MI MONSTRUO Y YO

Por Ariadna Galí Bergillos

“La primera vez que vi a Martín, me pareció una criatura asustadiza, comida por sus miedos infantiles. Años después me doy cuenta de que, a veces, tu mayor miedo acabas siendo tú mismo y que las cosas no siempre son lo que parecen.”

Uno de los peores miedos que existen es despertarte en plena noche para darte cuenta de que tu peor pesadilla se ha hecho realidad. O, al menos, eso es lo que creía Martín, que noche tras noche se escondía en un rincón de su habitación intentando no ser encontrado. Lo había imaginado muchas veces: la quietud de la casa, el ruido de las escaleras, la pausa vacilante ante su puerta, el movimiento del pomo al abrirse… Y toda la cena que salía por donde había entrado. Sentado en el frío suelo del baño familiar intentaba calmarse, esperando la ayuda y el apoyo paternal que nunca llegaban. La soledad se hacía más presente que nunca, o eso es lo que me contaba.

La mañana tampoco traía consigo buenos momentos. Se pasaba los días adormilado, con unas profundas ojeras adornando su joven perfil y deambulaba, solitario, dejando pasar las horas hasta que la oscuridad volvía a teñir la ciudad, dando paso a una nueva noche de terrores y monstruos.

Cuando todo dormía, una protectora luz iluminaba la pequeña habitación de Martín que, sentado cerca de la ventana, dejaba pasar las horas. Aún y haber imaginado la misma situación una y otra vez, nada pudo compararse a esa fatídica noche cuando se encontró cara a cara con su mayor temor.

Fue un día como cualquier otro, sin novedades ni sobresaltos. Al ser verano, Martín se encontró en la cama cuando aún había luz fuera y pensó que dormirse en ese momento le ayudaría a ahuyentar las pesadillas. No llevaba muchas horas dormido cuando un ruido le despertó. Se incorporó, asustado, y tiró de la sábana para cubrirse su pequeña cabeza. Los crujidos de la madera le alertaron más, viéndose a sí mismo siendo el protagonista real de su pesadilla. Ocurrió tal como lo había imaginado: los pasos arrastrados por la escalera, él indefenso en su cama sin tener tiempo de levantarse y esconderse, pues le oiría, la pausa delante de la puerta, su mano intentando apagar la pequeña luz y el pomo redondo girando lentamente para más tortura. Notó que el corazón se le subía a la cabeza, presionando, y sintió que se iba a morir de miedo. La puerta se abrió del todo y Martín se quedó congelado. Ni siquiera fue capaz de gritar. Delante de él se encontraba lo que más había temido pero su aspecto era demasiado parecido al suyo para ser considerado un ser de otro mundo.

—¿Qu-quién e-eres? — preguntó, titubeando. De pronto, se dio cuenta de lo que había hecho y se cubrió rápidamente la boca con ambas manos. El recién llegado le miró intensamente, como analizándolo. Martín se removió en la cama, incómodo.

—¿Quién eres tú?

—¿N-no has venido a buscarme… a mí?

—Bueno, es hora de ir a dormir. Por eso he venido, no pensaba que ya habría alguien — dijo mientras observaba el desorden de la habitación, bajo la atenta mirada de Martín.

—¿Todos los monstruos tenéis este aspecto?

—¿Qué quieres decir?

—¿Todos parecéis tan… normales? — El monstruo reprimió una carcajada.

—No sabría decirte.

—¿Y no estás aquí para hacerme daño? — La curiosidad empezaba a ganar al miedo, de manera que Martín salió de la protección de las sábanas y se acercó más al borde de la cama.

—No sé por qué debería. ¿Así que tú eres Martín? — Los ojos de Martín se abrieron como platos, ¿cómo lo había adivinado? Quizá serían cosas de monstruos.

—Sí, ¿y tú? ¿Tienes nombre? — Antes de que el aludido pudiera responder, Martín saltó: — ¡Ya sé! ¿Puedo llamarte Mo? De monstruo, ¿sabes? — Una risa musical resonó en las paredes de la habitación.

—Nadie me había puesto un mote así antes, ¡me gusta! — exclamó Mo, feliz con su nuevo apodo.

