SI EL MOBILIARIO HABLARA, ¿QUÉ DIRÍA DE MÍ? – Valeria Pachon Puentes
Por Valeria Pachon Puentes
Si nos hubiesen tomado una foto en ese preciso momento con la cámara apuntándonos en plano frontal, tomarían la foto más hermosa de nuestra historia. Habrían capturado no solo el momento sino también el tiempo y el lugar de los hechos. Como si con la imagen pudiesen documentar mi pensamiento y el transcurso de nuestra vida juntos, solo con un gesto. Me imagino puestas en escena, los dos relajados en el cojín de suelo, nuestro confidente. Si pudiera hablar contaría las innumerables tardes que pasamos mirándonos a los ojos, yo viendo cómo la luz del atardecer le bañaba la cara formando una sombra difuminada sobre el resto de sus facciones angulares. Aunque, si el mobiliario hablara, no sé bien lo que diría de mí; o quizás, sí. Bajo la amenaza, podría relatar la historia del sonido de los besos con lengua, las conversaciones absurdas, los orgasmos, las naranjas, las fumadas, las peleas y las reconciliaciones. Incluso contaría de la locura de Edu cuando no se tomaba la pastilla. Podría confesar las noches que pasaba sentada llorando a moco tendido en el salón esperando a que llegara después de dos días de estar perdido. Seguro, si algún día secuestraran este sofá, la suma para el rescate sería alta.
Pero ese día no fue así, ese día volvimos a nuestro nido de amor. Nos sentamos desnudos frente a frente, la ventana que daba a la avenida permanecía abierta, la ropa tirada en el suelo. A veces llegaba a envidiar los ojos que nos verían, presenciando la compañía de dos personas enamoradas. Hacía un poco de frío pero el sol calentaba y se estaba a gusto; él, con sus ojos en los míos, dijo: “No es por nada pero… siento el corazón como una burbuja. Firme y frágil a la vez, siento cómo se expande y se encoge, solo con mirarte”.
Lo miré fijamente y sentí cómo mi pecho empezaba a abrirse. Tuve que respirar profundamente mientras perforaba su pupila con la mía. Inmóvil y satisfecho, él sostuvo el silencio con una imperceptible sonrisa. Nos habíamos vuelto expertos en desearnos en silencio, y esperar el momento perfecto para amarnos. Sonreí y dije: “Si mi corazón fuera una burbuja, podríamos fusionarlas». Un toque de cinismo siempre era necesario para aligerar nuestra intensidad. Y así fuera poético siempre podíamos saltar de lo más profundo a lo más leve. En seguida, con una sonrisa medianamente dibujada y un poco de atrevimiento, respondió: “Seguirán siendo dos”.
—Dos en una —añadí moviendo la cabeza como cuando era niña.
—Sí, dos en una —contestó con ironía. Respiré hondo haciendo caso omiso a su tono burlón y continué—. ¿Quieres saber lo que siento yo? —pregunté.
—Claro —cerró los ojos encogiéndose e inhaló. Yo sentía la habitual molestia que surgía cuando le incomodaba que le tocara fibra. Él era capaz de hacer poesía pero no de escucharla. Muchas veces yo reaccionaba a su resistencia por mi propia inseguridad. Tal vez, al llegar la luna nueva, que coincidía con la bajada de la regla, tendía a sobreanalizar preguntándome por qué seguía poniéndome en esta situación si no había nada que demostrar. Pero esta vez no reaccioné. El presente era lo único que importaba y ese momento no lo hubiese cambiado por ningún otro. Era como si el deseo de ser amada disolviera toda necesidad de ser respetada y volcaba mi actitud hacia la comprensión inmediata de ese ser que tenía enfrente. Así que, sin importar su expresión, comencé:
—Yo…cuando te miro vuelvo al amanecer en Noruega. ¿Te acuerdas? —cerré los ojos para dejar volar mi imaginación—. Si cierro los ojos, siento el aire de verano a la orilla del fiordo y veo las nubes rosadas a las tres de la madrugada. Y nosotros, dos ratas añorando la oscuridad.
Al abrir los ojos, su mirada cambió, como si algo se hubiese apoderado de él. Pensé que hacía mucho tiempo que no lo veía así. No, otra vez no, pensé.
