LAS PESADILLAS SIEMPRE VUELVEN – Catalina Bermúdez González

Por Catalina Bermúdez González

El día había sido completamente agotador. De esos en los que solo piensas que si te hubieras quedado en la calidez y comodidad de tu cama, lo hubieras hecho mucho mejor. Estaba deseando llegar a casa de la abuela para refugiarme en la seguridad de sus abrazos y la calma de sus palabras con las que siempre encontraba paz.

Mi consuelo es que era viernes y ya podría descansar y desconectar el fin de semana. Necesitaba mínimo un día entero de estar en casa haciendo solo lo más necesario para manejar el día.

Hacía tiempo que vivía con la abuela, ella estaba ya muy mayor y necesitaba compañía y ayuda en ciertas actividades del día. Siempre me había cuidado desde niña y yo necesitaba devolvérselo cuando más me necesitaba. Aunque jamás pidió ayuda. Supongo que la cabezonería venía de la familia.

Después de prepararle su cena y acostarla, tenía claro cuál iba a ser mi plan esa noche antes de dormir. Poder disfrutar de una copa de vino blanco, preparar un baño caliente y dejar ahí todas las cargas del trabajo.

Llegó la hora de salir de mi plano laboral, me dirigí al parking, me monté en mi coche, lo arranqué con dirección a mi hogar. Con la música a todo volumen, me relajé sin pensar en el camino de vuelta. Lo conocía con tanto detalle, que sería capaz de hacerlo con los ojos cerrados.

Había poco tráfico ese día, se notaba que era invierno en todo su esplendor. Un dos de noviembre de mucha lluvia y con ese horrible frío que te calaba hasta los huesos. Odiaba el invierno para ir trabajar y lo amaba si me quedaba todas las horas en casa. Al final, casi sin darme cuenta había llegado a mi hogar.

La casa era el sueño de cualquier persona a la que le gustara vivir en la naturaleza. Rodeada de vegetación y a kilómetros de cualquier otra alma. No era demasiado grande, pero eso la hacía aún más acogedora. Tenía enredaderas por las paredes de madera que le daban un aspecto aún más de cuento.

La abuela estaba en el salón de la casa, con la chimenea encendida y sentada en su sillón favorito tejiendo, que era una de sus grandes pasiones. Yo ya había perdido la cuenta de cuántas bufandas y calcetines tenía guardados en el armario.

-¡Hola, abuela! ¿Todo bien? ¿Necesitas algo? Vaya día he tenido hoy en el trabajo…

Ella me sonrió y dejó la bufanda a un lado y me abrió los brazos como bienvenida a mi refugio favorito: sus abrazos y besos.

La abracé como si fuera una niña de nuevo llenándome por completo de ese olor a jazmín tan característico de ella.

Ella acariciaba mi cabello y besaba con mimo mi cabeza y frente.

Empecé a contarle cómo había ido mi jornada laboral mientras le preparaba la cena. Luego mientras se la daba, ella me contaba lo interesante que había sido la novela esa tarde y los pequeños problemas que le había dado su trabajo de tejer.

Cada día estaba más mayor. Podía ver en su rostro todas las arrugas que te hablaban de cada una de las batallas que había vivido, en una vida nada fácil. Esas historias que me contaba de niña y que, siendo ya adulta, se las seguía pidiendo. Aunque con el pasar de los años, esas aventuras iban perdiendo detalles a su paso. Lo que ella nunca perdía es el brillo de sus preciosos ojos azules y la calidez de su increíble sonrisa.

A mí el corazón se me hacía más pequeño cuando la iba viendo envejecer. No quería que llegara el frío momento en el que no pudiera abrazarme más.

Empecé a prepararla para acostarla. Yo estaba muy cansada y necesitaba con urgencia esa copa de vino.

