LA CASA DE LAS TRES MENTIRAS

Por Laura Esteban Ferreiro

Todos los viernes, al finalizar las clases, nos reuníamos las compañeras en el jardín de los tulipanes, un lugar soleado y con múltiples actividades para niños.

 

Jugábamos al escondite, nos enviábamos mensajes con el móvil, hacíamos risas y alguna que otra travesura.

 

Lucía y Susana son mis mejores amigas y yo me llamo Ana. Una de ellas es rubia y la otra morena, sin embargo, yo soy pelirroja. En el cole nos llaman “las tricollizas”.

 

Los fines de semana, cuando hace mal tiempo, quedamos en nuestras casas para compartir juegos y confidencias. Cuando llega la hora de la merienda, mi madre nos prepara chocolate con churros.

 

Me encanta quedar en casa de Lucía, tiene invernadero con infinitas plantas. A finales del invierno disfruto viendo crecer las camelias. Y en primavera sus padres nos dejan regar y retirar las hojas secas.

 

Susana siempre comenta que vive en una casa muy grande con piscina, merendero y jardín. Lucia y yo estamos deseando conocerla, pero jamás nos ha invitado.

 

—Susana, ¡a ver cuándo nos bañamos en tu piscina! —le dijo un día Lucía.

—Cualquier día —respondió ella.

 

Mientras sigue presumiendo de casa, pasan los días y los meses, pero jamás nos invita a jugar.

 

Una mañana le pregunté por su dirección.

—Sí, luego te la doy —me dijo.

Pero no lo hizo.

A finales del curso, Lucía y yo muy intrigadas, decidimos seguirla una tarde. Caminamos en silencio detrás de ella, sin que nos viera. Atravesamos un largo prado lleno de álamos, después subimos un monte pequeño y empinado, rodeado de pinos.

 

—Ana, estoy cansada, hace mucho calor y parece que su casa está alejada de la ciudad. ¿Hasta cuándo vamos a seguirla? —comentó Lucía.

 

—No seas vaga, seguro que queda poco para llegar.

 

Siguieron avanzando sin que Susana se diera cuenta de su presencia. La tarde refrescaba y el cielo comenzaba a oscurecer.

 

—Tenemos que darnos prisa, mira esas nubes —comentó Ana.

 

Las niñas vieron como su amiga se acercaba a una cabaña. Una anciana, con aspecto desaliñado, le abrió la puerta, Susana entró despacio y la cerró. En ese momento, aprovecharon ellas para acercarse a la casa.

Sin darse cuenta, la tarde iba avanzando. Rodearon la cabaña y vieron que no había piscina, ni merendero y por supuesto tampoco jardín.

—¡Susana nos ha engañado! —dijo Lucía.

 

Cuando se aproximaban a la parte de atrás, la vieja desdentada y con aspecto grotesco, al escuchar pasos fuera, salió y les gritó:

 

—¿Quién anda ahí?

 

Las niñas, asustadas, se alejaron corriendo.

 

A mitad del camino, se dieron cuenta de que oscurecía. Sofocadas por la carrera, no daban con el camino de vuelta a casa. Decidieron, entonces, llamar por teléfono a sus padres.  Estos no cogían el teléfono.

 

—Será que no hay cobertura —dijo Ana.

 

Todo a su alrededor les producía terror. Los árboles, de pronto, tomaban formas fantasmagóricas, agitaban sus ramas como brazos amenazantes. Las dos temblaban de miedo y guardaban silencio.

Siguieron caminando hasta atravesar el pinar.  En medio del bosque, había un espacio amplio sin vegetación e intentaron de nuevo hablar con sus padres.

 

—¡Mamá, qué alergia! —dijo Lucía llorando.

—¿Dónde os habéis metido, hija? —dijo la madre muy enfadada.

—No sabemos, mamá, estamos en un pinar, al lado, hay una torre con dos ventanas.

—¡No os mováis de ahí! —dijo nerviosa la madre.

Después, avisó a su esposo y juntos en el coche fueron en su busca.

 

Encontraron a las niñas aterrorizadas, en la loma del castillo. Ellas, cuando vieron llegar a sus padres, les abrazaron llorando desconsoladas. Al llegar a casa, ya tranquilas, contaron lo sucedido a sus familias.

 

Al día siguiente, de vuelta al colegio, como todos los días, se encontraron con Susana.

—Ayer visité a mi abuela —les comentó a sus amigas.

 

Estas recordaron lo sucedido la tarde anterior, se sintieron avergonzadas y guardaron un silencio.

 

Habían aprendido una lección, “no es bueno entrometerse en la vida de los demás”.

 

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