LA EMOCIÓN DE SER – Andrea Cristina Rodríguez Espinoza

Por Andrea Cristina Rodríguez Espinoza

Moisés nació en la semana 34 de gestación en medio de una fuerte hemorragia de su madre. Venía todo rojo y pringoso, pero aun así con los ojos bien abiertos. Se dice que uno de los peligros de los niños prematuros es que no tengan bien desarrollados sus pulmones, pero Moisés sí que los traía a punto. Daba grandes bocanadas entre chillidos, como queriendo absorber cada gramo del recién estrenado para él aire terráqueo. El médico comentó, entre jocosas bromas, que parecía que venía a
comerse el mundo.
Si había alguna parte vital de su cuerpo que aún habría necesitado unas semanas más en el vientre materno era su cerebro. Este venía con las conexiones sensoriales a flor de piel. Su máquina de
pensar casi podía intuirse con sus engranajes en funcionamiento, entre unos transparentes huesos craneales y un enfadadísimo cuero cabelludo, que no tenía cabello. Cualquier mínimo roce, sonido u olor le penetraba, colándose con rapidez, desde su nariz a toda pastilla por su masa gris hasta lo más profundo del tuétano.
Sara, la madre de Moisés, una mujer joven y muy observadora notó esa condición enseguida, quizás porque reconoció esa delicadeza de mollera en sí misma. Aunque a ella, con su cabeza totalmente cubierta de un pelo negro azabache y abundante, no se le notaban ya los muebles de su azotea. De cualquier manera guardó silencio al respecto frente al médico y este lo atribuyó, sin más, al parto adelantado del bebe. Mirando a su recién nacido, interiorizó que nunca había realmente comprendido lo frágil que era, hasta que tuvo a su indefenso hijo de cabeza transparente entre los brazos.
Sara, madre recién estrenada, tenía muchas ganas de empezar con la crianza de Moisés. La familia pertenecía a la clase trabajadora común y corriente. Un marido proveedor y mayoritariamente
ausente. Ella en cambio, una mujer práctica y multitarea, que tanto podía cocinar innovadores banquetes para reuniones familiares, como diseñaba hasta el último detalle de los uniformes de las
dos únicas escuelitas primarias del pueblo.
Una vez Moisés abandonó el hospital, necesitó de su madre toda su atención y cuidados. Por su condición de evidente fragilidad, los médicos tuvieron miedo de que agarrara cualquier peste, de
esas que rondan por allí. Recomendaron a Sara que cuanto menos lo sacara de casa mejor. Moisés era observador, más que otros niños, hasta una gota impactando en el agua en un estanque junto a casa, le sorprendía de lleno extasiando todos sus sentidos. El olfato y por consiguiente el gusto eran finos y le producía una reacción en cadena que aumentaba su curiosidad. Esa característica le
llevaba a sentirlo todo potenciado, lo que representaba para él a la vez una innegable desventaja.
Resulta que Moisés lo rumiaba todo en su cabeza sin parar nunca. Como a su madre, dejó de notarse el pensamiento intenso, al desarrollar una desordenada mata de pelo.
Todo Moisés era flaquito y demacrado. Seguía atento, con sus ojos avispados, cada movimiento culinario de su madre. El momento que más llenaba su mente, y sobre todo su corazón, era cuando
ella le preparaba sus platos favoritos. Era especial cuando confeccionaba esponjosos quesos caseros. Pero sin duda el mejor era, sobre todo por como sonreía su madre al hacerlo, cuando extraía el agua de la leche para hacerla condensada. Al terminar le agregaba azúcar como preservante e ideaba innovadores pasteles, flanes…, que eran un festín para las papilas gustativas de
Moisés.
Así fue creciendo, la cabeza cada vez más llena de información, que era procesada una y otra vez, machacada como ajos en un mortero. Su cerebro caminaba desde siempre hacia adelante sin
detenerse, como el paso del tiempo que no se puede parar. Por el contrario sus piernas no le respondieron bien del todo hasta casi los tres años y medio. Total su madre lo llevaba a todos lados
