LO SABÍA – Gabriela Abarca Guadalajara

Por Gabriela Abarca Guadalajara

La conoció una mañana de verano en las fiestas, lo miró con atrevimiento y él pudo percatarse de un centelleo inquietante en sus ojos negros.

Esa misma tarde bailaron juntos, charlaron sentados en la plaza y  compartieron una gaseosa  y almendras garrapiñadas.

Seis meses mas tarde se casaron.

Braulio comenzó a trabajar en la fábrica de ladrillos y eso les permitió adquirir una  vivienda modesta. Pronto llegaron dos niños y la familia se completó. Un vida apacible en un pueblo tranquilo, aunque Francisca nunca estaba contenta, se quejaba del escueto sueldo, de la casa pequeña, de los niños traviesos y alborotadores,  también de sus vecinas chismosas y de las mínimas posibilidades de prosperar. Su marido escuchaba cada una de sus reclamaciones sin replicar y procuraba pasar el menor tiempo posible en casa. Trabajaba en turno de mañana y por las tardes se reunía con sus amigos en el bar para jugar a las cartas y beber vino. En la noche buscaba el calor de su esposa con manos toscas y olor a alcohol; una rutina que apenas duraba diez minutos y que después a él lo dejaba profundamente dormido y a ella con el estómago y el alma revueltos.

 

 

Un día otoñal apareció en el pueblo un cura joven y bien parecido que venía a hacerse cargo de la parroquia. Era un hombre amable y bien dispuesto a ayudar a quien lo necesitara. Francisca, quien nunca había sido practicante de la fe católica, asistía a rezar el rosario al anochecer y no faltaba ningún domingo a oír misa acompañada de sus hijos. Le confesó a don Pedro su vida monótona y la infelicidad que vivía con un marido mas entusiasmado en el bar que en su familia. El sacerdote la reconfortaba con sus palabras y le conseguía ropa y comida, ella  a su vez lo retribuía invitándolo a almorzar los domingos.

Así fue cuajando una amistad un tanto extraña, pues las visitas se extendieron también a las tardes, cuando Braulio estaba en el bar y los niños jugando en la calle. Conversaban durante horas y Francisca lo acompañaba a visitar enfermos o a las casas mas humildes para llevar víveres y consuelo.

Entre la vecindad surgieron murmuraciones acerca de esta relación pero ambos ignoraron tales comentarios y nadie se atrevió a poner sobre aviso al bueno de Braulio.

Transcurría el tiempo y don Pedro cada vez estaba mas inserto en la familia, eso hacía que los chismes aumentaran y disminuyeran los feligreses, descontentos con el comportamiento del sacerdote.

 

 

Una tarde lluviosa venían de socorrer a una familia que ocupaba una de las casas abandonadas al lado de la estación, se apresuraron para resguardarse en un cobertizo casi en ruinas. Francisca se despojó de su chaqueta de lana para sacudirle el agua y sin esperarlo don Pedro la tomó por los hombros y la miró a los ojos, ella reconoció el deseo en esa mirada y  retrocedió huidiza, entonces él la atrajo con suavidad y comenzó a besarla con dulzura,  en los ojos, la cara y los labios. Notó como se agitaba su respiración y el corazón le latía apresurado, y como si se desprendiera la voluntad de su cuerpo y solo pudiera seguirlo, correspondió abriendo su labios y rodeando su cuello con los brazos.

Una pasión inusitada les apremiaba y comenzaron a desnudarse uno al otro con más torpeza que premura; Francisca no atinaba a desabotonar la camisa y Pedro peleaba con el broche del sostén, las manos temblorosas, los estómagos encogidos de miedo y frenesí. Cayeron sobre el suelo sucio de paja y barro sin importarles lo más mínimo, rodaron entre caricias hasta desprenderse de la ropa que les estorbaba para comenzar una danza de movimientos acompasados que los condujo

a lugares jamás imaginados para acabar derramádose en un mar de placer.

Se cubrieron con la gabardina y estuvieron abrazados  en silencio por mucho tiempo. Cada uno inmerso en sus pensamientos. Al anochecer se vistieron y regresaron al pueblo.

 

Francisca experimentaba un cúmulo de emociones con tan solo recordar esa tarde; miedo, deseo, inquietud, alegría. Andaba despistada y con sueño, pues se pasaba la mitad de la noche imaginando cómo y cuando sería su próximo encuentro, recordando los besos húmedos, las suaves caricias y los embates del amor que la hicieron gozar como nunca imaginó.

 

Don Pedro amaneció con calentura y dolor de huesos. No se atrevía a salir de la cama no tanto por la flojedad como por el sentimiento de culpa y remordimientos que lo atormentaba. Estuvo así durante dos días hasta que el sacristán llamó al doctor Peñafiel quien le recetó analgésicos y mucho líquido para pasar la gripe que lo tenía desmadejado, aunque él bien sabía que su malestar era producto del horrible pecado cometido.

Una semana mas tarde  reanudó sus oficios eclesiásticos y ese mismo día  después del rosario Francisca lo esperaba en la sacristía.

