merece un homenaje. Salió indemne de cinco operaciones de rodilla. Una heroicidad. Pasó de andar estupendamente a que le colocaran dos prótesis que no terminaron de encajar en sus frágiles huesos, y que le dieron muchos problemas. Se servía de un andador, que era una especie de vehículo propio; no sólo le servía para avanzar, sino que se venía de las tiendas del barrio con un montón de bolsas asidas a cada manillar. Mi amor es así: todo pundonor.

Tiempo después se convertiría en mi más fiel cuidadora, volcada en hacer que yo me sintiera lo más cómodo posible. Porque la cruel realidad es que mi cabeza comenzó a viajar sola en una especie de limbo.

Pero antes de todo eso, hubo un origen. Todo comenzó un día 21 de un caluroso mes de julio, en un año en el que se veía por fin luz en medio de las tinieblas. Vine a juntarme con mis padres y un hermano, mayor que yo cinco años. Vivíamos los cuatro en una casa pequeña.

—Hemos pasado tiempos duros, hijo.

 

Mi madre me contaba episodios de una cruenta guerra en la que hubo dos bandos enfrentados. Y ni hermanos, ni primos, ni amigos. Después de todo aquello, llegué yo.

—¿Por qué, mamá, la gente se ha estado peleando tanto tiempo?

La pregunta salía de un niño de ocho años, que era feliz con lo poco que tenía. Nací en una familia humilde, incluso pobre. Mi padre trabajaba de comerciante. Iba de aquí para allá con sus telas. Hasta que un buen día que se acercó hasta la farmacia que doblaba la esquina de nuestra calle, su cuerpo se derrumbó y ya sólo pude verle con su sombrero de fieltro en aquel cuadro que presidía el salón. A partir de ese momento —sólo tenía catorce años— fuimos tres en la casa. Mi madre empezó a vestir de negro riguroso para cualquier ocasión (incluso a mi boda fue así), guardando luto hasta que Dios se la llevó a los noventa y dos años.

Viví mi niñez en los tiempos de la posguerra, y mi adolescencia, alejado de mi madre y de mi hermano. Tras la muerte de mi padre, nos quedamos sin posibles. Pero eso no fue un obstáculo para que mi madre se preocupara de mi educación. Me envió a estudiar con mis tías, que eran maestras en un colegio, a muchos kilómetros de casa.

Cuando llegué allí yo era el sobrino de Eulalia y Manuela, en un colegio de niñas. Sí, yo era el único chico en aquella escuela de féminas y, sin quererlo, me convertí en el centro de atención. Aprendí a leer y escribir, y a convivir con mujeres desde muy temprano. Fue una etapa de mi vida que recuerdo con mucho cariño. Siempre le estaré eternamente agradecido a las hermanas maestras de mi madre.

Mientras tanto en casa, mi hermano se ocupaba de la economía del hogar. Comenzaba a trabajar de botones en un gran banco y con el paso de los años terminaría siendo el director general. Era el proceso natural en aquella época: ir escalando peldaños hasta llegar al pódium. En mi caso no fue así. Fui subiendo pero nunca permanecí demasiado tiempo en la misma empresa. Un adelantado de mi tiempo, o un millenial en esta época. Simplemente, me cansaba y quería aprender cosas nuevas. Era un culo inquieto, pero que sabía muy bien dónde tenía que posarse. Mi forma de ser, hizo el resto.

Ese carácter extrovertido y sociable me acompañó a lo largo de mi vida. Hice muchas amistades y esos contactos me sirvieron para ir haciéndome un hueco y un nombre en mi campo. Era un buen comercial. He vendido de todo: gas, pilas, seguros de jubilación, grupos electrógenos… Tenía habilidad y capacidad para convencer sin parecer que vendía. Y de esta forma gané mucho dinero y procuré una buena formación a mis dos hijos.

Fueron muchos años trabajando, más allá incluso de la jubilación. Esas amistades, algunos eran amigos de verdad, me llamaban porque sabían que seguía en forma más allá de los sesenta y cinco. ¡Y vaya si lo estaba! En esos años trabajaba para empresas de construcción y vendía materiales para las canteras.

Sin embargo, siete años después dejé de ser el que siempre fui. Un hombre lleno de vitalidad, energía, pasión, que exprimía cada minuto del día como si fuera el último. Viví y disfruté. Tuve cuatro novias, antes de que llegara la que nunca se separó de mí.

