LA ALDEA – Mª Isabel Marín Ruiz

Por Mª Isabel Marín Ruiz

Casi veinticinco años después, Ana seguía recordando con inquietud los hechos que sucedieron durante esas tres noches.

Corría junio de 1998 cuando finalizó sus estudios de Enfermería e hizo lo que muchos de sus compañeros, inscribirse en la bolsa de empleo del Servicio de Salud. Suponía que en algún momento la llamarían, aunque fuera solo para cubrir una sustitución de unos pocos días en el hospital o en algún centro sanitario, y con ello conseguir dinero para sus gastos y algunos puntos en el baremo.

El primer mes libre lo destinó a sacarse el carnet de conducir, y el resto del verano transcurrió tranquilo, disfrutándolo con sus padres en el apartamento de la playa. A la vuelta de vacaciones, sin tener muy claro qué hacer, los convenció para que le compraran el temario completo de la oposición. Su madre, Rosa, se volvió loca de contenta, su hija de veintiún años no solo no iba a tener que buscar trabajo en otro país, como algunas de sus compañeras que ya trabajaban en Alemania o Reino Unido, si no que iba a convertirse en una flamante funcionaria. Salvo por un pequeño detalle, que Ana no estudiaba, se pasaba los días encerrada en su cuarto hojeando los libros sin ningún tipo de planificación ni entusiasmo. Y así fueron transcurriendo los meses, hasta que una mañana sonó el teléfono. Eran del Servicio de Salud y le informaban de que en el plazo de una semana debía incorporarse a una plaza vacante en un consultorio local. La baja a cubrir sería de al menos cinco meses; podía rechazarla, pero entonces pasaría al final de la lista. Ante el dilema de desaprovechar su primera oportunidad laboral, aunque sin mucho convencimiento, Ana les dijo que sí. Después de eso, lo primero que hizo luego fue buscar el pueblo en cuestión, y se dio cuenta de que más que pueblo era una aldea, no llegaba ni a trescientos habitantes y además estaba casi a tres horas en coche. Sintió una mezcla de angustia y pereza.

Al día siguiente, mientras su padre trabajaba, madre e hija se subieron al coche y se dirigieron al pueblecito en busca de un alojamiento para Ana. A pesar de que a unos treinta kilómetros del destino se encontraba un municipio de mayor importancia y con más comodidades, Rosa no iba a permitir que su hija, que acababa de sacarse el carnet, se expusiera a un accidente por carreteras tan poco transitadas; con lo que, a ser posible, se hospedaría en la aldea. Esta contaba con dos calles principales por las que apenas pasaba nadie, y casas blancas, encaladas. Una vez allí, Rosa condujo despacio y algunas señoras se asomaron a través del visillo al oír el ruido de un motor desconocido. Entonces, Rosa desde el asiento del conductor, aprovechó para comentarle a una de ellas, que tenía la ventana abierta, que estaban buscando una casa para alquilar.

—Hable usted con doña Carmen, la de la tienda —le dijo la anciana mientras le señalaba con el dedo el final de la calle.

Carmen, de unos sesenta años, morena y regordeta, regentaba el único establecimiento del lugar, una tienda de ultramarinos, en la que podías casi cualquier cosa con el correspondiente recargo.

—Disculpe, ¿es usted Carmen? —preguntó Rosa, mientras cruzaba la puerta y tiraba del brazo de su hija hacia el interior del establecimiento.

—Sí, yo misma, ¿qué se le ofrece? —preguntó Carmen, con una mezcla de curiosidad y desconfianza mientras miraba a madre e hija de arriba abajo.

—Mi hija, Ana, es la nueva enfermera y necesitamos alquilar una vivienda—dijo Rosa con orgullo.

—Está usted hablando con la persona indicada, acompáñenme— contestó Carmen mientras sus ojos le hacían chiribitas ante la perspectiva de un negocio inesperado.

Se quitó el delantal, y salió de la tienda.

