EVA Y BEA

Por Elia Sugranes Coca

Corría y corría como cada mañana. El mismo camino, los mismos árboles,
pocas personas, la misma canción a lo largo del recorrido. Al levantarse
automáticamente cogía un sujetador deportivo, una camiseta holgada y
unos pantalones deportivos, ni bragas ni calcetines. Lo único que se repetía
sin lavado previo eran las zapatillas, un modelo con el que percibió que
realmente podía volar.
Treinta y cinco minutos de reconciliación con su cuerpo y a la ducha. Las
zapatillas de deporte quedaban en la puerta, los calcetines a medio pasillo
y, el resto, entre su habitación y el baño.

Eva nunca se miraba al espejo en este momento, sólo se detenía frente a él,
después de diez largos minutos bajo el grifo con agua muy caliente. Paraba
frente al espejo con albornoz y la toalla con la que envolvía su pelo; y
esperaba pacientemente que el vapor cumpliese con su cometido y
desapareciese. Entonces buscaba su mirada, su sitio en aquel baño, en
aquella casa, en la ciudad. Sus pupilas eran vivas, sus pestañas aún
luminosas, las pequeñas arrugas en las comisuras de los labios, en el
entorno de ojos le recordaban la edad. ¿Cómo había ocurrido todo tan
rápido?

Durante el ritual frente al espejo sólo en ocasiones dirigía la mirada al
anillo de casada que seguía en su anular: oro blanco, mate, fino.  Y aquel
miércoles también se fijó en el anillo y en la comodidad con la que lo
llevaba, a pesar del silencio que la aturdía desde el “sí quiero” en el altar.
Eva se había casado con Ramón hacía ya veinte años después de ocho de
novios. Se habían conocido en un tren camino a Asturias, ella de
vacaciones con la familia, él volvía a casa. Ella leía. Él escuchaba música.
Se habían visto e ignorado a la vez, pero sentados uno enfrente del otro
habían perfilado el espacio, se iban observando.
Él había entrado en el libro de ella, ella en la banda sonora de él. Eva aún
se decía a sí misma que si aquella mochila no hubiera caído encima de su
libro, nada hubiera ocurrido y no estaría enfrente del espejo. Pero sí

ocurrió, la mochila cayó estrepitosamente y ambos se asustaron,
impulsivamente se dieron la mano. No se la soltarían en años.

Se habían entendido desde el primer momento: sus miradas y sus cuerpos
sólo reflejaban armonía. Eran una unión sólida, un referente. Les había
dado tiempo a los dos de formarse profesionalmente: ella trabajaba en un
laboratorio de la universidad dedicada a las termitas, él era maestro en un
instituto de Oviedo.

Dos años después de casarse habían nacido los gemelos, Cristina y Fede.
Dos amores, siempre tiernos y joviales. Ramón y Eva nunca hablaron de
un posible tercer hijo y el tiempo transcurrió y con él, Cristina y Fede se
hicieron mayores. En casa las rutinas eran cómodas y tranquilas.
Compartían comidas y cenas cada vez más silenciosas.
Hasta aquél viernes antes de Semana Santa, hacía ya dos años. Ramón
llegó a casa cabizbajo, dejó su cartera en la entrada y se sentó en la butaca.
Ni Cristina ni Fede ni Eva entendieron aquel silencio, aquella ausencia del
“holaaa, aquí estoy” de cada tarde, un punto más efusivo al inicio de las
vacaciones. Al poco la mesa estaba servida y Ramón se sentó el último, sin
poner las servilletas ni el vino en la mesa, como hacía cada día.  El silencio
se contagió y sólo lo rompió él, ante un plato de salmón a la papillote: “No
puedo pasar las vacaciones aquí, no soy feliz”. Se levantó, tropezándose
con la silla y salió a la calle, y no volvió. Cristina lloraba, no pudo ni
levantarse. Fede dio un golpe en la mesa y se fue a su cuarto. Eva se quedó
sentada, cubiertos en mano y sin palabras. Aún hoy no las ha recuperado.
No hubo ninguna explicación ni excusa. Pocos días después Fede fue a
encontrarle en el instituto y allí no estaba. Preguntó a Aníbal,  su gran
compañero de trabajo, si le habían visto. Aníbal bajó la cabeza y entre
dientes le indicó que no se había presentado, que últimamente estaba
faltando, que en definitiva pensaban que había un problema en casa.
Cristina, por su parte, no tenía fuerzas para hacer nada, ni pensó en intentar
contactarle. Eva mantenía el silencio glaciar de aquella cena y del punto y
coma en su vida.
Fede insistió al día siguiente. Se reencontró con Aníbal en el pasillo y este
volvió a rehuir su mirada. Fede esta vez lo ignoró y fue directo a la sala de
profesores a la que habría asistido en una situación normal. Allí estaba
Ramón, acomodado en la butaca del fondo con la mirada engullida por una
mujer joven, alta y basta, con piernas elegantes y mal cubiertas y una

melena larga, ondulada y oscura. “Papá” gritó sin premeditar la voz, sin
filtro a la sorpresa y al escándalo, al terror y oscuridad al devenir. Y papá
no se dio ni la vuelta. Segundos después, que a ambos parecieron horas,
Ramón se levantó y acarició a su hijo con media sonrisa entre los labios, la
mano tierna. “Nos vemos”. Y se marchó. Salió de la sala dejando a su hijo
pasmado, y a los demás también.
Fede volvió a casa sin saber qué contar, y no contó nada. Su madre seguía
callada, su hermana desconsolada.
Eva había optado por sumergirse en sí misma y cerrar compuertas del
pasado. Había decidido dar la espalda a las opciones vitales del pasado, ya
que fiel a sus convicciones, a la promesa de amor eterno, y de madre, y
esposa, se había cegado ante el personaje que realmente había tenido
enfrente, durmiendo a su lado: un pobre desalmado
Al día siguiente Aníbal fue quien se presentó en su escuela sin ofrecer a
Fede la opción a rechazar una charla que ya había anunciado breve. Aníbal
se preocupó ante todo por si estaba bien, si estaban bien su hermana y su
madre. Y sin más relató desde el inicio su testimonio. Cada palabra era un
respiro, no esperaba reacción. Al parecer había observado a Ramón, que
había conocido a esta mujer, Bea, hacía pocos meses. Bea era nueva en la
profesión y un destello de luz en el departamento. Su incorporación había
causado un gran revuelo en el claustro de profesores. “Nada como una
chispa para agitarnos a todos la monotonía del día a día” exclamó Aníbal
cómplice del aburrimiento aletargado en aquella sala de profesores. Y
según comentó, todos fueron testigos de aquellos besos cruzados, del baño
ocupado y ellos salir juntos despeinados. No existía nadie más que ellos
mismos ni sus compañeros, alumnos y clases habían pasado a un plano
desconocido. El contexto de letargo en el que vivían los ahogó en el
silencio. Aníbal se mostraba consternado, triste.
Aníbal no dejaba de hablar y Fede callaba, hasta que Aníbal se levantó, le
estrechó la mano y la envolvió con la otra, y también con la mirada le
abrazaba.
Y sin más Fede se fue a casa, abrazó a su madre, abrazó a su hermana y
exclamó:“ Papá ha muerto junto a nuestra prima Bea”.

 

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