EL TRANVÍA – Mª Teresa Díaz de la Cruz

Por M. Teresa Díaz de la Cruz

 La brillante cegadora luz del amanecer la deslumbraba mientras caminaba con torpeza lo más aprisa que podía. Se arrepentía de haber aceptado esa hora tan temprana, hubiera agradecido dormir una hora más. Pero… tampoco quería seguir así, de esa manera. Carmen, que así se llamaba esta señora de mediana edad, rostro delgado y grandes gafas de sol, se dirigía con paso ligero y algún que otro tropezón a coger el tranvía hacia La Laguna. Tenía cita, a primera hora, en la clínica dental. Era la típica persona que tiene terror de ir al dentista y, para calmar los nervios, había tomado un tranquilizante para dormir y otro antes de salir de su casa.

            A lo lejos reconoció el sonido de la campanilla anunciando la proximidad del tranvía. Corriendo entró muy atropellada arrastrando su gran bolso justo cuando se cerraban las puertas. Tapándose la boca con la mano, muy sofocada y casi sin resuello eligió un asiento lateral de tres, justo en el medio de dos pasajeros y, entre las dos plataformas. Allí, tomó aliento, cruzó los brazos aferrando el bolso contra el pecho, y con sus grandes gafas de sol  se dejó deslizar en el asiento.  A su derecha había un chico con auriculares que manejaba el móvil sin tregua, y a su izquierda un señor absorto en la lectura del periódico.

            Poco a poco el traqueteo del vagón la fue relajando, como  si quisiera recuperar ese final del sueño interrumpido por el despertador. En su ensoñación se fijó en dos bellas jóvenes universitarias, que  agarradas a la barra de la plataforma izquierda mantenían una charla muy animada. Una de ellas tenía una hermosa melena ondulada y bien cuidada de color castaño, que caía recogida por delante de su hombro derecho. Su cazadora de piel y bolso de marca delataban su posición social. Llevaba puestos unos tacones altos preciosos que manejaba con elegancia y soltura. De vez en cuando se apoyaba en un tacón elevando la punta de su zapato mientras se retiraba el pelo de la cara.

Carmen pensó: «¡Con esos tacones de vértigo…! ¡Más que estudiar… creo que tiene otros planes!» Y torció la boca.

            Ya recuperada del sofoco decidió curiosear, oculta tras sus oscuras gafas que le permitían fisgonear con descaro sin ser vista, mientras sus vecinos de asientos seguían sumergidos en sus faenas.

            — ¡Uuuuuy! —Dijo la señorita del tacón. — Casi pierdo el equilibrio. —Ambas rieron y continuaron hablando.

            En Plaza Weyler subió otro pasajero, que muy ágil cogió el asiento que había quedado libre frente a Carmen. Era el asiento más próximo a la plataforma donde las jóvenes continuaban charlando. Al sentarse aparejó con ambas manos la solapa del gabán, arropándose bien, y con mirada altiva cruzó los brazos y las piernas.

            Carmen  observó a través de sus grandes gafas, a una señora que se aproximaba a los setenta años con cara de mal genio, vamos… de pocos amigos. De súbito, se dio cuenta de su confusión. ¡Era un hombre!, que por sus modales lo había confundido con una mujer.

            El hombre era de facciones toscas: frente abombada y alta, de escaso pelo peinado hacia atrás, parpados hinchados, labios finos  bien sellados y barbilla altiva. Su ropa oscura de buena calidad le confería importancia.

            — ¡Ay, ay, ay…! —gritó con desespero sin parar de  frotarse el empeine del pie derecho.

            El hombre había sido víctima del precioso zapato de la joven bella, que al arrancar el tranvía había perdido el equilibrio y le había clavado el súper tacón en  todo el empeine del pie derecho. Doblado hacía delante, no paraba de gritar y de frotarse con agobio su pie. Miró a la muchacha con furor, mientras le recriminaba.

            — ¡Menudo taconazo llevas, guapa! —le largó, rojo de rabia.

            Muy dolorido y contrariado no dejaba de masajear  su pie, intentando aliviar el dolor.