dentro de la casa, no necesitaba casi moverse.
Debido a eso llegado el momento Moisés no pudo incorporarse a la escuela, como los demás niños, y su madre, cómo no, se hizo cargo de su educación escolar en casa. Cada día algo de matemáticas, lenguas, ciencias y el popurrí de labores de casa que tanto disfrutaban de hacer juntos. Sara utilizaba sus propios libros, porque los que le facilitaron de la escuela, Moisés los ojeaba rápidamente y después los rechazaba por aburridos. Ella, que amaba los libros, estaba fascinada de leerle de todo, desde historias de mundos mágicos pasando por tratados de ciencia y política o libros de cocina.
Moisés empezó a devorarlos por si mismo, con una fluida dicción los leía en voz alta, un texto tras otro. Sara estaba encantada. Pensaba que los libros podían ser su coraza para protegerlo de un
mundo lleno de estímulos que te pueden hacer explotar la cabeza. Al menos a ella, eso creía
firmemente, le había funcionado.
Entre guisos y libros el tiempo pasó hasta para las piernas de Moisés que ganaron en fuerza. Los médicos dieron el visto bueno a sus andares y su madre lo matriculó en la escuela. No sabían muy
bien qué hacer con él los profesores. Era el primer caso que tenían de un niño que entrara nuevo con una edad avanzada. Convencidos de que al segundo día deberían bajarlo por falta de nivel, lo
pusieron con los de su edad. Para su sorpresa, aunque no la de Sara, el niño no solo absorbía todos los contenidos de la clase, si no que los conocía de sobra y podía hasta declamarlos en clase si se lo pedían y con el rabillo del ojo ir solucionando las mates de la pizarra. Resultó que la multitarea era hereditaria. Los profesores convocaron a Sara para comunicarle que por su increíble desarrollo intelectual lo catapultaban dos cursos por delante de lo que le correspondía.
En poco tiempo Moisés pasó de estudiar en el calor de casa a ser el niño bajito de quinto de primaria. Dos años pasaron y Moisés se vio de pronto, con 9 años recién cumplidos, graduado de la
escuela primaria. Para continuar con los estudios la única alternativa que había era desplazarse a la ciudad, a unos 400 kilómetros de distancia. Como evidentemente no podían ir a dejarlo y buscarlo cada día al instituto, debió quedarse interno con las monjas en el convento contiguo. Y así es como fue a parar, con su maleta cargada de libros, en medio de un instituto de niños con más de mil alumnos. Lloró y suplicó a su madre quedarse en casa. Sara lloró internamente aún más que él.
Había ya aprendido a esconder su fragilidad. Creía que era lo mejor para Moisés.
Sara iba a la ciudad cada dos semanas a verlo. Bajaba del autobús interurbano cargada con todo, incluidos sus platos favoritos, y, cómo no, libros de su biblioteca particular. Llegaba emocionada y a él se le iluminaba la cara y la abrazaba sin soltarla apenas. Ella aprovechaba ese momento para susurrarle al oído que aprovechara la oportunidad de seguir educándose, así podría ser el primero de la familia en ir a la universidad. Pero para él esos momentos no eran suficientes. La separación de su madre lo lastró en su carrera estudiantil por un tiempo, e iba desmotivado dando tumbos por el colegio. Parecía que sus piernas volvían a fallarle. Pero ni así pudo volver a casa.
Todo empezó con un sorpresivo dolor abdominal que se le presentó a Sara un sábado por la mañana.
Sara lo ignoró y fue a ver a su hijo como siempre. Al no desaparecer el dolor se vio obligada a ir al doctor. Después de unos estudios médicos, Sara salió descompuesta de la consulta. Un cáncer de
hígado y estómago llegaba para minarlo todo. Al cabo de poco la operaron, con intensión de extirpárselo, pero estaba ya muy extendido. Los médicos solo pudieron cerrarla y darle unos pocos
