PINCELADAS DE VIDA Y MUERTE

Por PINCELADAS DE VIDA Y MUERTE

PINCELADAS DE VIDA Y MUERTE

 

Uno de los recuerdos más felices de mi infancia tenía lugar cuando yo iba a jugar a casa de mi abuelo con mis primos. De entre los muchos recuerdos que tengo de aquella época feliz y despreocupada hay uno que sobresale por encima de los demás. Era la hora de ir a despedirnos de nuestro abuelo que siempre estaba en su despacho trabajando o escuchando música clásica.

Queríamos mucho al abuelo. A nuestros ojos infantiles parecía muy viejo y serio. Pero, cuando irrumpíamos en su despacho, siempre dejaba lo que estuviera haciendo, nos hacía formar una fila de menor a mayor y nos daba un anís a cada uno. Nosotros nos sentíamos tremendamente dichosos por haber recibido tal honor (ya que mi abuelo escatimaba los anises). Desde entonces, el olor a anís siempre me hace evocar la figura de mi abuelo. Finalmente, nos dejaba ver asombrados “el tití”, una maquinita de cuerda antigua, de madera, con forma de pájaro que giraba a uno y otro lado dando vueltas. Nos parecía sencillamente mágico. El final perfecto para una tarde perfecta.

Sin embargo, el recuerdo infeliz que primero me viene a la mente, tuvo lugar durante mi adolescencia. Pero para poder ponerlo en contexto, tengo que remontarme de nuevo a mi infancia.

En el año 1970 me mudé con mi familia a una nueva casa de vacaciones. Inmediatamente nos hicimos amigos de los vecinos, tres chicos y una chica de edades similares a las nuestras. El mayor de los chicos, Miguel, debía tener unos diez años y yo era la pequeña del grupo con cuatro. Yo lo adoraba porque era el único del grupo de los “mayores” que me hacía caso, jugaba conmigo y no me trataba como a “la hermana pequeña de…” Más adelante fue mi profesor de matemáticas durante dos veranos. En mi adolescencia fue mi primer amor platónico.

Debió ser en junio de 1980 cuando un día sonó el teléfono y nos dieron la noticia. Miguel había sufrido un terrible accidente de coche y estaba ingresado gravísimo. Tenía el 85% del cuerpo con quemaduras de tercer grado y muy pocas probabilidades de sobrevivir. Tres días después yo estaba celebrando el final de curso con unas amigas, pero no me sentía bien. Me dolía todo el cuerpo y la piel me ardía como si tuviese fiebre. Al final me fui a casa y nada más llegar mi madre me lo dijo. Miguel acababa de morir aquella tarde. Siempre he estado segura de que mi malestar de aquel día se debió a un presentimiento del fallecimiento de Miguel. Aún hoy se me pone la piel de gallina y se me hace un nudo en la garganta al recordarlo.

 

 

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