LA LOTERIA

Por Santiago Noguero

Pasaban unos minutos de las nueve de la mañana. El hombre y la mujer subían la escalinata de piedra, flanqueada por altas columnas de fustes corintios, de acceso al viejo y majestuoso edificio del banco. Se notaba que estaban nerviosos y vestían sus mejores ropas, apenas habían dormido.

Hasta el día anterior habían sido el matrimonio inestable de siempre, con alguna que otra gresca incluso violenta a veces. El marido tenía un sentimiento de frustración por cómo le trataba la vida, que se traslucía a la relación conyugal.

Todo cambió cuando antes de la cena, con el periódico abierto encima de la mesa, el hombre se puso a gritar:

—¡Elena! ¡Elena! ¡Nos ha tocado…!

—¿Nos ha tocado el qué…? —contestó la mujer desde la cocina.

—¡La Lotería Primitiva…! Hemos acertado todos los números —decía una y otra vez, sin levantar la cabeza de la publicación de la noticia y revisando el boleto con fruición, un papelito sin valor alguno hace unos instantes y que, ahora, valía una pasta gansa.

—¿Cuánto es el premio? —preguntó la mujer toda nerviosa, corriendo por el pasillo camino del salón comedor donde se hallaba sentado Alfonso; quien, repetidamente, repasaba la combinación ganadora para asegurarse de que el azar los había bendecido.

—Es el sorteo de ayer y aquí dice que solo hay un acertante y que el premio asciende a un millón ochocientos cincuenta y cuatro mil euros. ¡Somos ricos…!

La secretaria les invitó a pasar a una pequeña sala de espera, anexa al despacho de la dirección del banco, decorada con unos muebles viejos que ya prestaron servicio en otras instancias y reubicados aquí en espera de acabar su prolongada vida.

—El señor director les atenderá enseguida, está hablando por teléfono —dijo la secretaria a la pareja—. ¿Desean alguna cosa…, un café?

—No, muchas gracias —contestaron ambos al unísono.

Al cabo de unos minutos, pasaron al despacho de entarimado suelo y recubierto de algunas alfombras. Una estancia de aspecto un tanto lúgubre al quedar absorbida la claridad natural que entraba desde la calle por unas paredes forradas de madera barnizada en tonos oscuros. El mobiliario no desentonaba con el entorno: robusta la mesa del responsable del banco, elegante y de madera noble, rodeada por unas sillas de rancios tapizados.

—El señor director —dijo la secretaria a modo de presentación de un personaje de mediana edad y elegante en el vestir, con su bien anudada corbata de lunares en tonos claros, gafas de pasta y un clásico peinado con su raya marcada.

—Me llamo Alfonso —manifestó el marido, sin guardar unas mínimas reglas de consideración o deferencia hacia su señora. Y esta es mi mujer —en un tono despectivo—. Se llama Elena —en su intento de querer agraviarla o de avergonzarla para que quedara en ridículo, mostrando una actitud innoble y censurable.

La secretaria se preguntaba a su vez: “¿por qué cuando se hacen las presentaciones de un matrimonio se dice: ‘aquí mi marido…’, ‘aquí mi mujer…’? Si se presenta a la esposa como ‘mi mujer’, ¿por qué no se presenta al marido ‘como mi hombre’?”. ¡Bah…! Ya estoy elucubrando de nuevo, se dijo en voz baja.

El director, adoptando una pose marcial y con un ligero saludo de cabeza, extendió solemnemente la mano derecha, primero a Alfonso y después a Elena, a la vez que manifestaba:

—¡Encantado de conocerlos…! Me llamo Alberto y estoy a su entera disposición. ¿En qué puedo servirles…? —mientras asomaba en su rostro una sonrisa con cierta ufanía, de las llamadas coordinadas y que son las que suelen usarse cuando se conversa con alguien para que tenga éste la certeza de que le prestamos atención y damos conformidad a todo cuanto dice, y, a la vez,  le asaltaba al pensamiento aquel refrán que dice: ‘Dios da pañuelo a quien no tiene mocos’.

Depositado el boleto, después de que le hubieran presentado a otros apoderados y personal más relevante de la oficina bancaria, el marido, personaje principal y centro de atención de la reunión henchido de satisfacción y como portavoz del matrimonio, manifestó que, para celebrarlo, le gustaría hacer algún viaje por Europa, pues no había tenido oportunidad hasta entonces. También era su intención —la mujer seguía sin abrir la boca, aunque estaba atenta a todo— cambiar de piso, a uno más grande y en mejor zona ya que siempre habían vivido en un barrio de clase humilde.

Con el dinero sobrante les gustaría hacer algún ahorro, depositarlo en productos que dieran buenos intereses, como una imposición a plazo fijo o deuda del tesoro; el banco ya les aconsejaría.