Su habitación era cálida, no había cambiado mucho desde que yo era una niña. Me encantaba mirar por la enorme ventana que había en la pared y que daba al jardín. «¿Cuántas veces nos habría vigilado a mis primos y a mí desde esa habitación?». Una ligera sonrisa inundó rápido mi rostro.
Siempre me pedía que le dejara la persiana subida porque me decía que no le gustaba la oscuridad. Y que así, se dormía disfrutando de las estrellas que bañaban la noche y que las sentía tan cerca de ella. Aunque, esta vez, solo iba a poder ver las nubes en el cielo.

Después de acostarla, darle un fuerte abrazo y un beso en la frente, salí en dirección al baño, que se encontraba al final del pasillo.

Siempre le dejaba en la mesita de noche, una pequeña campanita de metal que ella debía hacer sonar si me necesitaba y estaba yo acostada. Nunca la había escuchado aún.

Empecé a preparar la bañera con agua muy caliente y la copa de vino que me iba a tomar allí dentro. Me desnudé lentamente y me introduje en la bañera.

Me estaba relajando física y mentalmente como hacía mucho tiempo que no conseguía.

Oí un pequeño ruido, miré hacia la puerta para ver y escuchar con más atención si había sido la abuela. Nada más sonó y no le di más importancia. Era una casa vieja en la que muchas veces se percibían sonidos.

Salí de la bañera, me sequé y me puse mi ropa interior. Terminé mi copa de vino y fui a la habitación de la abuela para ver si estaba bien antes de acostarme. Todo parecía estar tal y como la había dejado antes de mi baño. Ella seguía en la misma posición y parecía dormir muy relajada.

Al abandonar la habitación percibí una ligera fragancia vagamente familiar. Lejos de hacerme sentir cómoda me generó inquietud. Traté de alejar esas sensaciones incómodas de mí.

Dormí toda la noche intranquila. Sentía que alguien me observaba. No paraba de moverme y despertarme varias veces.

Me desperté sobresaltada al escuchar la campanita que la abuela tenía en su mesita de noche. Miré el móvil y eran las 5:20 de la madrugada. Ella nunca la había hecho sonar, incluso se enfadaba conmigo cuando le pedía que lo hiciera si necesitaba lo más mínimo y ella siempre me respondía que no me iba a molestar «para tonterías». Me levanté rápido y fui directa a su habitación. Casi no había luz, la oscuridad reinaba allí. Por lo poco que podía ver, ella parecía estar bien, seguía en la misma posición que la dejé, incluso la pequeña campanita parecía que no se había tocado.

Estuve allí parada un par de minutos intentando adaptar mi vista a la negrura que se respiraba en la habitación, nada parecía fuera de lugar y yo no quería despertarla si no veía nada raro.

«Habrá sido un simple sueño», pensé. Me toqué la frente y estaba bañada en sudor. Solo había sido una pesadilla ocasionada por la fiebre.

Me volví a la cama intentando conciliar de nuevo el sueño. No sabía cuánto tiempo había pasado, cuando de nuevo la campana tintineó. Miré de nuevo la hora en el móvil, eran las 6:20. Había pasado una hora exacta desde la primera vez.

Fui de nuevo a su habitación, extrañada. «¿Jamás la había hecho sonar y hoy sonaba dos veces?». Me quedé en su cómoda. Todo seguía estando exactamente igual. Entré muy despacio a la habitación y cogí la campanita entre mis manos, estaba bien. La agité ligeramente y emitía el mismo sonido que en las dos ocasiones anteriores. Me restregué de nuevo la frente que seguía bañada en sudor y solté un resoplido al mismo tiempo que la dejaba sobre la mesa.

Algo debía de estar ocurriendo, o la fiebre me estaba jugando una mala pasada, hasta hacerme tener alucinaciones. Regresé a la calidez de mi cama, en la que permanecía hasta las 8 de la mañana, hora en la que me dirigí a la cocina a por un vaso de agua para tratar de recomponerme de la horrible noche que había tenido.