Y fue así como esa noche, que apuntaba ser la más terrorífica de todas, asistió al nacimiento de esta peculiar amistad. Al principio, Martín no sabía si debía sentirse seguro o seguir sospechando de su nuevo amigo, pues quizá Mo solo intentaba ganarse su confianza para poder hacerle más daño después. Pero su nuevo amigo se las ingenió para que fuera confiando más y más en él.

Solo se veían por las noches. Después de charlas interminables, Martín caía agotado en un profundo sueño, aunque solo fuera por pocas horas. Cuando se despertaba, volvía a estar solo. Martín no sabía dónde se iba su amigo al amanecer. La noche, oscura e íntima, les unía y les permitía compartir confidencias que bajo el sol nadie se atreve a expresar. Martín a veces sorprendía a Mo con la franqueza que utilizaba para explicar sus problemas. Había días que se quedaba pensativo, mirando a la calle desde su ventana.

—Cuando no puedo dormir, me gusta mirar afuera. Me hace sentirme menos solo saber que hay alguien aún despierto en la calle o en su casa, con la luz encendida, que quizás podría verme.

Mo siempre saltaba a abrazarle. Y es que por mucho que parecieran de la misma edad, Martín vivía con unas cargas invisibles que le hacían agarrarse aún a esa inocencia pura de los más pequeños. No sabría decir cuándo Martín empezó a dejar atrás sus miedos, pero el caso es que el cambio hizo efecto en él. Se sentía más seguro y empezaba a sonreír mucho más. Las dolorosas ojeras dieron paso a unos ojos más vivos y expresivos y muchas veces Mo se lo encontraba dando saltos por la habitación cuando empezaba a caer la noche. En esos días acostumbraban a inventarse historias con las sombras que proyectaba la pequeña luz de noche en la pared de su cama.

Fue precisamente una noche de esas, que después de contar historias y de tanto reír, Mo se cayó de la cama. Cuando Martín le estaba ayudando a incorporarse, la puerta se abrió. Apareció su padre, con los ojos soñolientos y un espray en la mano derecha. Era la primera vez que alguien invadía su territorio y los dos amigos se levantaron, sorprendidos.

—¿Qué ha pasado, hijo? ¿Estás bien? ¿Ha sido un monstruo otra vez? — los ojos de los pequeños se abrieron de forma descomunal. — He traído el antídoto — dijo, mostrando el espray. Estaba decorado con purpurina y pegatinas. Con rotulador fluorescente se había escrito “Espray anti-monstruos”.

Y antes de que nadie pudiera reaccionar, el hombre empezó a rociar toda la habitación. Mo se quedó paralizado, ¿qué hacía su padre con el espray de cuando era pequeño? Martín empezó a llorar desconsoladamente.

—¡No, papá! Lo has entendido todo mal, Mo no es un monstruo malo, ¡es mi amigo! ¡Para, para! — empezó a tirarle de la camisa para intentar pararlo, sin éxito. Parecía como si el padre no se diera cuenta de lo que ocurría realmente.  — ¡Mo! ¡Huye! Vete si no quieres desaparecer, vamos, ¡muévete!

Pero Mo se encontraba paralizado, sin saber cómo reaccionar. Martín no podía parar de llorar, intentó empujar a su amigo fuera pero no lo consiguió y cayó sobre sus rodillas, gritando.

—¡Voy a perderte! Me voy a quedar solo otra vez…

Martín se cubrió la cara con sus manos y Mo cerró los ojos esperando lo peor. Pero pasaron los segundos y al no notar nada, los volvió abrir para contemplar horrorizado como su amigo empezaba a desaparecer. Martín, que pareció notar el cambio, se quitó las manos de la cara y gritó al verlas más transparentes. El pobre Mo no pudo hacer nada más que mirar como su mejor amigo desaparecía ante sus ojos, empezando por sus pies descalzos y siguiendo por su dulce pijama azul con el bordado en rojo de “Martín” en su camiseta. Clavó su mirada en las letras hasta que estas se hicieron ilegibles y solo le dio tiempo de mirar una vez más a los ojos de su amigo antes de que desapareciera del todo. Las lágrimas empezaron a salir con rabia y Mo se dejó caer al suelo, con la mirada perdida mientras su padre, ajeno a todo lo que acaba de ocurrir, se acercaba para abrazarlo.

Al final quién tenía más miedo a los monstruos resultó ser uno de ellos, el más bello y sensible de todos. Y fue así como nunca logré despedirme de mi mejor amigo Martín.

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