ESTER – Mª Rosario Picornell Cantero

Por Mª Rosario Picornell Cantero

Carmen no sabía que dos estrellitas salvarían su vida. Hoy es viernes y, como cada viernes por la noche, Carmen tiene que ir a trabajar al bar Reina. Con la oscuridad bramando en el cielo, se arregla y se maquilla como si fuera un ángel de Victoria’s Secret. Tiene veintidós años, una frondosa melena rizada y mucho carácter. Le toca otra noche de abridor y de abiertos bebedores. Al entrar al bar, la jungla parece ponerse a sus pies. En la puerta se encuentra al Gorila, que la saluda con un gesto. La oscuridad de la sala se combate con unas pausadas y fugaces luces. Su bolso y su quietud se quedan en la trastienda. Pone en marcha su abrebotellas y dedica la mejor sonrisa a sus compañeros. Sus manos chocan con las copas y los cubitos resbalan de sus pinzas. Unos cubatas más tarde, Ester hace su entrada sideral. Parece una ardilla con sus pequeños ojos chispeantes y sus dos afilados incisivos. Pero lo que más llama la atención es su albinismo y su larguísimo pelo blanco, en un alargado y estrecho cuerpo. Se pone sus cascos y enfila hacia la mesa de mezclas. Sus manos se desenvuelven ágiles en el teclado, marcando los decibelios y alejando el bucle del ecualizador. La Diosa de Hielo ha entrado en acción. La remezcla de sus temas hace vibrar al público. Allí está ella, tan digna y elegante, con su escudo de metacrilato, frente al bailar desbocado de los congregados. La música resuena en el nutrido grupo de danzantes. A mitad de la sesión, Carmen saluda a Bartolo, que va dando codazos a la gente para hacerse ver. Un oso ha entrado en su vibrante guarida. Lo ve con su enorme estatura, con sus marcados ojos negros y su aspecto bonachón. Sonriente, irradia tranquilidad. Sus zarpas le agarran la cara y ni la barra puede contener su beso. Carmen se relame y mete otra vez sus inseparables tapones, que casi se le salen de la presión del pico.
—¿Te espero cuando salgas y nos vamos a casa?
—Perfecto— le contesta Carmen mientras en su cara se dibuja una sonrisa.
Después de incontables chapas abiertas, la Dama de las Nieves va a terminar su sesión. Los brazos se mueven efervescentes poseídos por la última canción. Los cuerpos siguen bailando al son de su compás. Al irse ella, sigue habiendo pleno absoluto. Nadie se marcha del Reina. Aún quedan tres horas para bajar la persiana. El tiempo se mueve ágil a su favor y la jauría va desalojando la sala entre risas y estertores. Parece que ha pasado una manada de elefantes. Ahora toca remangarse las mangas y ponerse a limpiar. Con el agua escurrida de la última fregona, Carmen sale a la puerta. Preocupada, espera que sus compañeros apaguen las luces. No sabe nada de Bartolo. Desde que le plantó el beso en los labios, no lo ha vuelto a ver. No le ha pedido ningún cubata para rozar su mano y ni tan siquiera se ha despedido de ella. El Gorila la aleja de sus pensamientos pidiéndole fuego. Carmen se enciende un cigarro y le da el mechero. Con el crepitar del humo y el cansancio acumulado, empiezan a hablar de lo bien que se ha dado la noche.
—Hemos tenido lleno absoluto, pero también trabajo extra —dice Carmen mientras saca la lengua fatigada como un perro.
—Sí, la noche ha estado genial. Y lo mejor, como siempre, Ester.
—Me ha gustado mucho, aunque es la primera vez que la oigo pinchar.
—¿No la habías oído antes?
—No. Llevo poco trabajando aquí y no habíamos coincidido.
Carmen, más por aburrimiento que por interés, escucha cómo el Gorila le cuenta que Ester vive en una ermita apartada a tan sólo doce kilómetros de allí, que el sitio es pequeño pero que tiene todas las comodidades. El ocho de septiembre, en honor a la Virgen María, hay un festival en su explanada y sólo pueden acudir los que tienen invitación. Entonces, de su desvencijada cartera, saca un roído papel y le guiña el ojo haciéndole saber que él ha estado en la última.
Salen todos los camareros y se despiden entre abrazos. Carmen llama por teléfono a Bartolo y le manda mil mensajes mientras sus zapatos enfilan el camino a casa. Los postigos resuenan en su cerrojo como lo hace la voz en su garganta llamando a Bartolo en el umbral. No hay respuesta. El duro silencio le devuelve la realidad. Desmadejada, se tumba en la cama y cierra los ojos. Miles de pesadillas después, y con el sol de la mañana iluminando su rostro, se pone en marcha para buscar a Bartolo. Llama a todos sus amigos y nadie lo ha visto desde que estuvo en el Reina. Con las sienes rebotándole y con un paracetamol en el estómago, llama al Gorila. Tampoco se lo coge. Mira al cielo por si todo esto es un complot de los satélites. Desfallece en su edredón. El reloj de la cocina marca las tres de la tarde cuando el sonido de su teléfono la despierta. Es el Gorila.
—Hola… Perdona que te llame, pero necesito saber si viste a Bartolo salir anoche del bar. No ha venido a casa a dormir y nadie sabe dónde está.
