TORRE DE RIU

Por María Dolores Castán

La regia puerta de hierro se abrió, aquella tarde del verano de 1960.

Un suave sonido de neumáticos, aplastando la gravilla de la entrada principal del castillo, fue lo primero que oyó Olivia, al tiempo que vio aparecer el morro de un espléndido Cadillac negro, que se detuvo ante ella en el antiguo patio de armas.

Olivia tenía diez años. Su cabello castaño, con finas hebras doradas, estaba recogido en dos imponentes trenzas. Tenía el aspecto de una intrépida aventurera con piernas llenas de arañazos, picaduras y restos de mercromina en las rodillas. Observaba la escena con sus grandes ojos castaños, curiosos y soñadores.

La anciana baronesa, ayudada de su chófer, descendió del automóvil. Vestía de riguroso luto y se apoyaba con un bastón de puño plateado. A Olivia aquella señora, tan frágil, tan mayor, le recordaba a su bisabuela, aunque sin título nobiliario, claro.

 

Francisco le dio un codazo que la hizo volver a la realidad.

–Vamos, Oli, te toca a ti tirar la piedra.

Olivia volvió a mirar la charranca dibujada en el suelo con tiza, a la que había estado jugando hasta aquel momento con su amigo.

–¿Lo dejamos por hoy, Fran? Estoy cansada.

–Vale, Oli… ¡siempre se ha de hacer lo que tú quieres!

Francisco se marchó decepcionado hacia la entrada trasera del castillo, por donde accedía el personal que trabajaba los campos y el ganado de la baronesa. Era hijo de los masoveros que cuidaban de aquella fortaleza durante todo el año. En verano, se les permitía alquilar a veraneantes algunas dependencias del ala este y así ganarse unas pesetas extras, que siempre venían bien en aquellos tiempos de finales de la posguerra. Durante diez años, los padres de Olivia alquilaron dos habitaciones para que sus hijas pudieran pasar todo el verano en aquel castillo, situado en los Pirineos.

 

La niña se acercó a la anciana que caminaba con dificultad hacia la entrada del jardín, por donde se accedía directamente a la puerta principal del imponente edificio. Le dedicó un saludo, el aprendido en el colegio, flexionando las rodillas e inclinando la cabeza.

–Señora, buenas tardes.

La baronesa, con un aire displicente y mirando hacia otro lado, le devolvió un escueto buenas tardes antes de que las verjas se cerraran ante Olivia.

La anciana fue recibida por María Victoria, su única hija. Era una mujer frágil, elegante, que apenas gesticulaba.

Desde el otro lado de la verja, la pequeña estudiaba todos los ademanes de aquella joven dama. Tenía un gran parecido a la actriz Grace Kelly, pero una Grace Kelly, sosa, sin brillo. Sin fuerza.

La acompañaban sus tres hijos y su marido, don Luis, un apuesto hombre, de apellido noble y dueño de una importante empresa textil catalana. Apenas se dejaba ver, ya que sus negocios lo mantenían muy ocupado y pasaba gran parte del tiempo viajando.

Los tres hijos del matrimonio, Humberto de 13 años, Carlos, de 7 y la pequeña Vicky de 3, componían el cuadro familiar de aquella fortaleza.

Humberto se acercó corriendo a la verja donde aguardaba Olivia.

Una voz con timbre de falsete sonó a pocos metros del niño.

–¡Humberto! Where are you?

Era lady Tremaine, la institutriz del niño. Era altísima, delgada como una vara y llevaba el pelo negro recogido en un moño. Olivia dio un paso atrás al verla.

–¡Esta tarde nos vamos de excursión, Oli! –dijo Humberto– ¡Espero que vengas! ¡¡A las cinco aquí!!

Apenas dicho esto, la institutriz se llevó a Humberto con ella, dejando a Olivia sola.

 

Olivia, Francisco y Humberto eran amigos inseparables. Los varones, siempre interesados por la viva personalidad de la niña, competían por llamar su atención.

Las mañanas transcurrían en el río, bañándose y pescando truchas con las manos. Truchas que se les escapaban rápidamente, entre chapoteos y grandes risotadas.

Algunos días, Humberto no podía acudir a los juegos. Su familia se lo llevaba de pesca o de caza y hasta última hora de la tarde no se veían. Francisco aprovechaba aquellos momentos para intentar captar por completo la atención de Olivia, aunque ella no le hacía demasiado caso.

Humberto también aprovechaba los ratos que estaban a solas para plantearle la ilusión de un posible futuro, con palabras inocentemente escogidas.

–Cuando sea mayor, me casaré contigo, y viviremos aquí, en el castillo, porque tú eres mi princesa —solía decir.

Olivia le escuchaba, incrédula, aunque no podía dejar de pensar en aquella princesa bávara que se convirtió en emperatriz del imperio austrohúngaro y cuya edulcorada película, su favorita, había visto más de una vez.

Y así transcurrieron los felices días de vacaciones de aquel año. Agosto tocaba a su fin. La despedida estaba cercana.

 

Una tarde de tormenta, anunciando el fin del estío, Humberto y Olivia se encontraban en la sala de juegos. Allí había de todo: caballitos de madera, triciclos e incluso una cocinita con todos los detalles de una cocina de verdad. Ensimismada en la visión que le ofrecía aquel derroche de juguetes, Olivia no se dio cuenta de la llegada de don Luis.

–¡Mi maravillosa niña!¡Cuánto has crecido!

Olivia se dio la vuelta, sonrojándose ante la presencia del padre de Humberto.