Siempre me gustó pintar y escribir poesías. No sé de dónde heredé esa faceta creativa, o si la llevaba innata. Me resultaba muy fácil escribir versos destinados a cualquier persona. Comencé con mi familia y terminé recitando a cualquier compañero de trabajo que se despedía buscando mejor suerte. Me gustaba recitar con público delante. Esos aplausos de reconocimiento… No buscaba ninguna gloria, sólo hacer feliz a quien las recibía.

—Mucho para los demás y nada para ti. —La voz de Toñi, como una especie de reproche.

 

 

Y yo respondía:

Mientras haya luna y sol

que no haya pena ninguna,

porque mientras el sol se apaga

se va encendiendo la luna.

Y ella esbozaba una sonrisa. Estos versos pertenecían a mi colección de poesías que titulé ‘A corazón abierto’, y que publiqué con gran éxito. Por cierto, unas estrofas que en mi estado de amnesia fui recitando a todo aquel que se me ponía por delante. Tampoco sé por qué esas en concreto. La falta de cabeza hace estas cosas.

Llevaba una vida intensamente vivida y a mucha velocidad. Hasta que aquellas nueve letras tropezaron en mi camino: A L Z H E I M E R.

Recuerdo la cara de mi hijo, incrédulo, pensando lo que se nos venía encima. Ya habíamos vivido la enfermedad de mi suegra que logró casi un récord de longevidad: se quedó en los noventa y ocho años. Ah, el ‘ocho’, ese número vino conmigo desde que nací; ya que quise empezar en este mundo antes que nadie, a los ocho meses y no a los nueve como el resto de los mortales. ‘Ochito’, me llamaron cariñosamente en mi familia. Es una anécdota más que pertenece a los recuerdos…

Todo transcurría a la velocidad de un Fórmula 1, hasta que a los setenta y siete años el reloj se tomó un respiro. Por cierto, recuerdo cómo aquel neurólogo en la primera consulta me dijo que dibujara sobre una hoja de papel uno (un reloj) y marcara la una y diez del mediodía. Me sorprendió el ejercicio, pero dibujé una esfera perfecta y las manecillas que daban esa hora. En aquel momento, no podía imaginar que supondría un antes y un después. Digamos que ahí el tiempo se paró en seco para mí.

Nunca había sido de ir a médicos.

—Tu padre siempre ha tenido muchos mocos —comentaba mi mujer a mi hijo, un poco desesperado buscando kleenex para desatascar mi protuberante nariz.

De no visitar un hospital a pasar por el quirófano dos veces en veinte días. Un glaucoma me dejó prácticamente sin un ojo; y la próstata hizo que dejara de ponerme calzoncillos y vestirme con pañales. ¡Cómo los odio! Y no parar de ir al baño. ¡Una tortura!

—Tiene una vejiga híperactiva —senteciaba el urólogo.

—Y tanto que hiperactiva…

Más tarde me di cuenta de que no sabía cómo llamar a las cosas y que esa fluidez verbal que me había caracterizado de siempre, se había esfumado. Ni rastro. Así que no veía, me hacía pis de forma constante y no sabía expresarme. Menudo cromo de persona.

—No olvidarse de mí. —Hablaba mi indefensa mente.

—Estoy aquí. —Solía repetir en bucle.

Al Fórmula 1 le quedaban pocas vueltas ya para la meta. Los recuerdos de siempre los fui guardando en la memoria como un tesoro. Sin embargo, dejé de recordar lo que había hecho cinco minutos antes. Qué cosas… Es lo que tiene una enfermedad que convierte tu vida y tus recuerdos en polvo.

Nunca perdí el sentido del humor, y mi mujer y mis hijos (mi familia) que siempre estuvieron ahí, tampoco.

Un día abrí los ojos y allí estaban mis padres, sonrientes. Mi madre ya no vestía de negro y mi progenitor no llevaba el sombrero de fieltro de la foto del salón. Aparecieron mi hermano, al que hacía mucho que no veía, y mi cuñada, de la que ni siquiera supe cuándo se fue. Mi prima María del Carmen, junto a algunos de sus hijos. Y mis amigos Juan, Pepe, Mari Carmen, Pedro, que se habían separado de mí demasiado pronto. Todos estaban allí, deslumbrantes, y unidos por una sonrisa; la misma que yo dediqué a todos a lo largo de más de ocho décadas de una vida plena.

 

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