            — ¡Perdón! ¡Perdón, señor! ¡Perdí el equilibrio… lo siento muchísimo! —La muchacha inclinada hacia él, con las manos juntas, no cesaba de disculparse.

            Desde el primer momento le pidió disculpas reiteradamente, pero él no desistía de quejarse, muy dolorido.

            — Ya le he dicho que lo siento muchísimo —le decía la joven muy atribulada.

            — ¡Ya! ¡Ya! ¡Pero duele! ¡Es que llevas unos tacones… niña! —Le dijo con aparente tono desconsiderado, mientras meneaba la mano  girando la muñeca para calificar el tacón de excesivo.

            La joven terminó por mirarlo con desaire por encima del hombro a la vez que le daba la espalda, mientras su compañera le decía discretamente al oído:

            — Ya te has disculpado, pasa de esa loca. —Y en su cara se dibujó una sonrisa de ánimo.

            El tranvía, lleno de pasajeros, proseguía hacía su destino. Subían y bajaban viajeros sin parar, a esa hora punta de la mañana en la que todos se desplazan con mucha prisa. Carmen continuaba sin perder detalle de este viaje, que tan entretenida la tenía y la hacía olvidarse de su cita con el dentista. Oculta detrás de sus oscuras gafas se sentía testigo anónimo de los hechos y observó como aquel hombre volvía a llevar la mano a su dolorido pie y lo frotaba. Él se dio cuenta de que ella no le quitaba ojo  de encima, y con mímica, sin articular palabra, le señaló el tacón de la joven, para después  indicarle su  longitud extendiendo el dedo índice y el pulgar. Y sacudiendo la mano con animado giro de muñeca le dijo bajito para que le leyera los labios.

            — ¡Tela, con el tacón de la niña!

            Desconcertada por haber sido descubierta, le sonrió con timidez y encogiéndose de hombros ladeó la cabeza para hacerle sentir su apoyo. Pero la muchacha, que lo había visto todo con el rabillo del ojo, se giró hacia él.

            — ¡Ya le he pedido disculpas… caballero! ¡Fue sin querer! —Le habló  un poco molesta por el numerito que estaba armando.

            — ¡Ya, ya… si no me ibas a oír! —Le contestó con mirada aviesa.

            La joven lo miró con desdén por encima del hombro y cuchicheó algo con su amiga. De espalda agarradas a la barra, continuaron con su alegre charla  dando  el tema por zanjado.

El tranvía siguió avanzando hacia su destino, entrando y saliendo pasajeros. De pronto, el asiento de su lado izquierdo quedó libre, lo que le animó  a desplazarse hacia allí. De esa forma  interpuso  distancia de otro posible pisotón del condenado tacón. En ese momento, su anterior asiento fue ocupado por un niño de siete años. Su madre lo sentó con premura, mientras ella permaneció de pie, a su lado, sujetando un cochecito de bebé.

            El niño llevaba en su mano una pistolita de plástico de color amarillo. El chaval quería compartir su juego con el señor y, le tocaba el brazo para llamar su atención. El hombre se giró con cara de fastidio; y vio que el niño le sonreía a la vez que le señalaba con la pistola para dispararle. Su cara se transformó en un… ¡no doy crédito a lo que me está sucediendo! Y se arropó con su abrigo cruzando los brazos, para protegerse. Pero el niño siguió insistiendo, manoteándole el brazo una y otra vez, y meneando su mano le mostraba la pistola para que interactuase con él.  Cada vez más molesto y contrariado miraba de reojo al niño, que con insistencia no paraba de tocarle para que le prestara atención.

            — ¡Vaya viajecito! —Dijo muy descompuesto.

            Carmen, que no perdía detalle, sonreía para sus adentros. Giró la cabeza y se cubrió  la boca con la mano disimuladamente, intentando no ser pillada de nuevo. Con el rabillo del ojo atendía a la escena y pensaba: «La verdad, hay días en que es mejor no salir de casa».  Este señor no está teniendo un viaje nada fácil. ¡Pobre hombre! Pero en su boca se perfiló una sonrisa maliciosa.

