LA LISTA DE LAS PRIMERAS VECES – Sandra Merinero Barcia

Por Sandra Merinero Barcia

El día en que nací, mi madre dijo que lloró al verme. Nunca aclaró si fue de alegría o de tristeza. Tampoco pregunté. Mi padre no me vio nacer. Llegó tarde. Apestaba a Johnnie Walker. Vaya, aún lo hace.

No me importó demasiado que nadie me aplaudiera cuando dí mis primeros pasos, o que nadie me esperara en la puerta después de mi primer día de clases, al menos eso habría dicho si me hubieran preguntado.

Me acostumbré a estar sola todo el día. No hablaba, no comía. Mi madre se marchó cuando cumplí 8 años. En cuanto soplé las velas, cerró la cremallera de la maleta. No miró atrás. Ni se lo impedí. Mi padre tenía cada año la mirada más perdida, el vaso más lleno y la cama más vacía. Yo escuchaba música country.

La primera vez que fui a una boda, lloré durante horas. La nueva esposa de mi padre era más guapa que mi madre, más joven y menos inocente. Tenía otros dos hijos, todos con los ojos verdes como él. Todos mayores que yo. Reían más y hablaban menos. Pero sus risas eran estridentes.

Las semanas siguientes fueron horribles. Un tira y afloja. Un quiero y no puedo, sólo que nadie quería. Tenía habitación propia, pero convivía con el monstruo en el armario y un silencio ensordecedor que hacía eco en mi autoestima.

No había monstruos bajo la cama porque estaba encima. Tenía quince años la primera vez que mi padre me pegó. Fue con el cinturón. Un error se convirtió en diecisiete golpes. Me maquilló mi madrastra. No hizo preguntas, pero ella también tenía el mentón hinchado. No volví a tocar el armario de mi padre, ni a mirar sus botellas de whiskey.

Cuando vi el mar por primera vez, me ahogué. No sabía nadar, ni rezar. Era una mocosa de 16 años que se creía mayor que la inmensidad azul. Sangré sal y tosí coral. No me detuvo, no me aterró. Seguí chapoteando hasta que pude flotar. El mar es relajante si flotas. No piensas, ni sientes, solo te mecen las olas. Sentí los brazos de mi madre entre las algas. Volví a casa con el pelo mojado y tieso. La piel quemada por la arena y la sal. Mi hermanastra me abrió la puerta, pero no me vio. Nunca me veían en casa.

Me apunté a clases de catequesis a los 16. Aprendí a rezar para poder seguir callando. Cuanto más tiempo pasaba en la Iglesia menos lo hacía en casa. Recibí a Dios con necesidad. Tenía que creer en algo. Tenía que querer a alguien. Necesitaba que alguien me viera.

La primera vez que recé un Padre Nuestro no se abrió el Cielo, ni bajaron 20 ángeles coreando. Me sentí estúpida sentada en el banco. No sabía que esperaba que ocurriera, pero la nada me engulló. Volví a intentarlo al día siguiente. Sentada al lado de una señora, que susurraba entre gemidos palabras de misericordia. Lloraba plegarias y respiraba auxilio divino. Yo quería eso. Pasaba frenéticamente las perlas del rosario entre sus manos callosas. Y yo callaba esperando, pero no llegaba. Ahí fue cuando lo entendí. La Iglesia es un gran cementerio de fe y esperanza, yo no tengo nada que enterrar. No me sentía expuesta a unos ojos divinos, injustos y soberbios porque para mi Dios estaba ciego. Prefería creer eso a seguir creyendo en la nada.

Dejé de perseguir el amor de Dios. Decidí amar a Dios como a un hombre y a los hombres como a dioses. Al menos a ellos podía verlos.

Mi primer beso lo recuerdo con odio y asco. Yo no quería, él sí. Él se acercó y yo retrocedí hasta chocar contra una pared. Era de noche y la calle estaba poco iluminada. Cuando me preguntó si me había gustado mentí y le dije que sí, incluso me engañé a mi misma haciéndome creer que no había estado tan mal.

Luego siguieron cinco besos cortos, los conté porque necesitaba pensar en algo racional para no gritar. Después, su mano bajó de mi cuello a la cadena de mi pantalón y me tiró hacia él.

Me preguntó si quería volver a su apartamento, porque hacía frío, pero yo sabía que él tenía calor. Estaba sudando. Mentí, volví a decirle que sí.

Aprendí a mentir con mi cuerpo y a actuar con la respiración. Mentía tan bien que ya no encontraba la verdad en mi piel.

Abril me trajo de vuelta a mi madre. Su estación favorita era la primavera, yo le tengo alergia al polen. Me envió por primera y última vez una carta. No se disculpó. No dio explicaciones. Simplemente se quejó de una enfermedad que le quebraba los huesos y le arrancaba el pelo.

