ESPERANZA

Por Reyes Ortega

Vitoria 1957

El golpe seco de la puerta al cerrarse retumbó en su cabeza. En ese momento supo que nunca saldría de allí. Un intenso y agudo pitido sonó en sus oídos y sintiendo que todo daba vueltas se desplomó en la entrada del convento.

Cuando abrió los ojos, vio junto a ella dos monjas. La más joven le ofreció un vaso de agua, lo cogió y se lo acercó a los labios tomando un pequeño sorbo. Miró a su alrededor y pudo ver que se encontraba en un austero despacho. Otra monja sentada al otro de una mesa la miraba  como queriendo ver qué pasaba en esa mente atormentada. Se levantó y acercándose a ella le dijo:

-¿Cómo te  encuentras?

Ángela trató de recordar dónde estaba y qué había pasado. Las imágenes borrosas e inconexas saltaban en su mente sin poder fijar ninguna. Agachó la cabeza y comenzó a llorar quedamente.

-Aquí estarás bien siempre que obedezcas y hagas todo lo que se te mande – continuó la superiora.

La joven apretó los puños y levantándose comenzó a gritar, empujó a las dos monjas y se acercó a la puerta, quería salir de aquel horrible lugar, quería volver a casa.

Pero la puerta estaba cerrada. Rendida y  sin dejar de sollozar cayó de rodillas. Cuando su llanto fue calmándose, las monjas se acercaron despacio a ella y cogiéndola con fuerza por los brazos la levantaron. La superiora se acercó y le dio un bofetón en la cara.

Ángela la miró con un profundo odio en sus ojos y de nuevo se desvaneció.

-No tolero este comportamiento, llevadla a un cuarto individual, atadla a la cama y que tome  la medicación. Mañana cuando se despierte, hablaré con ella. Hace unos días recibí  una carta de  la madre superiora del convento de las Adoratrices de Burgos, donde ha estado dos años largos. Fue ingresada por las autoridades por el comportamiento indecoroso y la vida de alterne  que llevaba. Me ponía en antecedentes de su conducta en el convento, de sus peleas con otras compañeras, de la violencia que empleaba y de que los castigos que le ponían a pesar de ser continuos, no parecían importarle, por lo que fue  medicada ante los también frecuentes ataques de nervios.

 

Burgos 1950-1957

 

Ángela era una chica de diecisiete años, la penúltima de ocho hermanos, alta, delgada, los ojos de un azul grisáceo, el pelo rubio y ensortijado, muy alegre y risueña que disfrutaba en la calle con las chicas cuando su madre le mandaba a hacer algún recado. Ingenua y confiada, se reía con los piropos que le decían los chicos a pesar de que sus amigas le dijeran muchas veces que iban por lo que iban y que tuviese mucho cuidado.

Un fuerte brote de viruela castigó la ciudad. Ángela y su hermano Aurelio, se contagiaron de la terrible enfermedad y se vieron afectados por una fiebre elevada, un dolor  terrible de cabeza y garganta y  un cansancio extremo. En sus rostros, manos y cuerpos brotaron manchas rojas que   pronto se convirtieron en pequeñas vesículas, que se transformaban en costras al reventar, dejando unas profundas y permanentes cicatrices.

Su hermano falleció y Angela sobrevivió, aunque quedó tan marcada  física y psicológicamente que nunca volvió a ser la misma.

La primera vez que vio en el espejo su cara llena de cicatrices, un grito aterrador salió de su garganta, arrojó el espejo al suelo y llorando desconsolada se encerró sin querer ver a nadie. Tuvieron que pasar muchos  meses para que Angela, poco a poco fuese haciéndose a la idea de la terrible realidad, su cara antes suave y lisa  estaba repleta de pequeñas cicatrices que la cubrían por completo.

Sin recursos para hacer frente a la amargura y el dolor que se instaló permanentemente en su alma, comenzó a vivir atormentada. Frecuentaba locales de dudosa reputación, relacionándose con hombres, con los que la mayoría de las veces acababa en un camastro en la parte trasera del bar.

