LA HORA DE LOS LOBOS

Por Virginia Raquel Vázquez López

Un día cualquiera en el comienzo del invierno; poco importa la fecha exacta, pues fue uno de esos días apagados, de tonos grises y blancos, una de esas jornadas tan taciturnas en las que se tiene la impresión de que no va a ocurrir nada interesante. Como estaba aburrido me entraron ganas de poner al día los archivos polvorientos de mi familia, y sería esa una decisión de la que nunca sabré si debo arrepentirme o dar gracias al cielo. En una de aquellas cajas amarillentas había un diario, un libro mayor en el que un tal Simón Osuna narraba, a modo de crónica, las heroicidades de La Garduña; toda una serie de crímenes, raptos y robos que hicieron de esta sociedad secreta una extensión extrema de la Santa Inquisición.

Y lo que leí en aquellas páginas me heló la sangre; hablaba de un secuestro fallido que terminó en asesinato. En aquel diario se escondía un secreto que ahora necesito contar, porque pertenece a mi familia y debo conjurarlo para volver a dormir.

Corría el siglo XIX, más concretamente la veintena de años que transcurren de 1860 a 1880, en los que tres grandes acontecimientos marcarán los aspectos de esa década; la creación de la Guardia Civil, el tendido del primer camino de hierro entre Córdoba y Sevilla, y la instalación del telégrafo eléctrico que unirá ambas capitales. El ferrocarril pronto es preferido a las diligencias; las amplias posadas de los polvorientos caminos van perdiendo su utilidad, incluso los bandidos no buscan en ellas temporal descanso, acogidos a la obligada complicidad del patrón. Los tiempos románticos de los bandidos a caballo, mitificados por el romance, van quedando atrás. Pero el delincuente no desaparece, y azuzado por los nuevos tiempos en los que la Guardia Civil está más preparada, los bandidos se han vuelto repulsivos; son sanguinarios y crueles, buscando una rápida compensación. Y para ello, su monstruosa imaginación ha ideado un nuevo delito que les depara dinero rápido: el secuestro.

Y fue en este ambiente en el que ocurrió el rapto de Elvira, mi abuela, siguiendo las órdenes de Don Rodrigo de Valmar, quien ideó un plan de venganza contra su hija, que acabó en tragedia.

Todo comenzó cuando Elvira, como correspondía a una joven de familia adinerada y bien posicionada, fue prometida en matrimonio con un acaudalado noble, un hombre de más edad que ella, conocido por su despotismo y del que se decía, siempre en voz baja, que pertenecía a La Garduña. Elvira no quería a aquel hombre, le causaba repugnancia y solo con oír su nombre un sentimiento de dolor recorría todo su cuerpo. Aún recordaba la tarde en que su padre le comunicó sus planes de boda inmediata y ella tuvo que correr a refugiarse en su habitación por las náuseas que le produjo la noticia. Las horas no pasaban para ella, parecían que se habían detenido en una noche lúgubre y pastosa, y cuando el negro manto se hizo insoportable, cegada por la impotencia y la pena, se levantó de su cama, corrió por los pasillos de la casa bajando las escaleras que conducían desde la cocina hasta uno de los patios, cuidando de no pisar el tercer escalón, el que su padre no quería reparar para escuchar si ella salía por la noche. Quedó al borde del pozo, mirando su boca enorme. Quería tirarse a él, que sus frías aguas la cobijaran, para que su dolor terminara. Y en aquel instante el aire se quedó seco, cortante, lleno de un silencio amargo. Era la hora de los lobos, esa larga medianoche cuando todo lo que hay a tu alrededor desaparece, y solo quedan los latidos de tu corazón.

La noche siguió avanzando lenta y con los primeros haces de luz la casa comenzó a recobrar su movimiento. En la cocina los sirvientes preparaban los desayunos, y el ama llevó el suyo a Elvira. Repetidos toques en su puerta, insistentes llamadas que iban subiendo de tono e intensidad por la falta de respuesta, hasta que, alertados por los gritos del ama, los hombres de Don Rodrigo suben al último piso de la casa donde se halla el dormitorio de la señorita. La cama está intacta y la ropa en el armario. Su padre solo echa en falta una medalla de la Virgen de las Nieves, único recuerdo que Elvira guarda de su madre. Don Rodrigo intuye la verdad, que no tarda en ratificar con las confidencias del aya; enfurecido baja las escaleras vociferando. Sus hombres le siguen a corta distancia. En el zaguán ya esperan los caballos a los que montan cargados con sus armas, y salen dejando atrás una nube de polvo y odio. Por el pueblo corre rápida la noticia de que Don Rodrigo ha enloquecido y busca con desespero a su hija; también se dice que la acompaña Jacobo, capataz de la hacienda, y uno de los hombres de confianza de D. Rodrigo; y hay quien se atreve a susurrar que es el responsable de la locura que ha cometido Elvira.