—Sí. Lo vi… Se fue con Ester.
—Necesito la ubicación de la ermita.
—No te preocupes, te la mando.
Le pasa la ubicación y sale derrapando ruedas hacía allí. El sitio está apartado de cualquier vecino. Avanza y ve una iglesia en miniatura, toda llena de barro. Tira del portón y está cerrado. Se asoma por las ventanas y los visillos le plantan cara. No hay manera de ver si hay alguien. El silencio es abrumador. En la puerta, los nudillos le duelen de tanto forzarlos con la madera. No escucha nada dentro pero algo le dice que hay alguien ahí. Se pasa lo que resta del día espiando tras un árbol. Maldice su suerte mientras le da una patada a una piedra. Gira su cuello y vislumbra dos rocas en forma de estrellitas. Cuando sus manos las abrazan siente sus cinco puntas, como si fuera una flor con cinco pétalos. Se da cuenta de que son fósiles del tamaño de un dátil. Los mece hasta el interior de su bolsillo. Por la noche, se mete en el coche y sigue oteando de lejos. Extenuada, da pequeñas cabezadas en las que el sueño se convierte en su feroz enemigo. Presa del sudor, se despierta sobresaltada. La música que sale de la ermita se mueve con fuerza y voluntad. Las luces están en todo su apogeo, marcando sus vivos colores intermitentes. Con cuidado, abre la puerta del coche y se arrastra hasta la ventana. No se ve nada. En la siguiente, el visillo le muestra un doblez con gracia y salero. Cual búho moviendo su iris en posición a su presa, ojea el interior, donde ve a Ester, imponente en lo que parece un altar. Lleva el pelo recogido con una larga trenza, una inmaculada túnica blanca con una gran estrella roja que se mueve en su pecho y en su vientre. Detrás hay una gran Virgen de madera. Está pinchando esa música, que más que sinfonía parece una desarmonía rota con abruptas notas. Carmen se lleva las manos a las orejas y las tapa con fuerza poniéndose sus tapones, ya que sus tímpanos parece que van a estallar. Entonces observa cómo Bartolo está debajo de Ester, en estado de hipnosis. No se mueve, parece un muñeco de guiñol al que han dejado olvidado al lado de la pared. Solo sus ojos están tan abiertos que parece que sus cuencas van a rebosar su espacio y se van esparcir por las losetas, deshaciéndose en diminutos pedazos.
Ester deja su mesa de mezclas y se gira, avanza unos pasos, abre un cofre y de su interior saca una copa de madera. Va hasta la Virgen y le toca su dedo corazón derecho. De ese dedo empieza a emanar sangre. Coge la copa y la llena, salpicando su túnica. Se acerca a Bartolo y se la da de beber. Él cae fulminado al suelo. Carmen siente una rabia intensa que galopa en su interior, como si dentro miles de herraduras golpearan su estómago. Y es ella la que se deja otra vez los nudillos en la puerta. Se quita su cinturón e intenta mover la cerradura con la hebilla. El sudor le cae en el rostro hasta que después de muchos intentos lo consigue. Penetra en el interior mientras su cuerpo se tensa como la cuerda de un trapecista, en un triple mortal, sin red en la que caerse. Con toda su fuerza, choca contra Ester, la hace tambalearse, pero Ester la sorprende y le da en la cabeza con la copa que tiene en la mano. Carmen se queda semiinconsciente. Una enorme brecha se ha abierto en su azotea.
—¿Por qué? ¿Por qué has tenido que venir aquí? —le pregunta Ester mientras le coge la cara y se la mueve bruscamente.
—Bartoloooo —balbucea Carmen.
—Ninguna mujer debería morir. Pero él es igual que los otros, mi música los vuelve locos…
Carmen coge las dos estrellitas de su bolsillo. Con fuerza y determinación, vuelve a rugir. Se levanta precipitadamente e incrusta las estrellitas en los ojos de Ester. Esta, presa del pánico, se cae y su cabeza rebota contra la helada loseta. Un reguero de sangre empieza a brotar. Cierra sus ciegos parpados y se deja ir. Carmen corre al lado de Bartolo. Lo incorpora, le mete los dedos en la boca y le hace vomitar. Él da arcadas y tira fuera todo lo que tiene. Se siente un globo desinflado. Carmen lo arrastra como a un saco roto, tropezando, cayendo y rugiendo. Al rato, logra introducirlo en el coche y vuela de camino al Hospital.
Una semana más tarde, los dos se recuperan de sus heridas, tumbados en su cama y amarradas y entrelazadas sus manos.
—Carmen, si no hubiera sido por ti estaría muerto. He leído en el periódico que han encontrado diez cadáveres enterrados en las inmediaciones de la ermita. Ester nos hipnotizaba poniendo su música a una determinada frecuencia, luego nos llevaba a la ermita y nos hacía beber de esa sangre mezclada con cicuta. Yo me salvé del último paso, si no también hubiera acabado ahorcado y enterrado… Cariño, eres la reina. Gracias.
Los dos se derritieron en un fogoso beso. Carmen tocó una estrellita con la palma de su mano y el miedo se desdibujó.

 

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