EL VIAJE DE DOS AMIGOS – Mª Rosario Altable Vicario

Por Mª Rosario Altable Vicario

Apenas despuntó el alba, Louis se incorporó y recordó vagamente los sueños de la noche anterior. Se vio recorriendo caminos y atravesando barrancos y ríos hasta llegar a una explanada luminosa, donde una voz, profunda y armoniosa, le decía: Detente y mira bien la tierra que pisas. Se restregó los ojos, estiró sus brazos y se puso sus manos en la nuca mientras movía su cabeza a un lado y otro desperezándose.
Descendió los cuatro escalones de su habitación con los pies desnudos mientras pensaba en el significado de aquella frase y salió a saludar el nuevo día. Atravesó unos palmerales y suavemente hundió sus pies en la arena; la sintió fresca aún, empezando a adquirir la tibieza de los primeros rayos de sol. Con los dedos de su pie derecho levantó y esparció un poco de arena, avanzando algunos pasos para jugar con ella. Luego se sentó sobre sus talones, miró de frente al rojo sol y, con ambas manos, volvió a esparcirla, formando un hermoso tapiz dorado. Permaneció sentado, no sabría decir cuánto tiempo, mientras los dedos de sus manos dibujaban curvas en la arena a la par que su cuerpo iba rememorando todas las sensaciones acumuladas desde la infancia con aquel elemento.
Aquella mañana veía cosas que anteriormente habían pasado desapercibidas a sus ojos; la tierra parecía con colores más brillantes y espacios más inmensos. Volvió la vista hacia la casa. Los brazos de las palmeras, movidos armoniosamente por el viento, parecían despedirse de él en una especie de danza ritual. Después recorrió circularmente con su mirada el espacio que le rodeaba y, antes de que sus ojos adquirieran la humedad de sus incipientes lágrimas, se levantó resueltamente en dirección a su casa. Al poco rato se detuvo un momento, volvió a sentarse sobre sus talones y levantó su túnica. Su cara y todo su cuerpo se relajaron. Cerró los ojos, entreabrió un poco la boca y sintió cómo un chorro tibio descendía desde sus entrañas. Oyó el sutil ruido que aquella descarga producía, primero levemente y luego apenas perceptible hasta desaparecer. Abrió los ojos y al ver la arena bañada tuvo la impresión de quedar unido a aquella tierra para siempre. Aquel simple acto le pareció la mejor despedida. Entonces se encaminó hacia la casa, cogió su pequeño hatillo de ropa y se despidió de su familia. Las últimas palabras de su madre fueron estas: Detente, mira bien la tierra que pisas y recuérdanos.
Louis partió resuelto, aunque con lágrimas en los ojos. El pequeño poblado en el que vivía con su familia no ofrecía ningún trabajo con el que pudiera labrarse una vida ni una familia. Había decidido ir a la ciudad de Saint Louis, no lejos de su aldea, donde vivía

su amigo Amadou, amante de la música como él y que había conocido en una fiesta de la ciudad, en un concierto internacional de jazz.
A la salida del poblado vio a los niños que entraban a clase y a Jean-Pierre, el maestro, el mismo que le había enseñado a leer. Le recordaba con cariño. Se acordaba del día que le vio leer un libro, Las mil y una noche, y de los versos que le leyó y que Louis había memorizado: Fuera del amor a la vida nada recogerás en la tierra, y también de aquellos otros: Sabed que la vida tiene un objeto y que el objeto de la vida es desarrollar el fervor. Así que se acercó al maestro y le saludó.
—Buenos días, maestro Jean-Pierre.
—Buenos días, Louis. ¿Dónde vas con ese hatillo?
—Me dirijo a la ciudad, en busca de trabajo.
—¿Conoces alguien en Saint Louis?
—Sí, maestro. ¿Se acuerda de Amadou, aquel muchacho que conocimos en el concierto de jazz del año pasado? Me dio su dirección y me invitó a su casa.
—Claro que me acuerdo. Después del concierto fuimos a un café con el músico que tocaba la kora. Era un buen muchacho y muy amante de la música.
—Sí, así es. A mí también me gusta mucho ese instrumento. Mi abuelo, que ya murió, tenía uno que tocaba siempre cuando estaba triste porque decía que le alegraba el corazón.
—Tu abuelo era un buen hombre. Bueno, Louis, he de entrar a la escuela. ¡Suerte! Acuérdate de aquello que te leí un día, el objeto de la vida es desarrollar el fervor. Con fervor encontrarás trabajo.
—Gracias, maestro.
Se abrazaron y Louis siguió su camino, deteniéndose de vez en cuando para beber agua. Hacia el mediodía sintió hambre y se sentó a los pies de un baobab para comer algo que le había preparado su madre. Después de un breve descanso siguió su camino y hacia el atardecer sintió un gran cansancio y busco un refugio donde poder dormir. Lo encontró en un pequeño mercado al lado del camino, con puestos de madera de cuatro tablas. No era muy cómodo el sitio, pero se sentía extenuado después de haber andado varios kilómetros, así que puso las ropas que llevaba en su hatillo sobre las tablas y al instante se quedó profundamente dormido.
Se despertó con las primeras luces del alba, antes de que llegaran las mujeres que vendían las verduras. Preparó su hatillo, saludó al sol que despuntaba, bebió un sorbo de agua y emprendió su camino. Después de media hora encontró a unas mujeres que