El domingo por la tarde, los padres de Ana la dejaron junto con un par de maletas, en su nueva casa, y acto seguido regresaron para que no se les hiciera de noche. Lo de nueva era un decir, tendría más de cien años y la habían mantenido cerrada muchísimo tiempo. Distribuida en una sola planta, contaba con techos altos y vigas vistas de madera. A la derecha, se encontraba el salón, con una mesa antigua de comedor y seis sillas de madera maciza de color oscuro alrededor, un desvencijado sofá y un par de viejos butacones con estampado desgastado de flores verdes y amarillas. A la izquierda, un dormitorio austero: dos mesillas de noche, un cabecero metálico y un enorme crucifijo colgado en la pared. Entre ambas estancias, un largo pasillo conectaba la otra parte de la casa, un baño construido recientemente, y una cocina relativamente moderna. Al fondo, una puerta daba a un patio exterior destartalado, con lo que parecían los restos de un antiguo corral. Entre el dormitorio principal y la cocina, Ana se percató de que había otra habitación, pero a la puerta estaba cerrada con un gran candado. En un primer momento no le dio importancia, pensó que la propietaria lo usaba como trastero, y que igual no le había apetecido sacar las cosas a la hora de alquilarlo. No le importó, no tenía pensado llevar visitas, la casa era lúgubre, apenas tenía ventanas, y olía a maderas viejas, a rancio.

A la mañana siguiente, Ana acudió a trabajar por primera vez y conoció al médico. Juan, de unos cuarenta y muchos años, debía atender varios consultorios locales por lo que ni siquiera coincidirían a diario, además no se quedaba en la aldea, iba y venía desde la ciudad donde vivía con su mujer y sus hijos. Ana y Juan, aunque se trataban con cordialidad, no llegaron a congeniar. La enfermera pasaba las horas tomando la tensión, midiendo los niveles de glucosa en sangre, curando heridas, recogiendo botes de orina y algunas mañanas, le tocaba realizar visitas domiciliarias ya que sus pacientes tenían una media de edad de unos setenta años. Al principio, los ancianos sentían desconfianza, era mucho más joven que la enfermera anterior, no tenía experiencia, lo haría mal, pensaban; pero poco a poco consiguió ganarse el cariño de todos o eso creía.

Aunque había en ellos detalles extraños de los que Ana se daba cuenta. Si charlando durante la visita le preguntaban donde se alojaba o ella comentaba algo acerca de la casa donde vivía, al conocer ese dato, a algunos de los viejecitos les cambiaba la cara. Estaban quienes abrían los ojos como platos, los que dejaban la mirada perdida, y hasta aquellos que habiendo sido parlanchines momentos antes, repentinamente se callaban, o cambiaban de tema de manera poco sutil. “Viejas rencillas, en los pueblos tan pequeños a veces son pocos y mal avenidos”, pensaba Ana.

A pesar de que la jornada laboral se le hacía más o menos corta, las noches eran difíciles de sobrellevar ya que al principio no conseguía conciliar el sueño. En la casa se respiraba una atmósfera densa, un ambiente enrarecido lo impregnaba todo, además se oían estrepitosos crujidos que la inquietaban, pero que según le habían comentado, eran típicos de las viejas construcciones, con lo que no debía preocuparse. Al final, se terminó acostumbrando, y dormía con normalidad. Hasta que una tarde, aburrida, decidió cambiar de sitio algunos muebles del salón, moviendo la mesa y las sillas más cerca de la ventana para aprovechar la poca luz natural que entraba en la casa. Esa noche le costó particularmente conciliar el sueño, y de madrugada volvió a despertarse. Sudando y con la boca seca como un esparto, salió de la habitación a oscuras hacia la cocina en busca de un vaso de agua, y sin esperarlo, se golpeó fuertemente la pierna derecha, llevándose además un susto considerable. A tientas y tocándose la extremidad dolorida, consiguió encender la luz, y cuál fue su sorpresa cuando pudo ver que las sillas del salón se encontraban dispuestas de una forma totalmente diferente a como las había dejado la tarde anterior. Como estaba medio dormida llegó a pensar que igual no las había colocado bien, así que no le dio más vueltas, regresó a la cama y se durmió. A la mañana siguiente, antes de ir a trabajar, las movió de nuevo tal y como creía haberlas dejado. Cuando regresó del consultorio, las sillas seguían igual, con lo que todo quedó ahí.

