SI QUIERES, PUEDES SER FELIZ

Por Gloria Morales Sotodosos

Estaba tranquilamente leyendo, sentada en la alfombra, delante de la chimenea, con una copa de vino, cuando el viento abrió las ventanas; volaron los visillos y todos los papeles que había encima de la mesa cayeron al suelo. Me levanté para cerrar y miré a través de los cristales a ver si llegaba Manuel. Recogí todos los papeles con cierto malestar, le había dicho infinidad de veces que los dejara en la carpeta; bueno, pues no. Tendría que haberlos dejado para que los recogiera él.

Me acurruqué de nuevo frente a la chimenea para seguir con mi lectura, pero mi mal humor aumentaba y no me podía concentrar. Las ocho y cuarto, tendría que haber llegado ya. Sabe que me da miedo estar sola en el campo por la noche. Empecé a dar paseos de lado a lado del salón. Las ocho y veinticinco. Estaba cerca la tormenta, lo que me faltaba.

Por fin el coche paró en la puerta, abrió el portón del maletero y sacó una botella y un enorme ramo de flores. Entró sonriente y me dio un beso con un «te quiero« de regalo. Estaba ofuscada, no me lo esperaba. Hubiera preferido que viniera sin nada, con cualquier excusa tonta e increíble para haberle podido dar cuatro gritos.

Miré el cava, las flores. No era nuestro aniversario. Tampoco mi cumpleaños. Él, callado. Se habían hecho unos segundos eternos cuando dijo:

—Amalia, soy feliz.

Cielos, no lo estaba arreglando. Mi Manuel no diría eso ni en broma.

—Hoy toca brindar por ti, por mí, por nuestra vida en común, porque nos amamos.

—Para, para, para. Manu, qué pasa.

—Nada, amor, que soy feliz —dijo mientras me tomaba por la cintura, levantándome del suelo y girando sobre sí mismo.

Sí, algo pasaba. No sabía qué podía ser, pero esa situación no era normal. Manu no era así. No era detallista, ni en extremo cariñoso, ni le salía de las tripas ese tipo de frases. Me estaría engañando con otra y esa era la manera de resarcir su pecado. Desde luego, no sería la primera a la que le ocurre algo similar.

—Amalia, no pareces contenta.

—Es que no sé qué decir. Ahora mismo estoy aturdida, no me esperaba esto. Te recuerdo que estamos intentando reconstruir lo nuestro. ¿Te sorprende que me sorprenda?

–Es que me he dado cuenta de lo mucho que te quiero. No podría vivir sin ti.

—Perdona, pero pareces otra persona. Ni en nuestros mejores momentos me has dicho cosas así. ¿Y las flores, y el cava?

—Alguna vez tendría que ser la primera.

—Insisto, Manuel, si ocurre algo, dímelo.

—Nada, mi amor, créeme, soy muy feliz contigo.

Después de tomar un trozo de tarta y unas copas nos fuimos a la cama. Él, apasionado como nunca, y yo, bueno, yo un tanto esquiva por lo desconcertada. No pude dormir. Sus besos habían sido distintos. En ese encuentro nocturno parecía que me hubiese hecho el amor alguien a quien acababa de conocer. No sabía qué había podido suceder para que, en cuestión de horas, mi marido pareciese otro.

Empezaba a amanecer, me levanté, estaba tomando un café cuando apareció Manuel en la cocina. Se acercó a mí y me envolvió en sus brazos, yo le acaricié la cara, la boca, las sienes.

—Tienes un bultito aquí, detrás de la oreja derecha. No me había fijado antes.

—Quita, amor, no me toques, no es nada.

—¿Cómo que no es nada?, déjame ver.

—Venga, que no es nada, mira, hace buen día, vamos a dar un paseo.

Caminamos por el bosque y a la vuelta era ya casi medio día. Después de comer, nos echamos la siesta, a Manu no le gustaba una cabezadita en un sillón, tenía que ser en la cama, a oscuras totalmente y con el pijama. Yo le había cogido afición y hacía la siesta con él.

