LA NICOLASA
Por Maria Reyes Perez
09/02/2021
Esta hora de plomo
es recordada si sobrevivimos
cual recuerdan la nieve los que en ella se helaron:
primero frialdad, luego estupor y luego ya ceder.
Emily Dickinson
Nicolasa Centeno es devuelta al calabozo de la Chancillería de Valladolid, tras el último día de su juicio, que comenzó hace un año.
Ella, la Nicolasa, conocida también como la Gobernadora, ahora está en boca de los juzgamundos por su desventura: Nicolasa, quién te ha visto y quién te ve, sombra de lo que eras.
Durante la Guerra de la Independencia, en medio de la hambruna y la extorsión, Nicolasa no sólo se las ingenió para sobrevivir, sino que logró una buena posición, tanto para ella como para su madre viuda.
Todos recuerdan que no tardó en tener trato público con los franceses, recién llegados a la ciudad; especialmente con el general Dufresse, sustituto del gobernador Kellerman, conocido como El verdugo de Valladolid. Mujer de lozana juventud, belleza y buen gusto en el vestir, no pasaba inadvertida en las fiestas y los lugares públicos en los que acompañaba al general Dufresse. También podía vérsela entrar en la casa de éste a horas impropias para una dama, según sus convecinos.
Pero ya quedan lejos esos días. Valladolid ha sido liberada de la ocupación francesa y Nicolasa está siendo juzgada por infidencia a la nación.
Ha llegado exhausta al calabozo. Se ha recostado en el camastro y se ha cubierto con una vieja y maloliente manta. Hay tanta humedad que parece como si una espesa niebla hubiera atravesado los muros de piedra de la prisión. Por el día sólo recibe luz natural a través de un ventanuco enrejado.
Como todas las noches, antes de caer vencida por el sueño, en su cabeza se agolpa lo acontecido en el juicio e intenta compaginarlo con sus recuerdos, lo que siempre inicia con los mismos reproches: Tendría que haber dispuesto otro plan para mi sustento y el de mi madre al tiempo que mantenía el trato con el general. Antes o después, Dufresse habría sido enviado a un nuevo destino y su sustituto preferir otra compañía.
Y, sobre todo, debía haberme asegurado una buena cobertura ante posibles represalias en caso de que el bando nacional finalmente triunfara. ¿Cómo pude bajar la guardia con este asunto?… Por mi exceso de confianza, ahora me veo vejada.
Mientras lo piensa, cierra los ojos con todas sus fuerzas, como si quisiera borrar el pasado.
¿Qué más castigo quieren? —se pregunta en voz alta—. Ya el pueblo me declaró culpable y ejecutó su sentencia con el saqueo de mi casa. Si bien, no me cabe ninguna duda de que no fue por mi afrancesamiento, sino corroídos por la envidia de todo lo que había conseguido.
Al principio de su encarcelamiento, Nicolasa no dejaba de preguntarse quiénes la habían denunciado.
En el juicio lo descubrió al escuchar los testimonios sobre la trama de extorsiones de dirigentes franceses, mediante ciertos pagos para las arcas municipales. Muchos de los vallisoletanos implicados habían acudido a Nicolasa buscando su ayuda.
¡Qué ingenua fui! Me dejé llevar por sus lamentos. Les conseguí, con mucho esfuerzo, una gran cantidad de reales de rebaja, mientras ellos sólo me correspondieron con una simple propina. Y ahora me hacen esto. ¡Qué necios desagradecidos! ¡Qué ruines!
Cierto es que aproveché los asuntos de alcoba en mi favor, pero mis convecinos también se beneficiaron.
¡Qué hubiera sido de mí y de mi santa madre con un robaperas por marido! ¿Qué podían hacer dos mujeres solas sino buscar un buen protector ante la penuria y la barbarie?
De pronto suenan tres vueltas de llave. Se abre la puerta de hierro del calabozo y aparece el carcelero con un cuenco de agua y un mendrugo. Nicolasa no hace ademán de incorporarse, ni siquiera gira la cabeza. Sabe quién es simplemente por su hedor. Le repugna con su sola presencia. No puede olvidar que intentó tomarla por la fuerza al grito de: “¡Zorra, dame como buen español lo que entregaste al enemigo extranjero!”. Lo impidió otro de los carceleros no como acto de caballerosidad, sino pensando en las consecuencias si les pillaban.
Nicolasa espera a que salga el carcelero para respirar aliviada.
Sonríe de forma burlona al recordar la declaración de otro testigo, que aseguraba haber escuchado en la Plaza Mayor una conversación de ella y su madre con un mando militar francés en la que denigraban al ejército español.