Llegaba a casa de sus padres de madrugada para permanecer dormida casi todo el día, hasta el momento en el que sus padres se vieron obligados a echarla de casa. Era una familia humilde pero decente y la vida que llevaba su hija despertaba las habladurías del barrio, día tras día.

Ángela se fue de casa a una pensión de mala muerte. La dueña se apiadó de ella cuando le dijo que estaba embarazada y la cuidó después de dar a luz a una niña que murió tres días después. Cuando se recuperó del parto, volvió a su vida de alterne. Silenciar el dolor que sentía por dentro era lo único importante para ella. Fueron pasando los meses y de nuevo volvió a quedarse embarazada, nueve meses después tuvo un niño precioso al que decidió llamar David.

Esta vez, le quitaron al niño y lo llevaron al  hospicio de Burgos, al no hacerse cargo de él ningún familiar y Ángela fue ingresada en el reformatorio de las Adoratrices de Burgos. Tenía veintidós años.

 

Su hermana Andrea, tres años mayor que ella, se había casado un par de años antes y acababa de quedarse embarazada.

Andrea empezó a ir los domingos a ver al pequeño David que se parecía a su madre, con los ojos azul grisáceo y el pelo rubio y ensortijado. Le daba el biberón y jugaba con él. Había empezado a gatear y ya se levantaba sonriendo sobre sus pequeños pies, agarrado a las manos que Andrea le tendía.

Andrea había estado pensando cómo sacar al niño de allí y llevarlo a su casa; era su tía y podía hacerse cargo de él. Pero sufría un  embarazo complicado, se encontraba muy cansada y por las mañanas las nauseas le provocaban un gran malestar. Paco, su marido, un hombre de gran corazón, le convenció de esperar a que naciese su hijo para después plantearse hacerse cargo de su sobrino, una vez se hubiera recuperado del parto.

 

Salía de cuentas a primeros de octubre, David habría cumplido ya los dos años y cuando acabase la cuarentena, podría ser el momento perfecto.

Decidió que hablaría con la superiora. Era una mujer ya entrada en años, agradable y cariñosa y pensó que estaría de acuerdo con su decisión.

A la superiora le pareció una idea estupenda y Andrea se quedó mucho más tranquila.

 

El 20 de septiembre Andrea dio a luz una niña, en un parto largo que terminó bien y dejó a la madre agotada.

Pasaron las semanas y muy recuperada decidió aquel último domingo de octubre, ir con la niña  hasta el hospicio.

Cuando llegó fue directamente a la sala donde estaban los pequeños a esa hora y al no encontrarlo preguntó a la monja:

-Hola hermana María, ¿dónde está David?

Pudo ver su nerviosismo y  que no sabía qué decir.

-Pues … ya no está aquí.

-¿Dónde está?

-Habla con la madre superiora, ella te lo explicara.

Andrea se dirigió  al despacho, la puerta estaba abierta y vio  que había una monja que no conocía, sorprendida le dijo:

-Disculpe, quería ver a la superiora.

-Yo soy la nueva superiora , ¿quién es usted?

-Me llamo Andrea y soy la tía de David González, venía a verlo.

La superiora  con mirada fría, la respondió:

-El niño ya no se encuentra aquí.

-¿Cómo que no se encuentra aquí?

La monja se sentó y con la mano indicó a Andrea que hiciera lo mismo.

-El niño ha sido adoptado por una buena familia, donde será educado y querido como si fuese un hijo propio.

Andrea se quedó paralizada, miró a la monja como si no entendiese lo que estaba diciendo.

– ¿Cómo que adoptado? Tiene que haber un error, hablé con la madre Eulalia y le comenté que yo me haría cargo del niño cuando diese a luz a mi hija y ella estuvo de acuerdo con mi petición.

-No hay ningún error. La madre Eulalia falleció de un ataque al corazón hace tres semanas. Cuando llegué aquí, nadie me habló de usted y cuando surgió la posibilidad de darlo en adopción a una familia cristiana, así lo hice, ese es mi cometido con aquellos niños que encuentran una  familia  que los quiere.

