FOTOSENSIBLES – María Rocasolano Jaudenes

Por María Rocasolano Jaudenes

—Seguimos con tiempo soleado —dijo a regañadientes el presentador que abría el telediario matinal.
A priori, parecía una noticia excelente, pero cuando pasas más de un año viendo cada día el sol en el cielo, la buena nueva se puede convertir en pesadilla.
Todo comenzó a primeros de mayo, así que, naturalmente, estábamos encantados con el buen tiempo. El turismo aumentaba por doquier, la economía crecía exponencialmente, y salvo casos excepcionales de mareos por insolación o por deshidratación, todo el mundo en general se sentía más alegre y relajado. Lo más raro de todo es que cada día los intensos rayos del sol bañaban cada rincón, sin una mísera nube que lo tapara, aunque sólo fuera por un segundo.
Cuando llegó octubre bajaron las temperaturas, pero continuaba saliendo un sol límpido y brillante y, pese a que era algo inusual, nos encantaba la idea de seguir disfrutando de un tiempo tan maravilloso aún en aquellas fechas. En noviembre al menos llovía, aunque ninguna nube llegaba a ocultar el sol y se producía entonces ese fenómeno tan mágico que siempre nos ha fascinado a todos: el arcoíris. Durante la primera semana salíamos a contemplarlo cada día, sin embargo, después de haber visto ya tantos arcoíris coloreando el cielo, llegó un día en el que dejamos de reparar en ellos.
Los expertos no se explicaban cómo era posible que se produjera tal fenómeno. ¿Acaso no es demasiada casualidad que de todas las nubes que había en el cielo ninguna fuera capaz de esconder al astro rey?
La gente se sentía con más fuerza y vitalidad, pero los niños estaban desatados, rebosantes de energía, vivían ansiosos por jugar o correr en la calle durante las horas de luz. Parecían no tener fin, y a menudo se escuchaban en plena calle gritos de algún padre que acababa desquiciado regañando a sus imparables hijos.
Cuando llegaba la noche y el cielo se oscurecía, era un auténtico alivio. Salir a pasear al perro se había convertido en una costumbre nocturna, pues por el día nadie —ni siquiera los propios animales— querían enfrentarse a la permanente luz solar ni a la marabunta de niños hiperactivos.
Los trabajadores con empleos al aire libre, como los agricultores, ganaderos, pescadores, obreros, etc., comenzaron a realizar huelgas y a organizar alguna manifestación. En ocasiones se unían a ellas los médicos, especialmente los oculistas, que habían triplicado el número de pacientes que recibían en los últimos meses, pues extrañamente, la mayoría empezamos a presentar problemas oculares más que cutáneos —aunque hubo múltiples casos de quemaduras— y mostrábamos síntomas como ojos rojos, sequedad, irritación o visión borrosa. Los que tenían ojos claros desarrollaron enfermedades más graves como queratitis solar o cataratas.
Tanto los gobernantes como los meteorólogos concluyeron que se trataba de un fenómeno totalmente fortuito y prometían que muy pronto cambiaría la situación. Sin embargo, ni ellos mismos parecían comprender qué es lo que ocurría en realidad.
La incertidumbre, la excesiva energía y las enfermedades causadas por la prolongada exposición a los rayos UV nos empezaban a afectar a todos, incluso a mí. Yo compartía piso con mi mejor amigo, Luca, que trabajaba por las noches en una discoteca y dormía por las mañanas mientras que yo teletrabajaba durante el día, así que no nos veíamos mucho por casa. En los dos años que vivimos juntos nunca habíamos discutido, por lo menos no con demasiada vehemencia. Sin embargo, en esas últimas semanas nos peleamos varias veces —y en dos ocasiones por poco nos enfrentamos a puñetazos— porque él estaba obsesionado con bajar las persianas todo el tiempo, mientras que yo, aunque recaía continuamente en la maldita conjuntivitis, no podía vivir a oscuras porque me sentía demasiado atrapado.
Por suerte, en los momentos más acalorados siempre llegaba Clara, mi novia, y conseguía apaciguar las turbulentas aguas.
En navidades, el sol permanecía inalterable y el regalo estrella, por supuesto, fueron las gafas polarizadas, seguidas de los colirios, los paraguas y la crema solar.
Por estas fechas saltó la alerta de la aparición de los primeros casos de fotofobia, y caí en la cuenta de que quizás Luca podría estar padeciéndola. Incluso empecé a sospechar que la gran mayoría de mis vecinos había desarrollado una exagerada aversión a la luz solar. Se veía cada vez menos gente por la calle y las persianas de varias casas de los alrededores permanecían bajadas a todas horas. Con frecuencia me preguntaba si seguirían viviendo allí, y en ese caso, ¿qué harían todo el día completamente encerrados y a oscuras como vampiros?
Un día me encontré en el portal a David, un muchacho del quinto que no veía desde hacía semanas, y le pregunté si seguía viviendo en casa.
—Claro, lo que pasa es que mis abuelos están muy mayores y no quieren dañarse más la vista. Se entretienen con los programas de la tele, aunque a veces también escuchan la radio. Y yo, mientras, doy mis clases por videoconferencia.
—¿Y qué hay de tu madre? ¿Está bien? —pregunté sin parecer demasiado entremetido.