A los pocos minutos Manuel se quedó dormido. Se dio la vuelta hacia la pared, fue entonces cuando vi de nuevo ese nódulo detrás de la oreja. De repente parecía que se iluminaba. Qué tontería. Me incorporé lentamente para que no se despertara y pude ver como si tuviera una luz por dentro que se encendía intermitentemente. Le toqué suavemente y se agitó dentro de las sábanas. Dejé pasar unos minutos y volví a tocar. Era un bulto duro que se movía por dentro de la piel al tocarlo. Me recordó al chip que mi perrita lleva en el cuello.

Tengo mucha imaginación. Estaré en un sueño de esos que parecen reales. Cuando me levante de la siesta estará todo bien, pero por más que lo intentaba, no podía dejar de mirar esa cosa. Después de la noche de insomnio, me quedé dormida también.

Eran las cinco y pico de la tarde cuando desperté. Manuel no estaba en la cama. Ni en la cocina, ni en el jardín, ni en el porche. El coche estaba en la puerta. Media hora después le vi venir de la caseta de los trastos. Dijo que estaba buscando unas maderas para no sé qué y que no las había encontrado. Pero que era mejor así, pues podía estar conmigo, disfrutando de mi belleza, de mi conversación, en dos palabras: “de mí”.

De vez en cuando miraba, a hurtadillas, detrás de su oreja. Yo que nunca había sido desconfiada, me estaba empezando a poner nerviosa la situación. Había piezas que no encajaban en el puzle de estos dos últimos días. Todo era un sinsentido. No sabía si irme, si quedarme, si preguntarle directamente por la lucecita o si me estaba siendo infiel.

No me cuadraba que hubiera estado tanto tiempo en el trastero y decidí ir a ver qué había estado haciendo. Muchos chismes por medio, estanterías que sobraban de algún mueble, algún colchón, maderas, unos baúles donde se guardaban mantas con naftalina, una lámpara que quedaba fatal en el salón y decidimos cambiar, cajas con herramientas, cables y demás cachivaches inútiles que habíamos guardado por si acaso.

Pero justó ahí, detrás del escritorio que heredó de su abuela, había algo que llamó mi atención, parecía una báscula de baño, un poco más grande quizá, con la silueta de los pies marcada. Un piloto verde se encendía y apagaba. Me subí en ella. En dos segundos me dijo que no estaba autorizada y se desconectó sola. ¿Autorizada? ¿Qué tipo de trasto diría algo así? Diez segundos después comenzó de nuevo a parpadear. Volví a subirme. Lo mismo: no estaba autorizada.

Vi una sombra desplazarse a través de la ventana. Era él, me estaba buscando. No sé por qué razón no quise que me viera allí y me escondí en el hueco entre un armario viejo y la pared.

—Amalia, Amalia, ¿estás aquí?

Estaba asustada, temblando. No tenía motivos para esconderme en mi propia casa, pero seguí callada y quieta, mirándole.

Se marchaba ya cuando algo llamó su atención, volvió sobre sus pasos y fue hacia la báscula. Se descalzó, se quitó los calcetines y se subió en ella colocando perfectamente sus pies sobre las huellas impresas.

Manu le dio unos golpecitos con el pie izquierdo.

—Manuel, dispuesta para darte información —dijo la báscula.

Mi corazón galopaba.

—El jefe dispone que vuelvas a la Unidad para una revisión —continuó— y cree conveniente que convenzas a tu esposa para que te acompañe. Es el momento.

Esto debía ser una broma, una cámara oculta.

—Dame la contraseña de confirmación —siguió diciendo el artilugio.

Manuel dio unos golpecitos con su pie derecho que me recordaron al código morse. Se puso los calcetines y los zapatos y salió.

—Amor, te estoy buscando, ¿dónde te has metido? —decía mirando a derecha e izquierda.

Desde la ventanita pude ver cómo entraba en la casa. Aproveché para salir sigilosamente, recomponerme un poco y entrar como si nada hubiese sucedido.

—Ya estoy aquí —acerté a decir—, pensé que habías ido a dar un paseo y fui a tu encuentro. ¿Dónde estabas?