Cogí otro para llevarlo a la habitación de la abuela y así poderle dar las pastillas que tenía siempre preparadas en su cómoda. Empecé el camino hacia su dormitorio para despertarla y comenzar el día.

Para mi sorpresa, seguía existiendo mucha oscuridad allí, incluso estando la persiana levantada y siendo ya de día. Me sentí incómoda al entrar y, casi de forma inconsciente, tragué saliva mientras mis torpes manos temblaron ligeramente.

«¡Oh, vamos! ni que fuera una niña para seguir temiendo la oscuridad», pensé negando con la cabeza.

-Buenos días, abuela ¿qué tal has dormido? ¡Vamos a comenzar el día! Espero que hayas pasado mejor noche que yo porque la mía ha sido horrible, con fiebre y pesadillas. ¿Sabes que escuchaba la campanita sonar en mis alucinaciones?

No se había movido. Ella tenía el sueño muy ligero y casi al entrar se iba siempre despertando. Esta vez no estaba siendo así.

-¿Abuela?-pregunté más cerca de ella y moviéndola un poco por el hombro.

No se movía. Estaba fría y rígida. El pánico empezó a invadir cada rincón de mí.

«No, por favor. No puede ser.»

Lo más rápido que pude llamé al teléfono de emergencias para que vinieran y también a mi madre. Entre lágrimas pude explicar vagamente lo que había pasado. La abuela no se movía ni respiraba.

Llegaron de emergencias bastante rápido, lo único que pudieron hacer al entrar en la habitación fue certificar su muerte.

Nunca se está preparado para ese momento. Por muy mayor que la veas o por muy mayor que te veas a ti misma para sobrellevar la muerte de tu pilar en la vida. Lo peor era no entender nada, anoche ella estaba perfecta.

Tenía el corazón completamente roto, mis lágrimas caían por mi rostro sin parar. No sabía qué pensar ni qué creer. La noche se la había llevado. La muerte le había arrebatado su vida. Había perdido a mi abuela sin poder hacer absolutamente nada por ella.

Cuando volví a mirar hacia la cama vi que la habían descubierto y las sábanas estaban completamente llenas de sangre. Me quedé paralizada del horror de ver a mi abuela bañada en ese color rojizo.

-Su abuela ha fallecido de una herida en el abdomen con un objeto punzante sobre las diez de la noche.

«¿Objeto punzante? ¿Asesinato?», mi rostro mostraba la perplejidad de descubrir que habían asesinado a mi abuela estando yo allí y sin haberme dado cuenta de nada.

-¿Disculpe? ¿Se refiere a que la asesinaron anoche a las diez? Eso no puede ser posible. La acosté sobre las nueve y media, estaba todo bien. He entrado varias veces a su habitación esta madrugada para comprobar que estaba todo como siempre ya que escuché la campanita que yo dejo siempre en su mesita de noche. Y todo estaba como de costumbre.

Miré a la mesita señalando el lugar en el que estaría el objeto nombrado. No había ni rastro de ella. Me quedé blanca, me temblaban las manos y me costaba respirar.

«¿Qué estaba pasando?». Esa frase se repetía una y otra vez en mi cabeza.

Empecé a buscar la campanita por el suelo y nada. Ni detrás de la mesita, ni en ningún rincón de la habitación. Todo era como si jamás hubiera estado ahí. El miedo me inundó por completo. Aquel recuerdo de mi infancia, ese que creía haber superado, volvió a mí con más fuerza que nunca.

Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo mientras trataba de tragar saliva y calmar mi respiración acelerada.

Me senté como pude en el suelo mientras apoyaba mi espalda contra la pared. Empecé a acercar lentamente mis rodillas al pecho y comencé a balancearme negando con la cabeza.

«No podía ser, otra vez no». No dejaba de pensar en ello.

Un ligero quejido escapó de mis labios mientras las lágrimas bañaban mi rostro.

-Había vuelto…, él había vuelto.

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