LAS MANOS – Delia Garrido García

Por Delia Garrido García

Ese baño de sangre caliente en sus manos y ese olor metálico fue un auténtico delirio. Comenzaban a encajar las piezas del rompecabezas que era su vida.

 

 

Sus brazos eran el primer cobijo de la vida que se abría paso entre el dolor más feroz y el amor más absoluto, sentir el calor de la sangre con la vida que se agita entre las manos era una sensación que la llenaba de vida. Escuchar el llanto vigoroso del niño que llega al mundo era un acontecimiento mágico.

Raquel era matrona en el maternal de la ciudad. A pesar de su corta edad había logrado una codiciada experiencia profesional. Volvió a la ciudad después de residir algún tiempo fuera, ahora vivía junto a Raúl en un pequeño piso a las afueras de la ciudad.

El hombre más bueno del mundo era Raúl, sus ojos azules eran la muestra de la nobleza más incondicional, quererlo era fácil, la vida junto a él era siempre impredecible. Se conocieron siendo casi unos niños y desde ese mismo momento se fue forjando un amor leal y sincero.

Raquel era feliz, en su vida sencilla habitaba todo lo que deseaba, no quería más de lo que tenía. Su pequeño mundo se volvía gigante con las cosas más simples.

La vida del hospital transcurre lenta, entre sus interminables pasillos y blancas paredes caminan de la mano la vida y la muerte. En las situaciones más extremas se halla la verdadera calidad humana. Hubo momentos penosos que no habían pasado de largo en la vida de Raquel y cruzarse en la vida de alguien que nunca hubieras querido conocer fue uno de esos momentos. Situación extraordinaria fue la que surgió durante aquellos días y que jamás pensó que experimentaría. Su vida segura y tranquila se vio envuelta en una revolución de emociones.

Se cruzaron en su vida casi por casualidad, fue por la mañana en el hospital, ingresaron en urgencias porque la madre dejó de sentir al bebé que estaba a punto de nacer.

El hombre apareció todo emperifollado, los zapatos lustrosos despedían un brillo que fascinaba, la indumentaria iba al son del lujo y el exceso que ostentaban, pero era evidente que la abundancia no regala benevolencia. En el instante mismo en que Raquel cruzó su mirada con el hombre sintió que sus ojos estaban muertos, vacíos de toda expresión, pero al mismo tiempo escondían algo inquietante.

El monitor fetal confirmó que no existía latido. Al conocer la noticia, se desató en él la furia más desproporcionada, su mirada inexpresiva de antes se volvió iracunda, eran los ojos de la maldad más explícita, comenzó a desatinar sin medida, el lamento de la esposa era más contenido, pero no menos doloroso.

Adoptó una actitud insolente, insistía en salir de allí. Dominado por una rabia irrefrenable se desplazaba de un sitio a otro sin darse tregua. Esa forma de caminar envalentonada, siempre erguido, exhibiendo una personalidad potente y controvertida y mostrando un

 

comportamiento agresivo y severo con todo lo que le rodeaba, daban muestras de un temperamento perturbador.

-Si se va, no podrá volver a entrar -le espetó Raquel, la mirada que le dirigió él fue destructiva.

Insistía una y otra vez en abandonar el lugar, estaba muy exaltado y Raquel tuvo que desafiarlo de nuevo.

-¡Ya le he dicho que no puede salir!

Tan empeñado estaba en salir de allí, que Raquel creyó definitivamente que estaba desquiciado.

Durante el tiempo que permanecieron en el hospital, Raquel supo por la esposa que gozaba de una excelente reputación en el mundo de las finanzas, cosa difícil de imaginar por el talante que mostraba, que era un profesional con éxito indiscutible, que alternaba con la élite del mundo financiero, que era muy inteligente. A ella la trataba con indiferencia e incluso con desdén, pero desde que supo que iba a ser madre se apoderó de él una singular atención, la contentaba con todo tipo de regalos y le mostraba un afecto que nunca antes había expresado.

Lucía, que así se llamaba la mujer, era una pobre infeliz sometida a los caprichos de su esposo y adaptada a todo tipo de desprecios. Su vida era deplorable.

Desde el mismo momento en que apareció en su vida, Raquel se sentía vulnerable ante la presencia del hombre, sabía que algo sucedía con él, la forma en que la miraba entre el odio y el deseo, esa manera de dirigirse a ella, lo mismo era discreto y seductor que se mostraba sádico y maleducado. No veía el momento en que lo perdería de vista, pero lo que más dañaba su ánimo era la manera encubierta de culparla a ella y a la madre de la muerte del hijo. El modo en que trataba a la mujer desde el instante en que supo que el hijo no vivía no podría ser descrito. Habían truncado sus deseos de ser padre y conociendo la fragilidad de la mujer embestía sin piedad.