-No puede ser posible -dijo Andrea, echándose a llorar -hay que hablar con la familia y decirles que ha habido un malentendido y que David tiene una tía que se hará cargo de él.

-Eso ya no es posible.  La adopción ya está firmada.

-¿Quién la ha firmado? Su madre no tiene capacidad para hacerlo, tiene ataques de nervios y toma muchas medicinas, por lo que está en las adoratrices y no creo que ninguno de mis hermanos lo haya hecho -dijo Andrea, mientras las lágrimas  resbalaban  por su cara.

-Eso no se lo puedo decir, pero todo está en regla.

-Voy a ir a la policía y voy a denunciarlo.

Andrea salió del despacho y se encontró en el pasillo con la hermana que cuidaba a los niños y la preguntó:

-¿Quién se lo ha llevado?

-No lo sé, creo que eran gallegos o asturianos, es lo único que te puedo decir.

Se fue  a casa y contó a su marido lo ocurrido sin dejar de llorar y decidieron ir a la policía a ver qué les decían.

 

 

 

 

El encierro de Ángela fue un duro calvario, sobre todo los primeros años, no se adaptaba, su rebeldía, sus ataques continuos, sus peleas y los castigos, no facilitaron su recuperación sino todo lo contrario, su mente se fue cerrando y poco a poco fue olvidando aquellos recuerdos que tanto dolor la producían. Su trabajo era limpiar la cocina, las zonas comunes y los suelos de madera de aquellos largos pasillos. Las manos destrozadas y las rodillas permanentemente inflamadas, le generaban mucho dolor, por lo que tuvo que tomar medicación.

Solo tuvo una amiga en toda su vida, María, que le leía las cartas que le enviaban de vez en cuando sus hermanos, porque ella ya no recordaba leer ni escribir. Las guardaba como un tesoro en una caja de zapatos, así como fotos de ellos y de sus sobrinos a los cuales no conocía. En una ocasión le escondieron la caja, bajó al patio echa una furia y se lio a tortas con quien ella sabía que se la había quitado, acabando ambas en la enfermería.

Su cerebro fue olvidando los pocos recuerdos que a veces tenía, no podía soportar tanto dolor y llegó un momento en su vida que todo el pasado desapareció y se convirtió en una niña grande, que reía o lloraba por cualquier cosa, solo sus hermanos y sus sobrinos sobrevivieron a su olvido. Obedecía a las monjas, iba a misa los domingos y colaboraba en las tareas asignadas, su rebeldía y su odio se fueron transformando en sumisión y su vida fue más tranquila y apacible.

Los años fueron pasando y treinta años después volvió a Burgos a pasar unos días de vacaciones con sus hermanos. Eran las fiestas de San Pedro y disfrutó del cariño de todos ellos, aunque se vio desbordada y tuvo una crisis nerviosa que la obligó a volver antes de lo previsto.

A partir de entonces, dos veces al año, en verano y Navidad tenía unos días de permiso.

Falleció en una residencia de ancianos a los setenta y tres años.

 

Burgos 2009

 

 

Andrea siguió buscando durante años a su sobrino, sin éxito. Dos años después de la muerte de Angela, descansaba en una butaca del salón mientras el telediario de la primera ofrecía las noticias del día. Nunca supo por qué abrió los ojos  en aquel momento y miró la televisión. Un hombre de ojos claros y pelo rubio ensortijado  la miraba desde la pantalla. Se quedó paralizada. El parecido con su hermana Angela era extraordinario, tenía que ser David, miró el nombre que figuraba en el inferior de la pantalla y leyó en un susurro: Jesús Rodríguez-Álvarez Menéndez , ingeniero jefe de infraestructuras de la Junta General del Principado de Asturias.

Su búsqueda había terminado.

 

 

 

 

 

 

 

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

Deja una respuesta

Descubre nuestros talleres

Taller de Escritura Creativa

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Escritura Creativa Superior

95 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Autobiografía

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Poesía

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Literatura Infantil y Juvenil

85 horas
Inicio: Inscripción abierta