TEMBLORES, LA LEYENDA – Mª Susana Rabadan Sánchez

Por Mª Susana Rabadan Sanchez

Nadie sabía lo que estaba pasando ni lo que iba a pasar.

Los vecinos de Humos se preparaban para las fiestas de la hoguera. Era un pueblo pequeño de pocos habitantes, situado en un cerro próximo a un valle, con un denso paisaje verde y un pequeño río. Sus habitantes, gente sencilla y humilde, se dedicaban a la ganadería y agricultura. Quedaban pocos días para celebrar las fiestas y todos los vecinos colaboraban en la recogida de troncos, ramas y palos de madera para hacer el fuego. Porque cuanto más negro fuera el humo, más próspero sería el año. También preparaban la decoración del pueblo y ensayaban los bailes que harían los más jóvenes alrededor de la hoguera.
Dolores, la peluquera, se encargaba de la decoración de las flores de las calles, casas y de la iglesia. Carmen, la mujer del alcalde, la ayudaba colocando jazmín y hierbabuena en algunos lugares estratégicos, para que durante esa noche todos se embriagaran de esos exquisitos aromas. Dolores, mientras colocaba las flores, se percató del silencio del pueblo. No se oían ni los pájaros. Los animales salían muy poco de sus establos y, si lo hacían, se quedaban pegados unos a otros, como si tuvieran miedo.
—¿Se ha dado cuenta, doña Dolores, que no se oye nada? Bueno, hace unos días oí unos ruidos raros, temblores, como si la tierra se fuese a abrir.
—Tonterías, ¿no se irá a creer esa vieja leyenda sobre arañas y plantas gigantes en el bosque? Debe reconocer que es usted muy miedosa —afirmó la alcaldesa.
Dolores no contestó, pero la alcaldesa sabía que nadie iba al bosque.
Carlos, el farmacéutico, junto con el alcalde, Avelino, coordinaba las fiestas. Y ambos repartían las tareas entre los vecinos. El alcalde llevaba un bastón porque andaba torpe desde que el año pasado tuvo una caída en las escaleras de la iglesia. No parecía conveniente que se adentrara en el bosque con el resto del grupo en la búsqueda de palos y ramas. Carlos era joven, atlético, y su pelo alborotado le daba un aire un poco alocado, pero era el más sensato. Y el que mejor conocía el bosque.
El grupo de vecinos salió desde la plaza del pueblo, como habían acordado en la taberna de Andrés. Por el camino iban charlando y riendo. Andrés era el que siempre contaba chistes, a veces, un poco picantes a opinión de Dolores, que siempre que los escuchaba rezaba el Padrenuestro mientras todos reían. Hasta el cura reía a carcajadas. En varias ocasiones escucharon ruidos, que a todos les resultaron muy raros. Parecían de un animal como si estuviera quejando.
Habían andando bastante, pero no consiguieron muchas ramas. Carlos sugirió adentrarse un poco más en el bosque para recoger más. Según iban andando, parecía que se hacía de noche por la espesura de los árboles. Dolores iba un poco asustada detrás de Carlos. Le agarraba del jersey con delicadeza, como una niña que se fuera a perder. Sus gafas se empañaban por su respiración acelerada. Entre eso y su pelo largo y encrespado, no veía nada y se tropezaba continuamente. De vez en cuando, se oían lejanos unos chillidos y parecía que el suelo temblaba, como si fuera haber un terremoto. De momento nadie comentó nada, pero sentían miedo. Dolores se sentó en una roca con la cara descompuesta. Emiliano, el cura, rascando su calva, añadió con voz ronca:
—Ese grito es de un animal. No se asuste, Dolores. Estamos en el bosque y es normal.
Aunque el cura no dijo estas palabras muy convencido. Dolores, por si acaso, seguía muy pegada a Carlos, que iba pendiente del grupo para que nadie se quedara atrás, sobre todo el cura, que siempre se entretenía mirando cualquier planta o roca. Los sacos que llevaban no estaban todavía llenos.
—Tenemos que darnos prisa. Cogeremos algunos más y volveremos al pueblo —comentó Carlos.
El cura se quedó algo rezagado buscando setas porque le encantaban. Pero nadie se dio cuenta, ni siquiera Carlos, que iba recogiendo las ramas que encontraba y muy pendiente de que Carmen no tropezara. Andrés seguía contando chistes, pero parecía que nadie le escuchaba.
Carlos propuso volver y descansar en la fuente del cerro para comer algo. Y así lo hicieron. La cara de Dolores parecía más relajada, y ahora, más animados, hablaban de lo hermosa y grande que sería la hoguera. Allí estuvieron un buen rato comentando los pormenores de la fiesta hasta que se dieron cuenta de la ausencia de Andrés y del cura. Les llamaron a gritos, pero no obtuvieron respuesta. Dolores estaba segura que habían regresado al pueblo, le pareció verles camino del pueblo.
Como mañana era el gran día, todos se fueron a descansar.