–¡Ven a darme un abrazo bien grande cielo!

La niña se acercó a él para abrazarle, pero antes de darle el abrazo, le saludó al estilo que le habían enseñado en el colegio, flexionando las piernas y la cabeza. Don Luis la agarró riendo a carcajadas.

–¡Ven aquí pequeña! ¿Qué tal te lo pasas? ¿Te gusta esta casa? –Un enorme y cálido abrazo continuó a sus palabras, entre risas de los tres.

Y así, sentados en el suelo, comenzaron a jugar al parchís. Olivia se percató enseguida de que don Luis se dejaba matar sus fichas y él, casi nunca mataba. Solo a Humberto, que entraba en cólera, mientras le guiñaba el ojo a Olivia.

Terminada la partida, se despidió cariñosamente de los niños, ya que le reclamaba el trabajo.

 

Y seguía lloviendo y tronando.

Como fuera que la tormenta no amainaba, ni tenía visos de ello, decidieron buscar otra diversión para pasar el rato y decidieron aventurarse por los secretos pasadizos del castillo, a la espera de encontrar algún tesoro no descubierto.

Pasaron por salones con espléndidas vidrieras emplomadas que daban a las estancias una sensación medieval. Los ojos de Olivia no paraban de mirarlo todo y su cerebro trataba de almacenar toda la información que iba recogiendo a su paso.

En el fondo de un gran salón, doña María Victoria, sentada en un sillón de terciopelo verde, leía un libro. La tenue luz de su lámpara de pie iluminaba la escena. Al pasar por su lado, Olivia la saludó de la forma habitual, a lo que la señora respondió con una leve sonrisa.

–Subamos más arriba, Oli –propuso Humberto –Quiero ir a un sitio en el que no he entrado nunca. Me gustaría saber que se esconde allí.

Ascendieron hacia el desván, un lugar que estaba terminantemente prohibido visitar.

Entraron procurando no hacer ningún ruido que les delatara. La puerta emitió un leve chirrido que les paró la respiración. La cabeza de Juan, el mayordomo, asomó por el hueco de la escalera.

–¿Quién anda ahí? —preguntó, mirando hacia arriba.

No hubo otra respuesta que el silencio, así que continuó su camino murmurando.

–Un día de estos tengo que ir a por matarratas.

 

 

Encendieron la bombilla que colgaba de un cable. Allí había de todo: Juguetes viejos, baúles, espejos, cortinas pasadas de moda, libros, candelabros…

Humberto iba revolviendo, mirando aquí y allá. Abría arcones y sacaba viejos vestidos. En el siguiente baúl encontró antiguas armas de fuego que llamaron de inmediato su atención.

–¡Mira qué he encontrado Oli! ¡Son las escopetas de mi bisabuelo! A lo mejor tienen pólvora y todo.

–¡Deja eso inmediatamente Humberto!! –le espetó Olivia –¡Te puedes hacer mucho daño!

–¿Sufres por mí? –preguntó, con una sonrisa pícara.

–Pues sí, caramba ¡qué inconsciente eres!

Humberto devolvió a regañadientes el arma a su lugar y siguió yendo y viniendo de aquí para allá, en busca de más tesoros.

 

Un crujido seco, un grito, un ruido como el de un fardo al caer desde una gran altura.

Olivia levantó la cabeza y buscó a su amigo, pero ya no estaba allí.

Un agujero se había abierto a los pies de Humberto, cayendo desde más de veinte metros de altura hasta estrellarse contra el suelo de cerámica blanca y negra, que tantas veces se le había antojado un tablero de ajedrez.

Al oír aquel terrible grito, el mayordomo acudió de inmediato. La dantesca escena que divisó Olivia desde lo alto no se le borraría jamás.

Aparecieron don Luis y sus hijos pequeños, que la servidumbre apartó de inmediato. El padre, anonadado, abrazó el cuerpo sin vida de su hijo con delicadeza y cariño, como no queriendo despertar a aquel hijo que duerme a la espera de un mañana espléndido lleno de esperanzas e ilusiones.

Doña María Victoria también apareció y se desmayó en el acto, presa de la tragedia que acababa de producirse.

Pasados los primeros minutos de confusión y de llanto, don Luis miró hacia arriba y la vio, asomada al vacío.

–No te muevas pequeña —dijo –Voy a buscarte.

Dejó, con suma delicadeza, el cuerpo de su hijo en un diván cercano, arropándolo con una manta.

Al cabo de unos minutos, Olivia lo vio asomar por la puerta del desván. Tenía el rostro demudado, entre el espanto y la incredulidad de la desgracia.

–No pasa nada mi niña. Ahora con pasos cortos te vas acercando a mí, con mucho cuidado, procurando que no cruja la madera —le dijo.

Olivia obedeció y lentamente, paso a paso, llegó hasta don Luis, momento en el que se fundieron en un abrazo lleno de lágrimas y suspiros.

 

La acompañó al ala este del castillo. Allí encontró a la abuela de la niña que, ajena a aquella gran desgracia, manejaba con destreza los bolillos de un encaje

No mediaron más palabras ni más saludos de colegio. Solo una mirada de despedida llena de dolor.

 

Al cabo de unos días Olivia volvió a su casa de Barcelona. A su colegio de monjas. A su rutina.

Ese verano había aprendido a comprender lo efímero de la vida. La fuerza de la amistad y del recuerdo. La ternura, a pesar del dolor y la fragilidad del ser humano.

 

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