—Vayamos ahí. No volvamos —dijo susurrando —Aquí no nos necesitan.
—¿A dónde quieres ir? —pregunté.
—Mira —dijo sacando algo del bolsillo de la chaqueta. Era una caja de madera grabada con un cierre secreto. Hábil, la desbloqueó. Dentro había un cigarrillo electrónico.
—¿Qué es?
Muy lentamente y con precisión tomó el artefacto con el dedo índice y pulgar, como para no romperlo.
—La salida. —dijo alzando el cigarrillo para ver el líquido a contraluz. Con esto nos vamos y no volvemos. El elixir de la eternidad, la salvación. Yo siempre tuyo y tú, siempre mía.
Dudé.
—¿No era eso lo que querías? —dijo acercándose más.
Mi cerebro volvió a la fotografía. Dos cuerpos desnudos, sentados de perfil mirándose frente a frente. ¿Cómo era posible estar aquí otra vez? Él con sus ideas locas y yo con ganas de despegar, juntos.
—¿Por qué no aquí? —pregunté.
—”Aquí” no existe.
—¿Estás seguro?
Permaneció un momento en silencio, estático y contemplativo sin señal de cambiar de parecer.
—¿Otra vez aquí, Edu?
—No me llames así. Sabes que no me gusta, que ese no soy yo. Y ya te dije, aquí no existe.
—¿Se puede saber para qué? ¿Qué quieres lograr?
—La vida solo se comprueba con la muerte. Es la única realidad que existe —acercó su mano derecha a mi mejilla, con un delicado gesto puso el mechón de pelo que cubría el lado izquierdo de mi cara detrás de la oreja y me agarró con fuerza.
—Esto fue idea tuya. ¿Ahora no lo quieres? —murmuró con ese tono de voz que me derretía el corazón. Avergonzada, respondí. —Ya no. Lo veo como un acto de ingratitud.
—Ah, ¿si? Yo lo veo como un acto de amor. El amor más lindo del mundo.
—¿Cómo puedes decir que es amor, si no sabes lo que hay detrás? Si odias la vida, nos matas a los dos. ¿Es eso lo que quieres?
—En esta vida todo es pasajero. Un comienzo siempre tiene final. ¿Para qué esperar a ver ese final si lo puedo crear? Lo podemos crear juntos. Además, no podría soportar vivir una vida sin ti —me soltó la cara de golpe y bajó la mirada.
—Por favor, mírame —insistí. Me acerqué lentamente y me senté en sus piernas. Un milímetro de aire entre nuestros labios y dije: “La eternidad es el final de lo que ves aquí. Nunca más podrás volver a tocarme, a sentir mi piel, mi olor, mis besos. Esto se acaba y jamás, te digo, jamás volverá”.
—Si la eternidad significa la permanencia de este momento, que así sea —su voz había cambiado y su mirada estaba vacía. Era la conversación de siempre.
Ya no hubo más palabras más que las que pronunciaban mis ojos, una lágrima se deslizó por el borde de mi nariz. No sé si fue la rabia o la desolación lo que me hizo cambiar de opinión, o quizás fue el cinismo y un sentido del humor macabro. Si quería amor, le daría amor. Era lo único que sabía darle.
—Yo primero —le dije.
Tomé el cigarrillo, debajo había una nota.
—Debes leerla después de fumar. Así son las reglas del juego.
—Siempre fui una buena jugadora —acerqué la boquilla a la comisura de mis labios y aspiré. Sentí el humo pesado en mis pulmones y antes de desaparecer leí la nota:
“Caíste redonda, yo gano”. Lo miré agonizando y antes de fundirme en la oscuridad escuché las palabras que me matarían: “Adios amor, nos vemos en el fiordo.” Mientras tanto, se encendía un cigarrillo.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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María Isabel López Ben
07/10/2024
Qué romantico!!!! Me encanta como escribes❤️
—Cuidado, este comentario tiene SPOILER—
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Qué cobarde es Edu! Es capaz de manipular hasta la muerte, literalmente, con tal de no decir su verdad.
Me gustó mucho el relato, me dejó muy sorprendida y quiero entender el POR QUÉ de la trampa.