PERSEGUIDO

Por Anna Galocha Cruz

Aquel día iba a morir, lo sabía con la misma certeza con la que sé que el sol sale cada mañana o que necesitamos oxígeno para vivir.

Ya desde que me desperté a las cinco de la mañana, intranquilo y respirando agitadamente, sentí que algo no iba bien. Era una sensación de cosquilleo en la nuca, de que la aparente calma solo precedía a la tormenta. Intenté hacer mi rutina del día a día, pero tomando precauciones. Cogí un cuchillo de la cocina y me lo fijé en el cinturón del pantalón, me coloqué de forma que las ventanas me sirvieran de espejos para ver qué había detrás de mí, me aseguré de enviar un mensaje a mi amigo Julio con mi itinerario para ese día bien detallado y con todos los horarios. A medida que pasaban los minutos y el incesante sonido del tic-tac del reloj avanzaba, me preparé para lo inevitable, era momento de salir a la calle.

Cogí el abrigo y mi maletín de donde estaban junto al armario de la entrada, no sin antes apagar todas las luces del piso y comprobar que no se veía ninguna sombra al otro lado de la puerta que pudiera indicar que había alguien en el rellano, esperando. Durante cinco minutos miré fijamente la fina línea de luz parpadeante bajo la puerta, y solo cuando estuve bastante seguro de que no había nadie, me atreví a salir de casa. El largo pasillo estaba desierto a esas horas de la mañana, y una de las lámparas de techo seguía parpadeando cada pocos segundos, aumentando todavía más mi nerviosismo. Tenía que recorrer un buen trecho hasta llegar a la portería y finalmente salir a la calle, por lo que agarré fuertemente mi maletín con una mano y con la otra empuñé el cuchillo, intentando mantenerlo escondido de la vista para poder coger desprevenido a cualquier atacante.

Paso a paso fui avanzando, atento a cualquier sombra o sonido. Me costó unos buenos cinco minutos atravesar todo el pasillo y bajar el tramo de escaleras que me separaba de la calle, pero no iba a correr ningún riesgo en aquella situación. Mi vida dependía de ello.

Finalmente, ya en la portería, me permití mirar atrás, hacia las escaleras, hacia el letrero que ponía «Primer Piso», hacia la luz que parpadeaba. Allí estaba, claramente dibujada, una silueta negra que avanzaba por donde yo lo había hecho unos minutos antes. La respiración se me aceleró, apreté más fuerte el cuchillo y salí al frío día de otoño a toda prisa. La lluvia me sorprendió cayéndome en la cara, pero no me importó. Tenía que despistar a mi perseguidor. Volví a guardar el cuchillo en el pantalón, pues era demasiado visible a la luz del día.

A diferencia de otros días en que iba directamente a la estación de metro, esa mañana decidí dar un rodeo. Intenté mantenerme en todo momento en las zonas más concurridas a esas horas, para confundirme entre la multitud, pero siempre mirando por encima de mi hombro, a veces haciendo un cambio brusco de sentido para despistar a quien estuviera siguiéndome.

Por fin alcancé la entrada al metro. Sin perder tiempo me aventuré escaleras abajo lo más rápido posible, empujando en el camino a algunas personas, que me gritaron malhumoradas. Estaba entrando en la parte más peligrosa del trayecto, pues tenía que asegurarme de entrar en el vagón antes de que los que iban detrás de mí pudieran subir también, ya que entonces estaría atrapado y sin escapatoria.

Al llegar al andén, sonó la sirena que anunciaba que el convoy partía de inmediato y no me lo pensé. Corrí como alma que lleva el diablo, creo que tiré al suelo a una señora en mi alocada carrera, pero no tenía tiempo para disculparme. Logré entrar justo antes de que se cerrasen las puertas y me aferré a una de las barras metálicas, tratando de mantener el equilibrio y respirando agitadamente. Podía sentir a los otros pasajeros mirarme, pero no me importaba lo que pensaran de mí, ninguno de ellos estaba en mi situación.

De repente, en la esquina de mi visión, vislumbré un sombrero negro y una gabardina. Me volví en esa dirección para poder mirar mejor y por poco se me para el corazón ahí mismo, un sudor frío me recorrió el cuerpo entero y estoy seguro de que me quedé pálido. Mis piernas comenzaron a temblar y tuve que aferrarme más fuertemente a la barra para no caerme.

Estaba seguro de que era uno de los que andaban tras de mí, no era la primera vez que lo veía cogiendo el mismo metro que yo. De repente, un día había aparecido sin más, justamente el día en que había comenzado a notar que me seguían, que me espiaban en mi propia casa.

Traté de pensar con claridad y respirar profundamente. La estación a la que ahora nos acercábamos era de intercambio, por lo que me sería fácil despistarle entre la multitud de gente que iba a buscar otras líneas de tren. Imperceptiblemente comencé a situarme delante de la puerta del vagón, siempre vigilando de reojo al hombre del sombrero. Vi que doblaba el periódico que leía por la mitad y se ponía en pie también. Era listo, pues ni una vez miró en mi dirección, disimulando, aunque yo sabía bien que venía tras de mí.

