HUIDA HACIA EL SOL PONIENTE

Por Adolfo Cristobal Campoamor

Yuri llegó de mañana al aeropuerto extrañamente forrado de ropaje y cuero. Moreno y altivo, algunas compañeras de universidad le llamaban «Leonid Kharitonov», por su parecido con los barítonos del Coro del Ejército Rojo. Pero Yuri, en su secretismo, guardaba para sí una naturaleza menos complaciente con aquel andamiaje de buena conciencia. Eran las 7 de la mañana y el «marshutka» (autobús) amarillo ya había llegado a la torre de control de Skolkovo, entre bostezos y toses de un sinfín de rostros curtidos, con frecuencia de mujeres maduras que sacudirían con esparto los pasillos o limpiarían los ventanales de cada terminal.
Andaba mediado el mes de julio y Moscú, ese gigante fortificado y lleno de cicatrices, ofrecía sus contornos verdeazulados en parques y avenidas saciadas por las tormentas. Sus veranos eran auténticas primaveras europeas, que difuminaban el empaque inhumano de tantos alardes pétreos de la planificación. En uno de ellos quedó durmiendo Irina Sukhanskaya, madre de Yuri. Mujer que desafió al destino hacía ya más de veinte años, al paladear los deleites furtivos que trajo un divisionario español, a la vez oficial del ejército alemán.
– ¿Cómo es posible tanta mudanza, tal gregarismo? – se preguntaba Alexei Tevdoradze, militar georgiano que acompañó a Yuri hasta Skolkovo, conduciendo un Lada color crema, mientras ambos entretenían el miedo fustigando a los políticos del momento.
– Déjalo Alex. Déjalo estar. Además, por eso nos vamos, ¿no? – respondió Yuri, el pacificador.
– ¡Desdichado ser humano! – se quejaba Alexei – Tan pronto abominan de Stalin y sus purgas, como ahora se entregan dóciles a las promesas del partido. ¿Y qué ha cambiado? Nada. Sólo la actitud ante el poder. Alguien conjuró un espíritu que endulzó las protestas. Dicen que cierta música venenosa amansa a las fieras…
– Parece que sólo nosotros nos la jugamos. En realidad, ¿por qué lo hacemos, Alex?
– Yo intento fugarme porque, de lo contrario, antes o después me matarían – dijo Alexei. ¿Y tú? ¿Por qué estás aquí tú, chico aventurero?
– No lo sé, Alex… – respondió Yuri, cubriéndose el rostro con la mano.
– Te lo diré yo…Por pura e insana curiosidad. Siempre has vivido del cuento.
– Puede ser…
– O por esa sangre europea que llevas. ¿De qué región de España era tu padre? – le preguntó Alexei.
– No lo sé bien. Creo que del norte…Mi madre no solía hablar de ello: temía que la gente supiera de su relación con un «fascista». Luego investigué e insistí muchas veces, hasta que me enseñó su foto.
Faltaba apenas una hora para que la aeronave partiera; para el momento fatídico. Yuri y su acompañante se recostaron sobre unos fardos, junto a las alambradas metálicas. Pronto llegaría el momento de escalarlas, evitando las cuchillas, e internarse con sigilo en las pistas de aterrizaje. Alexei se mostraba nervioso; quizá barruntar el peligro le impedía dejar de hablar:
– Aquellos de la guerra sí fueron buenos tiempos, bien mirado. Murieron millones, sí, pero,…¿y después? Al menos creíamos en el sistema y su futuro. Yo ya soy un carcamal, Yuri. Por eso ahora todas las noches taladran mi cabeza los antiguos obuses y la metralla sigue calando en las costillas de mis camaradas.
Yuri le pasó un pitillo, tal vez el último o el penúltimo. El cielo era gris marengo, pero algunos rayos furtivos escocían en su piel como heraldos de otra tormenta. De pronto, Alexei dio un respingo y su gesto pudo bien ser de contento, o de ahogo, o de ambas cosas.
– ¡Mira! ¡Ya están ahí los futbolistas, dispuestos a subir al avión!, – dijo Alexei. ¿Quién será ese tan alto…? ¡Ah, sí! Es Lev Yachine, «la araña negra». Un tipo elegante, sin duda. Yuri,…alea jacta est.
Entonces se le vinieron a Yuri muchos recuerdos encima, aunque sólo se trató de un instante fugaz. Era una extraña sensación de paz y melancolía. En la distancia sentía la pérdida de su madre, y también la de Katia. Pero, al mismo tiempo, le pareció extrañamente como si las figuras de los pasajeros le enviarán guiños y ademanes de comprensión, de calma y hermanamiento. ¿Estaría volviéndose loco, precisamente ahora?…No podían dudarlo más, aunque sus piernas flaquearan y sus bocas quedaran secas y exangües, incapaces siquiera de gritar.
Pero la desesperación de Alexei era aún más acusada. Así que se lanzó súbitamente sobre la alambrada y comenzó a escalarla, con pesadez y lentitud, con un cuidado casi profesional. Yuri lo siguió, avanzando más rápido. Las cuchillas cortaron sus ropajes, también sus botas de campaña. Jadeando con ansia, debían trepar hasta el final sin llamar la atención de los guardias con sus perros.
Desde lo alto se lanzaron al suelo con ligereza. Ambos sabían caer, trazando varias vueltas sobre la hierba, que recogió un leve rastro de sangre. Yuri acalló su propia queja, lejos ahora de Alexei. Quedaron separados por un momento, hasta reunirse de nuevo tras unas coníferas, junto al primer asfalto. Todo estaba estudiado y marchaba conforme al plan. El avión quedaba cerca, vigilado por un guardia que quedaba sentado, solo aún, sobre la escalerilla de acceso.
– Alex, ¡Alex!, ¡¿Qué haces?! – dijo entonces Yuri a media voz.
Su compañero, en contra de lo previsto, se precipitaba ahora sobre el guardia. A paso quedo, cuidando de atraer su atención como sin pretenderlo, estaba enarbolando su pistola automática de reglamento. La ráfaga del guardia lo alcanzó en las piernas y el estómago. Su gesto, sin embargo, no era nada crispado.
Yuri ya no tenía elección. Su única salvación era hacer precisamente lo previsto. Veloz, centelleante, se introdujo en el tren de aterrizaje. Sólo volvería a salir furtivamente en Madrid. En su declaración, Alexei confesó moribundo ser un patriota georgiano que pretendía atentar contra el equipo soviético. Lo hacía para alentar la rebelión de las repúblicas. Entretanto, Yuri sufría el hielo abismal de las alturas mientras su amigo expiraba. Comprendió entonces, ya en la lejanía, que le había salvado la vida. Era el verano de 1964, año del recordado gol de Marcelino frente a la Unión Soviética.

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