—Pues eso, dando una vuelta, habremos cogido caminos distintos.

Manu se sentó en un sillón y cogió el periódico. Yo intentaba parecer tranquila y me preparé una infusión. Se hizo un silencio incómodo, muy incómodo que no atinaba a romper, al contrario, el miedo me estaba ahogando.

—Cariño, si quieres podemos ir al centro comercial que hay en el Polígono del Este y así nos distraemos.

Eso sería lo mejor, no me apetecía nada estar a solas con él. Mejor buscar un lugar con gente.

Salimos del camino forestal y tomamos la carretera que nos llevaría al Polígono. Después de unos minutos tomamos el desvío, pero pasó de largo.

—¿Dónde vamos? —pregunté con la voz quebrada—, hemos pasado la zona comercial.

—No te preocupes, vamos a comprar unas piezas para el ordenador ahí, en Cyborg System.

Esto no me gustaba nada. Ese nombre me recordó a unos androides que había visto en un documental. Se había hecho de noche y podía apreciar con más nitidez el parpadeo de esa cosa en la oreja de su marido. Estaba muy asustada y tenía la seguridad de que, si entraba en aquel sitio, algo malo iba a pasar.

Paró el coche a varios metros de la puerta y, al momento, salieron dos hombres vestidos de negro, con corbata negra y gafas oscuras a pesar de ser de noche. Se pararon en lo alto de la escalera. Nos estaban esperando.

Tenía que hacer algo inmediatamente, se acababa el tiempo. Los hombres de negro se impacientaban.

—Manuel, por favor, dime qué hemos venido a hacer aquí, me estoy asustando mucho.

—Anda, tontina, vamos, tenemos que entrar ya.

—“Tenemos que entrar ya”. ¿Tenemos?

Mi nivel de ansiedad llegó a límites que nunca había sentido. Entré en pánico. Recordé que llevaba una lima de uñas metálica en el bolso. El instinto me llevó a besarle efusivamente mientras mi mano rebuscaba entre pañuelos, llaves, guantes, bolígrafo y, por fin, la lima. La cogí fuertemente y se la clavé en el bulto. El grito de dolor todavía resuena en mi cerebro. Los de negro se empezaban a poner nerviosos.

A pesar de la resistencia de Manuel, logré llegar a su oreja y, con tanta sangre fría como pude, introduje el dedo por el orificio que le había hecho y saqué esa cosa. El dolor hizo que Manuel se desvaneciera. Los hombres empezaban a bajar despacio las escaleras. Miraban hacia el coche. ¿Y ahora qué?

Estaba aterrorizada, no podía pensar. Tenía que sacar a Manuel del coche y salir disparada. Abrí la puerta del conductor con intención de darle un empujón, pero no pude, así que pegué la espalda a la puerta, le golpeé fuertemente con los pies y cayó al suelo. Me puse al volante, arranqué y pisé el acelerador hasta el fondo. Aquellos hombres me persiguieron durante unos segundos, pero no llegaron a alcanzarme.

Me alejé sin mirar atrás, llorando, gritando para dentro, deseando que ese fin de semana no hubiera existido. Recriminándome mil veces no haber firmado los papeles del divorcio y haberle dado una segunda oportunidad.

Después de poner la denuncia, decidí irme a casa, pero no tenía ganas de estar sola, así que me metí en un garito a tomar una copa, con la intención de que pasara el tiempo, llegar cansada y poder dormir.

Cuando desperté eran casi a las tres de la tarde, puse las noticias y allí estaba el Cyborg Sistem. La periodista contaba que había varias personas detenidas por manipular a la gente. Su lema era “si quieres, puedes ser feliz”.  Los interceptaban en bufetes de abogados matrimonialistas y convencían a una parte de la pareja, la más débil, de que todo podía ser como antes con el chip de la felicidad. Si se lo ponían los dos, estarían conectados en la misma onda de pensamiento y serían la pareja ideal.

Me toqué por la oreja, el cuello y el pecho. Respiré intensamente y me quedé más calmada. Todavía no podía creer lo siniestra que puede llegar a ser la vida.

 

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