Pero Carlos no se podía dormir, daba vueltas en la cama pensando en esos gritos o quejidos y en el temblor del suelo. También le pareció raro que Emiliano y Andrés se hubiesen ido sin decir nada. Esa noche tuvo pesadillas y por la mañana se levantó con mal cuerpo. Pero cuando se asomó a la ventana, sonrió al ver a los niños y a los jóvenes ensayando el baile. La mujer del alcalde les gritaba que no lo estaban haciendo bien. Después dirigió su mirada al bosque, ahora le parecía un extraño, no sabía el motivo. Cambió de humor en cuanto se tomó el café y salió a la calle, donde observó animados a sus vecinos ultimando los preparativos. Al rato se encontró con Dolores, que comprobaba que todas las flores estuvieran bien colocadas. Carlos la saludó pero ni le oyó. La taberna permanecía cerrada. Le pareció extraño porque Andrés solía abrir pronto. Algunas vecinas subían la calle, hacia la plaza, comentando que no había habido misa. Al final de la calle se encontró con el alcalde, contento y satisfecho por el esfuerzo de los vecinos. La fiesta, sin duda, sería un éxito.
Carlos le comentó que buscaba a Andrés y al cura, pero Avelino no les había visto desde ayer cuando se fueron al bosque. Dolores les dijo que bien temprano les vio charlando en la plaza, cerca de la fuente. Carlos se quedó algo más tranquilo y se dirigió a su farmacia. Ese día todas las tiendas y comercios abrirían hasta las siete de la tarde, ya que el alcalde daba el pregón de apertura de las fiestas a las siete y media.
Todos estaban en las calles luciendo sus mejores galas, participando en las competiciones que había preparado Carmen y bailando la música que sonaba. Allí, bailando, se encontró Carlos con Esther, la vecina de Andrés. Le comentó que no había oído llegar ayer a Andrés y tampoco le había visto por la mañana. Carlos empezó a preocuparse y, sin pensarlo, se dirigió a su casa. Allí no había nadie. Y la iglesia se la encontró cerrada. Emiliano tampoco respondió al timbre de su casa. Se dirigió entonces a la hoguera, pero se quedó parado y con la mirada perdida en el bosque. Intuía que algo no iba bien. Andrés y el cura no habían regresado al pueblo, y se imaginó que habían sido devorados por una bestia, la que se quejaba y chillaba la otra tarde. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Aunque nunca se creyó la leyenda que se oía hacía años en el pueblo.
Antonio se extrañó que Carlos le pidiera ir al bosque porque estaban a punto de encender el fuego. De camino le contó a Antonio y al resto del grupo lo que creía que pasaba.
Iniciaron la búsqueda sin separarse porque las linternas no alumbraban mucho, pero no podían esperar hasta mañana porque podría ser demasiado tarde. Se dirigieron, guiados por Carlos, a la zona donde habían estado la tarde anterior. El suelo temblaba y se dieron cuenta que por algunas zonas no había ninguna planta. Tampoco había pájaros. Todos parecían haber huido de miedo. Carlos tenía la sensación de que los árboles y plantas querían también salir corriendo.
Algo les acompañaba en la búsqueda y no parecía ser bueno. Antonio encontró la boina del cura entre las hojas, como si tuviera un mordisco en un extremo. Los vecinos se miraron pero no dijeron nada, no hacía falta. Las hojas del suelo empezaron a moverse y en ese mismo momento algo les hizo caer al suelo. No les había dado tiempo a levantarse cuando vieron que unos tentáculos gigantes, como si fueran de pulpo, de un color verde muy intenso, salieron del suelo. Ante el asombro de todos, los tentáculos agarraron a Antonio y a continuación desapareció. Y lo que había permanecido oculto durante tiempo se dejó ver. Todos se quedaron perplejos al ver que una planta gigante, con enormes dientes, emergió de los árboles. Era una planta carnívora, o eso parecía, nadie entendía cómo había crecido allí. Intentaron alejarse despacio, pero ella les miraba o intuía sus movimientos.
Carlos les hizo un gesto para que permanecieran quietos, aunque se quedaron paralizados más por el miedo que por el gesto de Carlos. La planta permaneció quieta durante unos segundos, parecía estar pensando cual sería el siguiente. De inmediato, sacó una especie de lengua muy larga, con una baba muy pegajosa que justo le cayó en el pie a Carlos, que en un segundo lo sintió inmovilizado. Temblaba de miedo porque sabía o podía imaginar que él era el siguiente al estar debajo de la cabeza de la planta. Podía ver sus dientes y la enorme lengua rosa. Y justo cuando se iba a abalanzar sobre él, reaccionó rápido y le asestó varios cortes en la base con el machete.
Los demás le imitaron hasta que consiguieron darle en lo que parecía ser la cabeza. Fue entonces cuando la enorme planta se desplomó en el suelo. Todo había terminado, pensó Carlos. Los vecinos se lamentaron de la mala suerte de sus otros vecinos.
Lo que no sabían era que la planta se había reproducido en otras partes del bosque y que todo volvería a empezar en cuestión de segundos.

 

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