—Mi madre tiene fotoqueratitis, pero debe seguir yendo al restaurante o la despedirán. Cuando llega a casa necesita que todas las estancias permanezcan a oscuras para que no empeore su enfermedad —contestó mientras se frotaba los párpados—. Me escuecen los ojos, Sam, así que debo subir —dijo antes de marcharse apresurado a casa para echarse el colirio en sus enrojecidos ojos.
Llegó marzo y aún no había pasado un año completo de sol permanente, pero entonces ocurrió lo que la mayoría llevábamos esperando todo este tiempo:
—Oh, no, ¡este sol nos va a dejar ciegos!
—No te preocupes, Sara —contestó un chico sonriente vestido de blanco que parecía venir del futuro—, porque ha llegado la hora de ¡Glasstar!, las gafas de Realidad Virtual que solucionarán todos nuestros problemas con la luz solar permanente. Con Glasstar podremos salir durante el día y cambiar el modo de color de todo lo que veamos: subir o bajar el brillo, variar la saturación de los colores y hasta puedes verlo todo en blanco y negro, ¡como las películas antiguas!
—Increíble, podré proteger mis ojos y salir durante el día como siempre —dijo la joven.
—No hay mejor forma de cuidar tus ojos, y además ¡será divertido! Con ellas también podrás sacar fotos, ver vídeos, hacer llamadas… ¡Todo en uno!
Después, ocupando casi toda la pantalla, se escribía el rótulo: HAZTE YA CON TUS GLASSTAR, mientras de fondo sonaba una pegadiza canción al estilo de “Axel F” de Harold Faltermeyer, y finalizaba con una voz en off que decía:
En tiendas desde el día del padre, por sólo 118€.
Este anuncio, que había salido por primera vez en televisión una noche de viernes, aparecía el sábado ya por todas partes: se escuchaba en la radio, se veía en todos los vídeos en redes, en la primera plana de los periódicos, en vallas publicitarias… Fue una auténtica revolución. Todo el mundo quería aquellas gafas, y no sólo como regalo para sus padres, sino para toda la familia.
El lunes se habían agotado todas por la web, así que después del trabajo me preparé para salir.
—Luc, he quedado con Clara para comprarnos las Glasstar, ¿te vienes? —pregunté a Luca, que permanecía a oscuras en su habitación completamente inmerso en su videojuego—. Debemos ir cuánto antes. Dicen que también se agotarán pronto en tiendas físicas.
—Voy. Dame cinco minutos, Sam, que tengo que ganar a este chino que lleva persiguiéndome toda la partida —contestó mientras apretaba con fuerza los botones del joystick.
Yo andaba un poco ansioso porque no quería quedarme sin las gafas, pero después de todos los encontronazos que habíamos tenido procuré contenerme.
A los pocos minutos por fin apagó el juego y, como siempre, nos aplicamos el colirio y nos pusimos las gafas de sol antes de salir de casa. Cuando llegamos a la tienda, como era de esperar, se hallaba abarrotada y con una cola para pagar interminable.
—Perdone, ¿quedan gafas disponibles? —consultó Clara con los ojos rojos y desorbitados a un dependiente del establecimiento.
—Sí, tranquilícese —respondió el dependiente, que parecía decirse a sí mismo sus propias palabras—. Todavía quedan varias unidades, no se preocupen. Las encontrarán en el pasillo del fondo a la derecha.
Cogimos tres o cuatro cada uno, para nosotros y nuestras respectivas familias, y nos pasamos dos horas en la fila de caja. Cuando conseguimos pagar, nos despedimos de Clara y volvimos a casa con las piernas destrozadas, pero con una sensación de alivio difícil de describir.
Esa noche Luca libraba en el trabajo, y yo estaba tan emocionado que ni siquiera tenía sueño, así que nos pasamos horas probando las nuevas gafas. Eran alucinantes; podíamos vernos con todos los estilos de color: en escala de grises, sepia, con filtros cálidos, fríos, en estilo cómic, pintura, en neón… y una infinidad de opciones que se desplegaban, literalmente, ante nuestros ojos. Probamos también a sacar fotos y la calidad de la imagen era asombrosa. Las videollamadas no funcionaban del todo bien, la imagen se quedaba congelada con regularidad y la conexión a Internet era bastante mejorable. Poco nos importaba mientras pudiéramos salir a la calle sin preocuparnos de que el sol dañase nuestros ojos.
Tardamos aproximadamente un mes en adaptarnos a llevar las gafas en el exterior, y nuestra salud ocular mejoró considerablemente, además de que las personas con fotofobia poco a poco lograron vencer su miedo a salir. Si bien nos teníamos que seguir tratando con gotas por la sequedad ocular y los ojos rojos al pasar tanto tiempo frente a la pantalla de las gafas, pero ya estábamos acostumbrados a aplicárnoslas y además no teníamos que hacerlo con tanta frecuencia como cuando estábamos expuestos a la luz ultravioleta.
Un par de meses después comunicaron en el Telediario que el sol había sido tapado al fin por una nube y, por tanto, los peligros de la luz solar eran ya inexistentes. Sin embargo, la noticia no tuvo ninguna repercusión; a nadie nos importaba ya si podíamos exponernos a la luz natural o no, pues teníamos nuestras Glasstar.
El clima volvió a comportarse de forma normal desde entonces. Los científicos alegaron que lo que sucedió en el cielo fue algo extraordinario, un acontecimiento que no había ocurrido jamás en la historia y que habíamos tenido la suerte de presenciar. Lo denominaron el Período Fotosensible y, aunque ya había terminado, supuso el inicio de una nueva mirada hacia el futuro sin vuelta atrás.

 

 

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