Entró sin mirarla y se dispuso a quitarse la casulla de espaldas a ella.

 

-Francisca… yo…creo que tenemos que hablar.

-Si claro. Como digas.

Notó que le apeó el tratamiento y eso lo disgustó y lo preocupó en partes iguales.

-La otra tarde cometimos un pecado, un pecado horrible. Yo soy un hombre de Dios y tú estas casada. Nos dejamos arrastrar por nuestros instintos primarios  y no medimos el alcance de la locura que cometimos.

Se dio la vuelta y enfrentó los ojos de ella más negros que nunca, profundos y acuosos, se fijó en sus labios carnosos entreabiertos y bajo la mirada.

-Por el bien de los dos, lo más prudente es que ya no me esperes aquí, que no me acompañes a las visitas…

-Pedro mírame, mírame por favor.

-¡No me llames así! Soy don Pedro, el párroco de esta iglesia. -le gritó.

Se marchó apresurada antes que sus lágrimas la delataran delante de las últimas mujeres que quedaban en el atrio, llegó a su casa y se encerró en el baño. Lloró durante un buen rato, y cuando logró calmarse abrió la puerta y allí estaba Braulio -¿Qué te pasa? ¿por qué lloras?

-No me pasa nada -le dijo apartándolo.

-¿Y la cena? -preguntó él.

-Aún no está, hoy has venido más pronto. Voy a prepararla.

 

En los días siguientes no acudió a la iglesia ante la extrañeza de sus vecinas y las comadres que se juntaban en la capilla del santo. Pasaba las horas limpiando y ordenando la casa, atendiendo el huerto, pintando la cerca, desempolvando el trastero,  hasta que llegaba a la cama extenuada y comprobaba una noche más que no podía dormir. Adelgazó y le aparecieron unos surcos negros debajo de sus ojos. Le dolía con frecuencia la cabeza y no retenía los alimentos por mucho tiempo en el estómago.

-Algo te pasa, no me digas que no. -le espetó Braulio.

-Estoy cansada, nada mas.

-Si tu lo dices…

Don Pedro no acababa de recuperarse de la gripe. Estaba lívido, decaído, se olvidaba de sus pobres y enfermos y algunas veces le faltaba el aliento para el último rezo del día. Sus feligreses lo agasajaban con buenos caldos y viandas, con los mejores vinos y orujos y las mujeres le tejieron chalecos gruesos. Pero ni así parecía mejorar. Andaba despistado, abstraído y algunos lo vieron hablando solo.

 

Una mañana de domingo después de la misa Francisca lo esperaba en la vicaría, cuando lo vio entrar retrocedió hasta chocarse con la pared, él la miró y notó su delgadez y sus ojeras, ella advirtió su palidez,  su aire cansado. Se acercó  y cerrando los ojos la besó en la comisura de los labios, murmuraba su nombre mientras le acariciaba el pelo con una mano y con la otra la atraía hacía sí. Lo apartó diciéndole:

-Pedro, no puedo, no puedo seguir así. Ya se lo que me vas a decir….

-Calla, calla, por favor, yo tampoco puedo seguir así. Estoy enfermo. Me duele todo el cuerpo, pero más me duele no poder estar contigo… te sueño a todas horas…te deseo y esto me está matando. -Cerró la puerta.

-Entonces dime, dime tú qué hacemos ahora. -le suplicaba llorando.

-No se, no se… -le dijo abrazándola- yo lo único que se es que te necesito, que quiero estar contigo.

Al oír esas palabras Francisca suspiró aliviada y lo abrazó con fuerza.

-Esta tarde te espero en mi casa, entra por la puerta del patio. -le dijo él.

 

Abrió la reja con cuidado para que no chirriara y se aseguró que no había nadie en la calle. Se adentró en la casa por la pequeña puerta y subió deprisa las escaleras oscuras y angostas, cruzó el recibidor y llegó al dormitorio. Estaba avivando el fuego cuando la oyó entrar.

Sin apuro se desnudaron mientras los besos hacían pausas en cada recodo de sus cuerpos, ella se abrió como una flor y él se adentró para comenzar una de las mas bellas danzas de amor, lo esperó en cada parada del camino y ambos llegaron juntos al mas hermoso paraje nunca visto.

Pasaron el resto de la tarde en la cama, contándose los más íntimos secretos, riendo, bebiendo vino dulce y haciendo planes.

Al caer la noche se despidieron con la promesa de verse al día siguiente para determinar qué día se marcharían.

 

Salía por la puerta cuando el reloj del ayuntamiento estaba dando las diez de la noche. En su urgencia por llegar a casa no se percató que había alguien en la esquina. Avanzó deprisa y sólo notó su presencia cuando ya lo tenía encima. Braulio le asestó una puñalada en el vientre, Francisca lo miró horrorizada, sin mediar palabra hundió de nuevo la navaja, esta vez en un costado, y una tercera vez en la espalda cuando ella trataba de huir. La miró desvanecerse y quedar tendida en el suelo rodeada de sangre.

Abatido se dio la vuelta y se dirigió  camino de su casa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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