Al cabo de dos semanas, agotados, cabizbajos, vuelven los hombres de las partidas de búsqueda, pero Don Rodrigo, en su delirio, ha seguido solo buscando alguna pista. Muchos dicen que iba preguntando por el Negro, conocido bandolero de la comarca, a ver si puede sonsacarle alguna información. Cuando se cumplen tres semanas de la huida regresa a la casa; el gesto que trae no adivina nada bueno, no demuestra dolor, ni cansancio, ni tristeza, solo se ve un profundo abismo negro en sus ojos, que parecen haber perdido la vida. Sin hablar con nadie se dirige a su despacho, y un portazo es lo último que se escucha en dos días, al cabo de los cuales su inmensa figura se dibuja en lo alto de la escalera. A voces llama a sus hombres que se reúnen en torno a él esperando órdenes, que son claras y precisas: recuperar a su hija, y deshacerse del malnacido de su capataz, a fin de dar escarmiento ejemplar. Y el deseo se cumplirá.

Los detalles que se contaban en el diario acerca de cómo se perpetró el rapto daban cuenta del grado de organización y disciplina alcanzado por los secuestradores que, como muchos temían en voz baja, habían sido de La Garduña. Los malhechores habían atrapado a Elvira y a Jacobo cuando éstos confiaron en ellos, pues ateridos de frío y de miedo, aceptaron la ayuda que les prestaban los agentes de la ley. La partida iba pertrechada con los prestigiosos uniformes de la Guardia Civil que les había confeccionado un sastre de confianza, proporcionando también los correajes, tricornios, calzado e incluso armamento reglamentario, merced a ocultos medios y complicidades.

Estos delincuentes contaban con una red de protección, muchas veces por miedo, de las clases influyentes que, en ocasiones, se unía a la complacencia de las autoridades. Tenían de su parte a conocidos hombres de leyes, que les aconsejaban y defendían, a escribanos que les facilitaban documentos con los que probar coartadas, a sirvientes que cumplían con fidelidad sus encargos, a personas de digna apariencia que les informaban. Pero además de esta parte logística, precisaban conocer las habituales normas de la Guardia Civil para que su conducta fuera natural, y no levantar sospechas. En el diario se hablaba de que el cabecilla de esta magna organización era Juan Mingolla. Un hombre de la mala vida, desertor del instituto formado por el Duque de Ahumada.

Para ultimar sus planes, la partida de Mingolla se reunió en la Posada de las Ánimas, donde un cómplice ya había dejado los uniformes y todos los atalajes necesarios. Los preparativos comienzan con aprender el manejo de la Minié, la carabina que utilizan los agentes, el paso y porte marcial, y las palabras exactas que utilizaría un Guardia Civil. La parte más delicada, dónde hacerse los encontradizos con Elvira y Jacobo, la aportaba un sirviente de la Casa Valmar que, en pago por un favor que debía a La Garduña, consiguió enterarse de los detalles de la fuga. Conocido el día y la hora, la madrugada del 30 de enero de 1898, una partida de siete bandidos se dirige a las cercanías de la hacienda. Cabalgan evitando encontrarse con verdaderos destacamentos de guardias.

Cuando el tañer de las campanas que tocan a misa de alba anuncia que el amanecer está próximo, se dispersan por las cercanías de la finca, y cabalgan tras los pasos de los amantes que, después de unas horas, se encuentran exhaustos. A una señal de Mingolla se abalanzan en tromba sobre Elvira y Jacobo, que se cobijan en un granero abandonado cerca de Fuente de Lobos, en el término de Aguilar. Con rapidez son izados a lomos de dos caballos negros. Al trote arrancan hacia un desfiladero próximo. Un viento frío corta las caras y las manos. El nutrido pataleo de los caballos levanta una nube de polvo que se deshace lenta, herida por el amanecer. Ahora no les importa que los guardias civiles les sigan, porque en estas tierras ellos no mandan, y las gentes que salen a faenar al campo, les toman por un destacamento de guardias haciendo ronda.

