RELÁMPAGO DE IRA
Por Francisco Quirós
01/03/2018
El despertador sonó a las siete de la mañana, la enésima pesadilla nocturna tocaba a su fin. Apenas había descansado, pero Alfredo no dio margen a la pereza. Apagó el reloj, se puso en pie rápidamente y caminó hasta el baño. Siguió la rutina habitual: ducha exhaustiva y afeitado de precisión casi quirúrgica, con especial atención a una barba que le confería un aspecto mucho más maduro que los veintitrés años que denunciaba su DNI. Mientras se aplicaba el after shave recordaba las socarronas palabras de su madre: “No me gusta que te dejes barba ahora que marchas a la ciudad, la policía podría confundirte con cualquier delincuente”. La viudedad repentina la había sumergido en un mundo gris, pero se resistía a perder el humor. Solía decir, a veces entre lágrimas, que era su modo de demostrar al mundo que no se rendía ante un destino tan injusto.
Cuando se plantó en la cocina, la radio daba las señales de las 7:30. Tras subir las persianas de su modesto piso, preparó un café bien cargado y una tostada de mermelada casera. Los apenas treinta metros cuadrados y la falta de luz natural no le importaron cuando la inmobiliaria se lo enseñó por primera vez. “Me lo quedo”, dijo sin vacilar, aunque esa decisión en caliente le dejó un pequeño resquemor: no le agradaba mostrarse como un hombre impetuoso. El calor de la taza de desayuno lo devolvió al presente, reparó en las gotas que chispeaban contra el ventanuco del salón y constató que se cumplían las previsiones meteorológicas. El clima de ese 23 de abril de 2012 trasladaba a Alfredo a otro tiempo, cuando en su infancia aprovechaba las vacaciones escolares de Semana Santa para pasar el día junto a su padre. Nunca le atrajo la tradición familiar de ser pastor, consideraba que era un oficio sin futuro y que le abocaría a la soledad. Además, desde muy pequeño, relacionó la esclavitud de cuidar a las ovejas con los escasos ratos que veía a su padre, unos momentos que guardaba como oro en paño desde aquella desgraciada mañana cuando lo hallaron ahorcado en el pajar aledaño a su casa.
Apenas llevaba levantado una hora y ya se había perdido en sus recuerdos un par de veces. Miró de nuevo el reloj, apuró el último trago de café y, aunque el tiempo se le echaba encima, cumplió con otra de las rutinas: lavar la taza, el plato y el cuchillo antes de salir. El saludo del portero de la urbanización le pilló subiéndose la cremallera de la cazadora. “Buenos días, Ángel”, dijo con la misma sonrisa hipócrita que moldeó durante su adolescencia. Sofía, su primera novia, aseguraba que podía ganarse la vida como actor, aunque para ella no fuera un halago sino más bien una crítica. Esa era una de las razones que le habían llevado a huir de las relaciones sentimentales, dar explicaciones y mostrar emociones no ocupaban un lugar privilegiado en su escala de valores. Continuamente se auto convencía de que en la vida sólo triunfan las personalidades calculadoras; de hecho, le gustaba fantasear con la idea de que su carácter acabara siendo frío, pero sobre todo sólido. Su tío, que también era de Macael y con el que había pasado buena parte de la última década, siempre le decía que así son los hombres de verdad, asociándolo con el mármol de su tierra.
No había terminado de cruzar la calle cuando su jefa María le telefoneaba con la histeria habitual.
—Alfredo, me ha surgido un imprevisto en el bufete. Lleva tú a los peques al colegio y luego sacas a pasear a Blanqui —le ordenó.
—Descuide María, márchese tranquila, ya me encargo de todo. Que tenga un buen día y que ese imprevisto no le haga salir más tarde lo habitual —respondió Alfredo zalamero.
Llegado a casa de María, pudo escuchar las voces de los niños antes incluso de abrir la puerta. Como era habitual, Carmen, de 12 años, tenía en sus manos el móvil de Gonzalo y, haciendo valer la diferencia de estatura, jugaba con la angustia de su hermano pequeño.
—Venga, Carmen, no seas mala, que soy más alto que tú y podría hacerte lo mismo —dijo Alfredo sacando su lado más paternal, al tiempo que se preguntaba cuánto debería mejorar su vida para conseguir un smartphone tan caro.
Las burlas y los chismorreos entre hermanos continuaron, como de costumbre, de camino al colegio. La cosa no pasaba a mayores, pero los días de lluvia Alfredo ponía especial cuidado en que no acabara empapado el uniforme escolar de alguno de los niños, por el consiguiente castigo en la escuela y la reprimenda de los padres. Una vez en la puerta se aseguró de que Carmen y Gonzalo llevaban sus bocadillos y los despidió con una sonrisa tan falsa como nerviosa; deseaba marcharse de allí cuanto antes.
El acceso a la urbanización de lujo fue una especie de paramnesia. El portero lo saludó con un gesto inexpresivo, lo que llevó a Alfredo a preguntarse si había alguien sobre la faz de la tierra al que pudiera arrancar un saludo amable, aunque para encontrar una justificación a dicha actitud, pensó: “Si yo trabajara todos los días en este ambiente, rodeado de niños de papá idiotizados por el dinero, posiblemente actuaría del mismo modo”.
Al abrir de nuevo la puerta encontró al pequeño fox terrier en una actitud de espera, impaciente y jovial. Le puso la correa mientras pensaba que Blanqui era el ser más agradable de la casa, quizás de toda la maldita urbanización e incluso de esa asquerosa ciudad. Aún no había acabado de aviar al perro cuando le sorprendió una voz.