—Tienes razón Alfonso, la seguridad es lo primero —dijo el director del banco, en un trato más afable—. Hay que guardar para el día de mañana, invertir en el futuro… ¡Por cierto…! ¿Quizá pudiera interesarte alguno de los pisos que el banco tiene adjudicados, con buenos acabados y a unos precios asequibles? También te podemos ofrecer en la costa un chalé o apartamentos en primera línea de playa. A pesar de lo que se diga por ahí, ya sabes que el dinero da la felicidad, ayuda a vivir bien y a llevar mejor las penas. Invertir en ladrillo es lo más seguro, aún en estos tiempos, siempre está ahí y se revaloriza a largo plazo —añadió en su intento de aprovechar la oportunidad que se le brindaba para recolocar lo que el banco había tenido que quedarse por obligación hacía tan solo unos meses por la crisis económica que atravesaba el sector inmobiliario, así como ofrecer algunas tarjetas o lo que se terciara; era el momento…

El matrimonio abandonó el banco con una sonrisa sarcástica en la cara y con un sentimiento de superioridad hacia el resto de los mortales que no podían fingir por no ser capaces de contraer voluntariamente el músculo orbicular. Ya eran propietarios de más patrimonio inmobiliario y su seguridad salía reforzada por no se sabe cuántos productos bancarios que les habían vendido. Eso sí, el saldo disponible de la cuenta era más reducido.

A medida que iba extendiéndose la buena nueva entre la familia y las personas más allegadas, se prodigaban los consejos y asesoramientos de todo tipo, unos desinteresados otros no tanto. Los padres, hermanos, cuñados, amigos, compañeros de trabajo…, todos recomendaban a gritos la mejor manera de invertir el premio o el dinero que todavía les quedaba disponible. Unos decían que había que comprar inmuebles, otros que si oro, joyas e incluso diamantes, se proponían negocios infalibles, todo el mundo les repetía que era la ocasión propicia… —propicia, ¿para qué…? — incluso les llegaron ofertas para blanqueo de dinero. El popurrí de consejos era variopinto.

El padre de Elena era el único que mostraba una cierta cordura. Recomendaba calma ante situación tan compleja y difícil de dominar. Les decía que tenían que planificar y controlar los impulsos. Repetía una y otra vez que para ser millonario o ejercer como tal se debía actuar como un profesional con vocación, al igual que lo puedan ser el fontanero, el carpintero o un electricista en sus respectivos oficios, ya que el dinero no deja de ser una herramienta que hay que saber manejar, pues, de lo contrario, traerá más problemas que soluciones, no se puede, ni se debe, perder la identidad. Incluso llegaba a decir que la gracia de los premios consistía en solucionar un poco la vida a los que más quieres. Nadie le hizo caso.

Ganaron dinero en alguna que otra transacción inmobiliaria, con parcelas de una urbanización cercana a la ciudad. Ya se consideraban empresarios por haber realizado operaciones de carácter especulativo.

Los días pasaban y los amigos interesados eran ya legión. Continuamente recibían ofertas sobre negocios difíciles de rechazar, verdaderos disparates algunos de los planteamientos. Hubo quien no dejó pasar la oportunidad para pedirles ayuda a la desesperada.

El padre de Elena cada vez desconfiaba más de la situación.

—Prudencia —repetía constantemente—, tenéis que planificar bien, de lo contrario acabaréis endeudados y, posiblemente, arruinados. Mantened la cabeza fría y asimilad, poco a poco, lo que os está pasando. La codicia aflora lo peor de las condiciones humanas. El dinero envilece. —Le oían, pero no lo escuchaban.

No tardaron en abandonar sus trabajos. Los consideraban una vileza para el nuevo rango social que ellos creían haber adquirido. La ocupación laboral de Alfonso, el marido, había sido la de recepcionista de un hotel de mediana categoría; siempre había admirado a los encorbatados hombres de negocios que, con sus maletines en la mano, trajinaban de continuo por el hall y ahora consideraba una bajeza tener que atenderlos. La esposa, Elena, desde hacía años trabajaba por las mañanas en una peluquería de señoras, pero, al mejorar su estatus social, no quiso seguir lavando o peinando cabezas ajenas.

En un edificio de la avenida principal de la ciudad, alquilaron una oficina con varios despachos y sala de juntas o de reuniones con su oblonga mesa. Muy importante proyectar una buena imagen en los negocios. Al final, una idea comercial prosperó: entablarían relaciones mercantiles con países en vías de desarrollo de ultramar, donde, les habían dicho, los buenos contactos servían para desplumar a los aborígenes y aprovecharse de las circunstancias.

El dispendio y la vida disoluta se instalaron en el matrimonio. Era como surfear sobre una gran ola, pero sin el dominio de la técnica necesaria para evitar la debacle. El tintineo de las máquinas tragaperras, el ruido de las ruletas con el rodar de sus bolas, las ágiles manos de los crupieres en el reparto de cartas, las fichas sobre las mesas, el deambular nervioso de la gente, el ambiente en general del casino…, habían atrapado al marido.

Una mañana, recibieron la llamada del banco: la situación era difícil…, quedaban anuladas las tarjetas.

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