Esa noche volvió a despertar a altas horas de la madrugada con la necesidad de ir al baño, pero teniendo esta vez la cautela de encender primero la luz, y cuando lo hizo, se horrorizó. Las sillas volvían a estar colocadas de manera diferente, pero esta vez formaban una hilera perfecta ocupando el pasillo que conducía al baño y la cocina. Entonces, entró en pánico, se le erizó todo el vello del cuerpo; se encerró en la habitación y dejando la luz de la mesilla encendida, se acurrucó en la cama sujetándose las rodillas y meciéndose, mientras el corazón le latía con tanta fuerza que pareciera que se le iba a salir del pecho. Así se mantuvo despierta hasta el amanecer, momento en el que salió con mucho miedo del dormitorio. Parece que con la claridad de la mañana vio las cosas de otra manera, y decidió colocar las sillas de nuevo. Pero tenía claro que no le podía contar a nadie lo que había sucedido estas dos noches, ya que la tomarían por loca, ni siquiera quería decírselo a sus padres con los que hablaba por teléfono varias veces a la semana, dirían que todo era debido a la ansiedad que estaría sufriendo por la nueva responsabilidad, por el hecho de vivir sola por primera vez, así que intentó mantenerse ocupada y no pensar mucho en ello, aunque la mayor parte del tiempo no lo consiguió. Ese mediodía cuando terminó su jornada, lo que menos le apetecía era volver a esa terrorífica vivienda. Estuvo paseando durante horas por las afueras del pueblo, vagando por los caminos entre los campos de cultivo, pero anochecía y debía regresar y debía regresar a la casa. Una vez allí, se armó de valor, ahora más que nunca necesitaba saber qué había detrás de la puerta cerrada con candado. No disponía de ninguna herramienta para romperlo, pero se hizo con el cuchillo más robusto que encontró en la cocina, y con mucha paciencia consiguió arrancar la pletina atornillada al marco, y entonces, la abrió. Sus desgarradores gritos debieron oírse en todo el pueblo, después, perdió el conocimiento.

Horas más tarde, se despertó tumbada en la camilla del consultorio médico. Juan le explicó que al parecer había sufrido un ataque de pánico, que los vecinos oyeron sus gritos y avisaron a doña Carmen que fue abrir con su llave, y la encontraron desmayada en el suelo. Ana intentó explicarle a Juan lo que vio, pero no consiguió articular palabra alguna. Tras reponerse, le pidió que la acompañara a la casa, porque quería mostrarle algo, y él aceptó. Le condujo hasta la habitación del candado, pero ya no había ni candado ni marcas de haberlo tenido nunca y ahora, a la luz del día, no era más que un antiguo dormitorio infantil con una cama pequeña y una colcha azulada.

Juan le recomendó a Ana que se tomara el día libre, como ya era viernes podría volver al trabajo el lunes con fuerzas renovadas. Ella asintió resignada y le despidió en la puerta. En cuanto cerró, llenó las maletas con sus cosas, tirándolas dentro de cualquier manera para tardar lo menos posible. Sus padres ya venían de camino, les había avisado doña Carmen que tenía su teléfono, de cuando firmaron el contrato de alquiler. La joven esperó a que la recogieran sentada en la acera de enfrente. No estaba loca, esos ancianos con sus extrañas muecas, eran cómplices de lo que allí había sucedido, y ninguno de ellos dijo nada. Ana nunca regresó a la aldea, su estancia allí le costó una baja psicológica de casi un año, el diagnóstico fue depresión por estrés, y a día de hoy sigue teniendo pesadillas.

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