—Buenos días. Me había olvidado de que regresarías para pasearlo —le dijo el rostro sonriente de un tipo que vestía una camisa blanca inmaculada y una corbata en tonos pastel. A Alfredo le sobresaltó la presencia de Nicolás, ya que rara vez coincidían en la casa. En alguna ocasión María le había confesado que era “viuda de un marido en vida”, en un tono jocoso que él juzgaba como el modo sutil de reconocer el fracaso de su matrimonio.
Tal vez por su inusual presencia en el hogar, Nicolás se justificó.
—No sé si te dijo algo María, hoy me quedaré trabajando en casa porque estoy algo resfriado, estos cambios de tiempo me están matando.
—No se preocupe. Pasearé a Blanqui y después compraré en el supermercado, no le molestaré en absoluto —contestó Alfredo servilmente.
—Tranquilo. Sólo te pido que te tomes más tiempo del habitual con el chucho, tengo una reunión con un socio asiático a través de Skype y no quiero ladridos de fondo ni interrupciones.
—Descuide —dijo Alfredo al salir.
Su banco preferido del parque estaba mojado, así que esta vez el juego de tirar los objetos que Blanqui recogería resultaba un poco más cansado. El perro hacía viajes de ida y vuelta, ajeno a lo que su cuidador estaba pensando. Alfredo había hablado en pocas ocasiones con Nicolás, pero esos diálogos sólo habían servido para reafirmar el concepto negativo que tenía de él.
El odio fue ganando terreno en su cabeza mientras recorría el supermercado. “Es un gilipollas de manual, un niñato al que le ha caído todo del cielo, seguro que su padre sí pudo ir a la escuela y tener un buen trabajo para que a su hijito no le faltase de nada”, masculló con tanta rabia que llegó a dudar si hablaba en voz alta. Esperó su turno y pagó la compra, pero algo había cambiado en él. La cajera, una chica de barrio, echó en falta el piropo cotidiano. Esta vez Alfredo no sonrió, ni siquiera dijo adiós.
Recogió a Blanqui y aceleró el paso, la acumulación de nubes vaticinaba una inminente tormenta. De vuelta a la casa, resopló por haberse librado del chaparrón y, mientras buscaba las llaves, especuló con la posibilidad de que Nicolás no hubiese terminado su reunión. Abrió la puerta despacio, dudando de si había regresado demasiado pronto. Se sintió algo culpable pero rápidamente le embargó una emoción mucho más poderosa: deseaba fervientemente que Nicolás sacara su lado altanero, que se enfadara, se irritase, e incluso le gritara.
Su ira no se había disipado del todo, a pesar de que colocar la compra le llevó unos cuantos minutos, cuando oyó unos pasos.
—Ah, ya has vuelto, no he oído la puerta —dijo Nicolás con un tono más amable del que Alfredo quisiera.
—Sí, disculpe, no le he dicho nada. ¿Quiere que coja de nuevo a Blanqui y nos marchemos?
—No, para nada. La reunión ya acabó. De hecho, me disponía a descansar y tomar una cerveza, creo que la merezco.
Nicolás se mostraba eufórico. Abrió la puerta de la enorme nevera en busca de un par de cervezas caras de importación y ofreció una a Alfredo. Tanta hospitalidad lo irritó de modo que apenas pudo escuchar el comentario de su anfitrión.
—¿De dónde dijiste que eras?
—De un pueblo de Cuenca, señor.
—Tienes un acento muy castellano. Me han hablado muy bien de esa tierra, aunque si te soy sincero no la he pisado nunca y eso que cuando empecé a trabajar en el banco estuve por varios pueblos de mala muerte.
—Sí, algo me contó María —dijo Alfredo en tono relajado.
—¿Sabes? Ahora me río cuando lo recuerdo, pero hubo momentos en que lo pasé mal. Tener que tratar con viejos analfabetos no era mi sueño cuando salí de la universidad. Pero al final lo tomé como una penitencia, un peaje que pagué para llegar donde estoy ahora.
El discurso de Nicolás comenzaba a tomar tintes casi épicos cuando Alfredo le interrumpió.
—Don Nicolás, ¿hay algún sitio que recuerde con especial cariño?
—Lo primero, vamos tutearnos, chaval. No volvería a esas aldeas de poca monta ni borracho. No hay un solo pueblo de esa etapa del que guarde un buen recuerdo.
—María me comentó que estuviste por Andalucía —apuntó Alfredo aprovechando el clima de confianza.
—Sí, esa fue, si cabe, la época más asquerosa. Hay una ciudad, no sé si la conoces, Macael, de la que todo el mundo sabe que sale un mármol cojonudo, pero lo verdaderamente duro es el coco de la gentuza que vive allí. Un pastor chiflado se ahorcó y los muy paletos querían que cargara con el muerto, acusándome de haberlo estafado. Como si yo le hubiese apuntado con una pistola para que firmase aquellas preferentes.
Alfredo recordó el llanto desconsolado de su madre a los pies de la tumba paterna. Empuñó el cuchillo más grande de la cocina. Nicolás parecía distraído entre tantos recuerdos. No llegó a gritar. Mientras daba un trago a la cerveza su arteria carótida era seccionada, su camisa blanca con iniciales se teñía de sangre y su mirada quedaba fija para siempre en el tremendo aguacero que descargaba sobre la ciudad.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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María Isabel López Ben
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¡Que buen relato! Me parece fantástico como has ido hilando la historia desde el principio hasta el final. Y el final, has conseguido que me una a Alfredo en su terrible acto.
Brillante
Muchas gracias por tu comentario, me alegra enormemente que te haya llegado. Un saludo
Me ha encantado. Se hace cada vez más interesante y el final es sorprendente. Soy del equipo Alfredo totalmente.