¡Qué papanatas! ¡Pues claro que los soldados españoles eran unos piojosos mal vestidos y que en cambio los franceses parecían unos pimpollos! ¡Pero vamos!, el mequetrefe añadió, de su propia cosecha y con mala baba, que los primeros no tenían fuerzas y los segundos eran unos valientes.
A Nicolasa se le pone el rictus serio rememorando otras acusaciones más graves sobre su amistad con el alcaide de la cárcel, el comisario Nogués y autoridades francesas; todos ellos confabulados para vender excarcelaciones de presos comunes por unos cuantos miles de reales.
Fueron los días más duros del juicio. Pensó que todo estaba perdido. La desolación la llevó a no tener ganas de beber ni comer lo poco que le daban. Su defensor intentó animarla: “Señora, esos testimonios no se acompañan de pruebas. Nunca se sabe a ciencia cierta, pero este juez parece buscar argumentos sólidos. Le suplico que confíe en el buen hacer que me precede”.
Esas palabras le dieron aliento, así como la declaración del prior del Convento de San Diego. Nicolasa todavía recuerda la carta que éste les dirigió, años atrás, a su madre y a ella: Señoras doña Margarita y doña Nicolasa: Damos gracias a vuestras mercedes por el beneficio que han dispensado a esta comunidad y, al mismo tiempo, suplicamos intercedan por el hermano Fabián Romero sentenciado a pena capital…
¡Pobre hermano Fabián! No pude evitar su ejecución, pero al menos, logré que no sufriera la pena con el santo hábito… ¡Qué deshonor hubiera sido para él y la religión!
En otros casos sus particulares artimañas dieron mejores frutos. Se enorgullece de haber impedido que un niño de doce años fuera enviado al pelotón de fusilamiento. Era el hijo de un latonero, que fue aprehendido en las cimas de la tapia de la ciudad llevando pólvora a los guerrilleros. Como declaró el padre en la sala, su hijo estaba vivo gracias a Nicolasa.
Nunca olvidaré a aquel niño; fue un valiente. ¿De dónde sacaría las fuerzas para negarse a delatar a la persona que le enviaba? ¡Dios Santo, aun poniéndole brasas en las manos y los pies! Sentí admiración hacia él y una especial cercanía. Era un ejemplo más de que al enemigo se le puede hacer frente desde diferentes posiciones, incluso desde aquellas aparentemente más débiles.
Por aquel tiempo, los guerrilleros hostigaban a las partidas de soldados franceses para impedir el saqueo de pueblos, la imposición de contribuciones o requisas de víveres. Con uno de sus jefes, Tomás Príncipe, me carteé frecuentemente. Entre las demandas pecuniarias de los jefes galos por liberar alguno de sus hombres, incluí mensajes cifrados con información valiosa para repeler tropelías del ejército francés. ¡Si Dufresse se hubiera enterado, me habría matado él mismo!
Nicolasa se pregunta qué habrá sido del cabecilla. Seguro que Príncipe habrá tenido mejor suerte que la mía, tan vitoreado como fue por el pueblo que le consideraba héroe nacional. Aunque desconozco si dirán la verdad quienes le incluyen entre aquellos jefes de guerrillas que amasaron una fortuna gracias a la guerra. ¡Quien esté libre de culpa, que tire la primera piedra!
Nicolasa hunde la cabeza entre las manos. Se siente débil. Se acerca a la mesa a beber agua y comer un trozo de pan.
Trae a la memoria las palabras de su defensor en la sesión final de hoy: “En ninguna parte se ha ejecutado ni convenía persecución contra las mujeres que tenían trato y amistad con los franceses, porque bien es sabido que la necesidad o el capricho han sido motivo de esos enlaces, independientemente de toda relación política”. Piensa que no tendrá vida suficiente para agradecerle todo lo que ha hecho por ella.
Nicolasa cierra los ojos y respira profundamente. Se apoya con firmeza en la mesa, a modo de estrado, y repite, en voz alta, el último alegato que pronunció ante la sala abarrotada de gente:
Nadie sabe más que yo cuántos empeños y súplicas tuve que emplear en mis mediaciones, no todos confesables públicamente —recuerda el murmullo que se produjo en la sala—. No empuñé fusil, pero quién se atreve a decir que no logré los mismos fines que aquellos que lo hicieron. Señor juez, sólo espero, que en su sentencia me tenga por buena española y que, en todo caso, Dios se apiade de mí.
RELATO DEL TALLER DE:
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María Isabel López Ben
07/10/2024