meses de vida. ¡Maldito cáncer que no da signos hasta que está muy encima!
Sara pensó que la mejor manera de afrontar su diagnóstico de cáncer terminal, por el bien de su hijo, era seguir adelante hasta que le flaquearan las fuerzas. Se rodeó de los abrazos de Moisés y se
quedó más días en la ciudad leyendo y conversando mucho con él. Era un chico ya más adulto con el que podía hablar de todo. Pero, como sabía que ambos eran personas que les cuesta mucho hablar sobre cosas difíciles, por el impacto sobrenatural que ocasionan en su cuerpo, ocultó su pronta partida hasta el último momento. Y fue así como ya aquejada de mucho dolor dejo de acudir a sus visitas. Esa semana el bus venía vacío de olores de deliciosos manjares, ni transportaba cajas de
libros en su maletero ni frascos de leche condensada.
Moisés había perdido a Sara y no sabia que hacer con la pena que le salía a borbotones por los poros. Aturdido por su ausencia solo atinó a aislarse en si mismo, donde la oscuridad y la angustia
pronto lo invadieron todo. Por fuera pareció que se le erizaron sus cabellos lacios, como puás de un puerco espín penetraron en su cuero cabelludo, a modo de corona de espinas. Súbitamente sus
mecanismos craneales le crujían en su cabeza. Se le oxidaron la curiosidad y el entusiasmo, alejándolo de los libros y las aulas.
Como resultado de la tristeza continua, su caja osea ya sólo se activaba hacia atrás, rebobinándose a gusto, para dar con los recuerdos más dulces. Podía invocar en segundos elaboradas vivencias.
Desfilaban en su cabeza episodios con Sara, en el salón, leyendo a Shakespeare o a Dickens, o en la cocina, horneando galletas en los días previos a la navidad. Inmerso en memorias se regodeaba
goloso, llegando a estremecerse, empalagado con la textura suave y cremosa de un flan con huevo y vainilla picante. Se relamía los labios, con ese toque de la leche condensada, volvía a sentir como le llegaba directamente desde las manos de su madre hasta su boca.
Evocando momentos pasó un tiempo. Un día buceando en su memoria, Moisés se sobresaltó en extremo. Se había topado con los susurros de su madre, palabras danzando suaves y coordinadas.
Vive y siente tu pasión Moisés, estar vivo no es lo mismo que vivir, le repitió ella en su cabeza. Una claridad le invadió el cerebro, que se le fue encendiendo por partes, como el sol cuando va dejando salir fuertes ráfagas aleatorias de luz hacia la tierra. Comprendió en segundos que lo que pasaba era que su madre no estaba sólo en su cabeza, sino que permanecía a su lado. El mundo giraba otra vez.
Se sintió libre y acompañado desde lo más profundo de su interior. Frenó su llanto en seco, se sonó la nariz y respiró profundamente sintiendo el aire que le llegaba hasta el cerebro, como aquel día en que nació.
Los notables y excelentes volvieron a ser su día a día. Las universidades se pelearon por darle una beca y tenerlo como alumno. Se marchó, dejando atrás el instituto y muchos de sus últimos
sufrimientos que ahora reconocía inútiles, para concentrarse en la emoción de ser, que tanto le había transmitido su amada madre Sara. Cuando las monjas levantaron el colchón de la habitación de Moisés rodaron, por las antiguas tablas del suelo del convento, los tarros de leche condensada y saltaron por los aires los libros acumulados bajo la cama. Sentía ya incorporados en sí su aroma ydiscernimiento. Se estremecía custodiando la esencia de su madre impregnada para siempre en su ser. Navegaba dentro de si, como navío en mar en calma.

 

 

RELATO DEL TALLER DE:
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Esta entrada tiene un comentario

  1. Mercedes

    Me ha gustado mucho. Me ha intrigado hasta conocer el final y me han gustado mucho las metáforas. Un saludo

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