vendían cocos. Se acercó y compró uno. Bebió el líquido y comió la pulpa, sintiéndose con fuerzas para continuar la marcha. Faltaban pocos kilómetros para Saint Louis. En las horas de más calor descansó y divisó la ciudad antes del atardecer. Caminó hasta el puente de Faidherbe, que da entrada a la isla de Saint Louis, lo atravesó y se dirigió hacia el barrio Guet Ndar de pescadores, donde vivía su amigo. Cuando llegó, se abrazaron con gran alegría. Le estaban esperando con un plato de Tiebudién de arroz, verduras y pescado, que habían preparado la madre y tía de Amadou, que se ganaban la vida secando el pescado todas las mañanas en la playa y vendiéndolo para poder alimentar a Amadou y sus cinco hermanos. Su padre había muerto hacía ya dos años en un accidente. Después de cenar, Amadou y Louis salieron a charlar, sentándose en un poyo cerca de la casa. A pesar de que hacía poco tiempo que se habían conocido, el amor por la música les había unido como si fueran hermanos.
—Amadou —dijo Louis—, he de encontrar un trabajo y me gustaría quedarme en esta ciudad que tanto amo. ¿Te acuerdas del concierto de mayo del año pasado? Si tuviera un trabajo me compraría una kora y podría aprender a tocarla. Es mi sueño.
—Ya te dije por teléfono que aquí es difícil encontrar trabajo. Yo mismo lo he intentado. Y te digo que es más fácil encontrarlo para una mujer que para un hombre, a no ser que tengas un oficio de sastre, carpintero, maestro o músico. Yo creo que podríamos ir a algún país de Europa para encontrar una vida mejor. Algunos jóvenes de este barrio han ido a España y han vuelto con regalos para sus familias.
—¿No podríamos ayudar a los carpinteros que fabrican mesas para el pescado o a los que reparan cayucos?
—Mira, amigo. A mí me duele el alma de ver a los niños de mi barrio muertos de hambre, que comen los deshechos del pescado que secan las mujeres en la playa. Aquí hay poco trabajo.
Y siguieron hablando durante esta y otras tardes y noches hasta que Amadou logró convencer a su amigo para viajar a España. Un día fueron a una playa, cercana a Saint Louis, de donde salían los cayucos. Conocieron a algunos barqueros que conducían estas embarcaciones y hablaron con algunos de ellos, que les explicaron las condiciones del viaje; poco equipaje, impermeables y algo para comer durante seis o siete días, más o menos, hasta llegar a las islas Canarias.
Un día claro de verano se decidieron a emprender el viaje. Amadou fue a despedirse de su abuelo, consejero de toda la familia y vecindad. Entre los consejos que

le dio, hubo una frase se le quedó grabada: Irás y volverás, no morirás en el intento. Así que un día soleado emprendieron el viaje junto a varias personas más.
El primer día el mar estaba tranquilo y en la noche lograron dormir. La madrugada del tercer día el mar estaba revuelto Amadou hablaba con su amigo y de pronto una gran ola le golpeó con fuerza y cayó al mar. Todos oyeron dos gritos, el de Louis diciendo al barquero que Amadou se había caído al mar y el de Amadou, que a pesar de ser un buen nadador se peleaba con las olas y gritaba ¡Au Secours, aide-moi!
El barquero redujo la marcha y le soltó una cuerda a la que pudo agarrarse mientras sus compañeros tiraban de ella para acercarle. Amadou se acordó entonces de la frase de su abuelo: ¡No morirás en el intento!
Después de siete días, muy cerca del alba, llegaron a las costas de la isla canaria de Tenerife, donde, exhaustos, se derrumbaron todos en la arena negra. Los dos amigos se miraron y sonrieron, llenos de esperanza. Amadou se quedó medio dormido, mientras en su mente aparecían los ojos alegres y amorosos de una mujer vestida de blanco que se acercaba a él y le acariciaba la cara. Se despertó y sintió que alguien le cubría con una manta. Vio a su amigo, cubierto también con una manta. Estaban a salvo. La Cruz Roja estaba allí.
No habían muerto en el intento.
Otro viaje, este interior, les esperaba.

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