Las puertas se abrieron y me lancé nuevamente en una alocada carrera por el andén, a mi alrededor la gente volvió a vociferar enfadada cuando los empujaba. Yo no era así normalmente, era una persona educada y tranquila, pero en aquel momento dejé que el instinto me guiara. No me molesté en mirar si el hombre me seguía, solo seguí corriendo escaleras abajo para llegar cuanto antes al otro metro.

Cuando llegué finalmente abajo, me encontré con que el convoy se acababa de marchar, el andén iba vaciándose de gente, y aunque más viajeros iban llegando, no era ni de lejos suficiente multitud para poder ocultarme. Miré desesperado alrededor, buscando una salida, pues según las pantallas del metro aún faltaban tres minutos para el siguiente, tiempo más que suficiente para que me alcanzase mi perseguidor. Volví la vista hacia las escaleras, y allí estaba él, bajando con paso lento, sin duda era bueno en su trabajo, nadie hubiera dicho que estaba persiguiendo a alguien, que probablemente tenía las manos manchadas de sangre.

Nuevamente esa sensación de desespero me invadió, no tenía escapatoria, excepto…Volví a mirar la pantalla, dos minutos para el próximo tren. Tenía tiempo suficiente. Aferré fuerte mi maletín, el que contenía el trabajo de toda mi vida, y me lancé a las vías.

Aterricé de bruces, pero rápidamente me puse en pie y comencé a correr hacia el interior del túnel. Vagamente fui consciente del caos que se desató tras de mí, gente gritando, una alarma sonando, alguien pidiendo que llamaran a la policía.

No me entretuve en mirar tras de mí, seguí corriendo, cada vez más rápido, más adentro del túnel, hasta que llegó un punto en que apenas distinguía nada, tan solo veía la luz de la próxima estación a lo lejos. Era mi meta, mi salvación. Una vez que llegara tendría la posibilidad  de escapar.

Pero parecía que aquel día la suerte no estaba de mi parte, pues en un momento de mi frenética carrera tropecé con algo en el suelo, no sé qué. La velocidad a la que iba, sumada a que llevaba las manos ocupadas por el cuchillo y el maletín, hicieron que diera de cabeza contra el duro suelo de hormigón, y quedé tumbado boca abajo, en la fría oscuridad del túnel. Todo me daba vueltas, sentía un líquido frío bajarme por la frente y formarse un charco bajo mi cara, notaba también un dolor horrible en la cara y parecía que las fuerzas me habían abandonado, pues por más que mi cabeza gritaba que tenía que levantarme y correr, mis piernas no me obedecían.

Entonces sentí pasos apresurados detrás de mí, ladridos de perros, luces de linternas. Estaba acabado, me habían encontrado. Quizá fuera porque sentía que el fin se acercaba, o porque mi instinto de supervivencia tomó el control, la cuestión es que cuando el primero de los hombres se agachó junto a mi, lancé el brazo que sujetaba el cuchillo y sentí que se lo hundía en la carne. El tipo gritó y yo traté de alejarme a rastras, no lo logré, enseguida un peso se me puso encima y me aplastó contra el suelo, era uno de los perros, sentí su aliento caliente en mi nuca.

Enseguida más manos me cogieron, yo grité y pataleé, pero fue inútil, en un momento me tuvieron con los brazos esposados en la espalda, mi maletín y cuchillo olvidados lejos de mí. Me levantaron y devolvieron a la estación. Allí estaba esperándome el hombre del sombrero.

– ¡No! ¡Me va a matar! ¡Socorro! – chillé yo, revolviéndome y tratando de escapar de mis captores, pero solo sirvió para que me sujetasen con más fuerza.

– Tranquilo, Tomás, soy el Dr. Collazos. Ya nos conocemos de antes. No voy a hacerte daño, pero necesito que te calmes porque estás sangrando y hay que llevarte al hospital. – me dijo el tipo del sombrero, con una calma propia del mejor asesino a sangre fría.

– ¿Conoce a este hombre? – preguntó uno de los policías que me retenían.

– En efecto, es paciente mío en el Psiquiátrico de San Rafael. – sacó una tarjeta de su cartera y se la enseñó al policía. Tenía que hacer algo o les convencería de que realmente era médico y me entregarían a él.

– ¡Es mentira, este hombre me quiere matar! – nadie me hizo caso.

– La ambulancia ya viene en camino. Una vez que lo evalúen en el hospital podrá llevárselo al psiquiátrico, pero tendrá que quedarse ahí, ha herido a un compañero y probablemente el juez ordene su ingreso como condena.

– Por supuesto, no es la primera vez que pasa esto. Gracias, agentes.

– ¡No estoy loco! ¡Nunca he hecho daño a nadie!

En aquel momento llegaron los técnicos de la ambulancia.

– ¿Tomás, otra vez la has liado? – me dijo uno de ellos, como si yo lo conociera. Rápidamente, entre todos me ataron a una camilla y me metieron en la ambulancia, justo antes de que se cerrasen las puertas, sentenciándome. Escuché algo de «esquizofrenia paranoide». Estaba condenado.

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