Los potentes alazanes bufan lanzando al aire bocanadas de aliento. De repente, a una orden seca de Mingolla se detienen en la falda de un cerro empinado y pedregoso. Hacen desmontar a los secuestrados y sin contemplaciones arrancan la venda de sus ojos. A empellones, les obligan a subir la pendiente, hasta encontrar un agujero disimulado con maleza, como de un metro de alto, donde lanzan con violencia a la pareja. Les han dejado unos costales rellenos de paja, y dos morrales como cabecera. Ahí quedarán durante tres meses, en los que no verán la luz, y sólo comerán las sobras que uno de la partida les tira una vez al día.

En la madrugada del 4 de abril, Mingolla se presenta con su partida; al albor de un farolillo cuya débil llama abre un círculo de luz en las angustiosas tinieblas, sacan a empellones a Elvira; le acercan un trozo de papel, y una pluma ya mojada en tinta. Con la boca del retaco mirándola, instan a la prisionera para que escriba a su padre pidiéndole veinte mil duros por su rescate. Protesta Elvira, pero de nada le sirve. Asustada por los trabucos, les devuelve el papel firmado. Horas después la nota llega a Don Rodrigo. Su alegría inicial se torna aflicción al conocer el aciago destino de su hija. Ciego de ira pide reunirse con Mingolla en el Cortijo de los Jarales. Ellos solos, para discutir las condiciones que hagan que el negocio termine a conveniencia de todos. Don Rodrigo se aviene a pagar la cantidad solicitada, y un poco más que servirá de acicate para que la vida de Jacobo sirva de canje.

Días más tarde, Elvira aparece tirada en un arroyo, herida, exhausta, pero viva. El cuerpo de Jacobo será encontrado por unos migueletes que patrullaban en busca de contrabando. Estaba maniatado y le habían descerrajado el cráneo con una escopeta de caza. Aquí termina la historia del diario y empieza la narración que se extendió por la comarca, pues el suceso fue un escándalo que tuvo en conmoción a campesinos y autoridades.

Elvira llegó a conocer la implicación de su padre en la muerte de Jacobo, por lo que, una vez recuperada de sus heridas, aunque rota de dolor, abandonó la casa familiar para no regresar jamás. Se instaló en Madrid, con el fin de estudiar pintura, pero su debilitada salud mental la llevaría, poco tiempo después, al suicidio.

Por su parte, Don Rodrigo de Valmar, que sobrevivía desgarrado desde aquel trágico momento en el que una orden suya había cambiado el destino de su alma y la de su hija, ingresó de manera voluntaria en el Sanatorio del Santo Ángel, edificio grisáceo e imponente, que alimentaba historias fantasmagóricas. El otrora imponente Señor de Valmar, ahora envejecido y desengañado, se consagró al estudio de la mente, quizás intentando encontrar respuesta a su comportamiento, o tan solo alivio. Solo salía de su gabinete para ir a la capilla a pedir perdón, y a la biblioteca para aprender cómo hacerlo.

Aquejado de una fiebre antigua y maligna que le causaba terribles dolores neurálgicos, su melancolía se exacerbó terminando por desarrollar neurastenia. Finalmente, una mañana de otoño, encerrado en la biblioteca, el Señor de Valmar se suicidó disparándose en la cabeza con una bala que él mismo había fabricado, limando el asa de un azucarero de plata hasta que tuvo el tamaño necesario para su pistola. Cuando lo encontraron, sus ojos estaban muy abiertos y llenos de lágrimas; el dolor en su último momento tuvo que ser espantoso.

Su final, en cierto modo romántico, me hizo pensar en los ancianos que contaban leyendas de lobos; decían que el alma de estos seres nunca desaparece y que por siempre quedaban como protectores, pendientes de vigilar a quien les importaban. Es cierto que desde pequeño he escuchado relatos de los habitantes de la sierra; dicen que, en la hora de los lobos, en las largas medianoches del invierno, los muertos no te abandonan.

 

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