            El niño no se desanimaba y seguía intentando jugar con el compañero de asiento. El hombre, muy incómodo y malhumorado, estaba con ojos ansiosos acechando con avidez algún asiento libre, pero el tranvía iba a tope. Por fortuna, el viaje de la pequeña familia fue corto y pronto llegaron a su destino. El niño le dijo adiós con la pistolita en la mano  y una dulce sonrisa, a lo que él respondió con un cabeceo elevando su barbilla. Con gran alivio respiró hondo y se relajó en el asiento.

            Ella se dio cuenta, que los dos asientos a ambos lados de él, habían quedado libres, y no pudo evitar pensar que algo más le iba a suceder al sufrido viajero de enfrente. Muy atenta, y oculta tras sus gafas intentando no ser descubierta, no dejaba de observar las entradas de los próximos viajeros.

            Por la puerta izquierda entró un señor alto y corpulento, coetáneo al viajero del gabán. Caminaba despacio  y con rigidez en su cuerpo, probablemente por haber trabajado duro en la vida. Cuando vio el asiento libre se dirigió hacia allí lo más aprisa que pudo. Por la puerta de la derecha entraba una señora con un bolso de asa larga que colgaba de su hombro derecho. Al ver libre el asiento a la derecha del viajero del gabán se da priesa para sentarse.

            El hombre de cuerpo rígido se agarro a la barra lateral para sentarse, al no poderse doblar bien, dejó caer su cuerpo con todo el peso llevándose por delante todo el flanco izquierdo del sufrido viajero, que escorado a la izquierda y sorprendido por el atropello, elevó los brazos y abrió atónito la boca justo en el momento que el tranvía reinició la marcha. Fue en ese momento cuando la señora de la derecha quiso  tomar el asiento, pero, al arrancar el tranvía se desequilibró y la hizo girar noventa grados, cogiendo el bolso velocidad y estampándoselo en toda la cara del atormentado viajero. Ella trastabillando intentó no volver a perder el equilibrio, y no fue consciente del agravio ocasionado.

            Carmen, que lo había visto todo, soltó una sonora carcajada que resonó en todo el vagón, mostrando su dentadura carente de los incisivos superiores. El pobre señor del gabán, vilipendiado por la derecha y por la izquierda, cuando la vio, se estremeció de espanto. Aquella mujer con risa esperpéntica, y sin dientes, no paraba de reírse de él.

            — ¡Ríase! ¡Ríase! ¡Ríase, señora… que es para reírse! —dijo muy alterado.

             Quería parar de reír, pero no podía. El señor del periódico levantó la vista sorprendido por los movimientos convulsivos de su vecina, la miró atónito sin comprender. Avergonzada porque había hecho volver la cabeza a los pasajeros que estaban cerca, intentó ocultar su cara en el bolso, como buscando algo. Sacó un pañuelo, y se sonó sin poder parar de carcajearse  mientras mostraba su boca desdentada llena de hilos de saliva. Los pasajeros  la miraban atónitos y no entendían por qué se desternillaba tanto.

            — ¡En la próxima parada me bajo! —gritó el hombre rabioso y frenético.

            Ella sabía que no resistiría el viaje si continuaba en el tranvía, no llegaría sano a su destino o… algo peor. Sin poder dejar de reír lo vio bajar veloz en la siguiente parada con la cabeza altiva y sin mirar atrás.

            Cuando llegó a la consulta del odontólogo saludó muy feliz a las enfermeras, que se miraron desconcertadas por la actitud positiva que traía Carmen.  Muy decidida se sentó a esperar su turno con una sonrisa perpetua en su cara, y de cuando en cuando los recuerdos la hacían desternillarse.

                                                                      

                                                                       FIN

 

 

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Esta entrada tiene 3 comentarios

  1. Isabel

    Amena narración,. Una se imagina en ése tranvia observando todos los percances del pobre señor haciendo que sueltes tu risa durante la lectura de éste corto, en el cual nos apeamos todos de ese tranvia.

  2. Silvia

    Un relato destornillante. Y un ejemplo de que con tan solo prestar atención a lo que acontece a nuestro alrededor podemos descubrir historias fascinantes 😃

  3. Adrián

    Una historia brillante. La escritora tiene una gran capacidad para situar al lector en la escena, y que forme parte de ella. Enhorabuena por este relato!!

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