Olvidar los días vividos junto a ellos se le hacía tarea casi imposible, no podía apartar de su pensamiento la imagen de una mujer tan vencida por un hombre.

Y comenzó el otoño, los días se hacían más cortos, la vida continuaba con su habitual rutina, el trabajo y el calor del hogar.

Una buena mañana, al comenzar su jornada en el hospital, una compañera de trabajo le entregó unas flores que habían llegado para ella el día anterior.

-¡Bueno, Raquel me marcho ya, mañana me cuentas!

Raquel contempló el magnífico ramo, había una gran variedad de flores, abrió el sobre, no había nombre ni dirección, solo una nota con unas breves palabras.

“Hola. ¿Te ha ido hoy todo bien?”

 

Únicamente esas palabras, le pareció algo raro, pero pensó que se trataría de un regalo de alguna madre o algún padre, en muchas ocasiones recibía obsequios de familias agradecidas. No quiso darle más importancia.

De regreso a casa, mientras conducía pensaba si comentarlo con Raúl o no. Al final estimó que no lo haría, no merecía la pena darle vueltas a algo que posiblemente no tendría ninguna importancia y para Raúl sería motivo de preocupación.

Aquella anécdota hubiera pasado inadvertida si no se hubiera repetido otra vez a finales de octubre.

Esta vez sí estaba en el hospital cuando llegó el mismo ramo de flores. Al verlo le dio un vuelco el corazón, algo no iba bien y lo presentía. Era exactamente igual que el anterior, lo mismo de hermoso, creía recordar que las flores eran incluso las mismas y acompañado con las mismas palabras:

“Hola. ¿Te ha ido hoy todo bien?”

Esta situación ya comenzaba a ser incómoda, se sentía cobarde. No sabía cómo actuar, qué podría hacer, no quería preocupar a Raúl y tampoco, en esta ocasión, lo dijo en casa.

Continuó con su vida como si no ocurriera nada, pero a partir de aquel momento ya nunca mantuvo la serenidad, creía incluso que la seguían por la calle, a veces le parecía ver caminando entre la gente al hombre del hospital, con su forma de andar tan tiesa y presuntuosa, pero rápidamente desechaba esa idea y pensaba que estaba demasiado obcecada con el tema.

En la casa intentaba que Raúl no sospechara nada, quería protegerlo de su preocupación. Pero desde que lo conociera, nunca desapareció de su memoria esa mirada demente.

Era el mes de diciembre, las luces de la ciudad y las guirnaldas luminosas que colgaban de balcones y ventanas anunciaban que había llegado la Navidad. A Raquel le fascinaban las luces de colores y aquellos días le devolvían a la niñez y a los recuerdos más bellos de la infancia.

Raúl le hizo una llamada al finalizar la tarde, todavía no volvería, pero a veces le gustaba hablar con ella y de paso preguntar que le apetecía cenar.

-Raquel, ¿preparo una pizza?

-Me parece bien, llegaré sobre las diez y media o así.

-De acuerdo, nos vemos luego.

-¡Adiós!

 

 

El lobo se preparaba para salir de su guarida, se aproximaba la hora de la caza.

 

Se dio una ducha, se vistió escrupulosamente, se acomodó su gabán sobre los hombros, se encajó el sombrero, guardó en los bolsillos del abrigo todo lo necesario, en realidad, eran pocas cosas.

Salió de casa.

Ella abandonó el maternal sobre las diez y veinte de la noche, se dirigió al garaje para

recoger el automóvil y marchar a casa. “Raúl ya me estará esperando”, pensó.

Accionó el mando, parpadearon brevemente las luces, se encaminó hacia donde el coche le había indicado, nada más colocar la mano sobre la manija alguien le cubrió fuertemente la boca, solo tuvo tiempo de sentir el látex que tan familiar era para ella.

Le abrió el cuello de parte a parte, apenas sintió dolor. Cuando se desplomó sobre el suelo con la visión enturbiada por la muerte, sólo pudo distinguir el lustre de los zapatos que nunca pudo olvidar, relumbraban junto a ella, estaban regados con su sangre.

 

 

Raúl la esperaba con la mesa dispuesta, el mantel, los cubiertos, la pizza que ya comenzaba a enfriarse. Le resultaba extraño que no hubiese llegado todavía, no respondía al teléfono, comenzaba a inquietarse. Habían transcurrido más de dos horas, sintió un escalofrío que le heló hasta el alma.

Llamaban a la puerta con insistencia.

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