Lo único que sabía hacer mi madre era quejarse y huir. Pero cuando la vi por última vez estaba quieta, callada y tranquila. No la reconocí al principio, parecía cansada y amable. Era una extraña vestida con la piel de mi madre, o lo que imaginaba de ella. La tierra se la tragó y a mi con ella. Fue mi primer funeral y parecía yo más muerta que ella. Todos de negro y nadie lloró.

El tiempo pareció explotarme en la cara. El espejo me sumó 3 años y la bebida me quitó 2. Empecé a escribir. Las palabras me rescataron. Escribía más que hablaba. Era mi propia catarsis. Desarrollé una adicción a la inspiración y ahí fue cuando lo encontré a él.

La primera vez que me enamoré, estaba tan nerviosa que tuve agujetas durante semanas. Se me revolvió el estómago y vomité mariposas. Tenía 20 años pero mis hormonas debían creer que tenía 12. Nuestra primera cita fue en un parque. Bailamos bañados por la luz de la luna. Me sentía una estrella, su estrella. Por primera vez brillaba y alguien me veía.

Empaqué toda una vida en una mochila vieja y deshilachada. No me despedí de mi padre. Nunca vio nuestra casa. Me llamaba cada miércoles preguntándome por él y los gatos, nunca por mi.

Nunca nos casamos, pero teníamos los anillos. Yo quería una gran boda pero el dinero no nos alcanzaba y yo era muy impaciente.

Como vienen se van las emociones. Para él todos los días eran Navidad, por eso me perseguía siempre el fantasma del pasado. Lo que más duele del desamor es el deshacer.

Poco a poco dejó de verme y volví a empacar toda mi vida en una mochila aún más roída que la anterior. Sangré sal y bebí limón. La soledad me vino a buscar una vez más. Hubiera dado absolutamente todo por él, pero claro, -¿qué ibas a hacer él con tanto? ¿Para qué quería tanto? –

Volví con mi padre. Como 20 años atrás, estábamos solos los dos. Bebíamos juntos Johnnie Walker y escuchábamos country. Empezamos a hablar más. Me vio por primera vez.

Comencé a caminar por placer. Me sentía atrapada respirando tras la ventana. Las palabras me abandonaron, pero me encontró el teatro.

En el escenario todo brilla. Sudas pasión. Persigues un objetivo hasta que te desangras. Dejas toda tu alma, todo tu ser, a la mirada déspota del público. Te desnudas a merced del texto. Me convertí en arte.

Volví a mudarme. Empecé a comprar café y té porque eran bebidas que no me gustaban pero a mi madre sí. Doné el pelo. Publiqué tres libros. Ninguno se vendió bien. Trabajo en el cuarto.

Siempre bromeé con la idea de quemar la casa la primera vez que cocinara. Mi padre no sabía cocinar y mi madre ni siquiera lo intentó. Llevaba en los genes ser una destrucción culinaria. Quemé desde cargadores de ordenador hasta libros de recetas. Todo prendía con gran facilidad en cuanto agarraba la sartén. Mis manos eran altamente inflamables.

Con el tiempo la cocina se volvió un pequeño aliado que se burlaba de mí a escondidas. Cantaba mientras batía. Comencé a mirar más por la ventana.

La primera vez que vi un atardecer pensé que el cielo sangraba. Que se descomponía. Pero tan solo se estaba reconstruyendo para transformarse en la noche. Nunca me había detenido a mirar arriba, sólo sabía ver hacia atrás. Ya nada me ataba los pies.

A mi padre le gusta venir a verme al teatro, me lleva girasoles. Cada miércoles le reservo un asiento en la primera fila y nunca queda vacío. Aplaude y sonríe.

Cada lunes, llevo petunias a mi madre. Era la única flor que no le gustaba. Hablo con ella aunque sé que no me escucha.

En casa siempre me esperan dos gatitos en el sofá y un fotógrafo en la cama. Hacen de mi vida un sueño en la tierra.

En la habitación tenemos un crucifijo aunque ninguno sabemos usarlo. Y, en la cocina, con el techo coloreado de hollín, siempre hay una botella de Johnnie Walker, aunque nadie bebe de ella.

Aprendimos a curar nuestras heridas con besos y miel. Bailamos country en el jardín. Reímos y nuestras carcajadas se vuelven burbujas. Nos arropamos a besos. Todo se siente mejor a su lado. Él es el color violeta y yo el naranja. Perseguimos el atardecer sin soltar nuestras manos, sin bicis, ni alienígenas, tan sólo con cariño y esperanza.

Las primeras veces son infinitas estrellas dentro de nuestra piel finita. Pero mientras pueda seguir marcando casillas sin sal, algas o tulipanes seguiré brillando y haciéndome ver.

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