UN LUGAR DONDE REFUGIARSE – Silvia Prats Piñero

Por Silvia Prats Piñero

No había en toda la región propiedad más envidiada y admirada que la de los Alzaga.

Las fiestas dadas por los propietarios eran populares en todo el país, y nadie que presumiera de pertenecer a la alta sociedad podía hacerlo sin haber sido invitado a una de ellas.

Durante los veranos, la finca se llenaba de numerosos personajes de renombre que paseaban por las bodegas y los viñedos, mientras disfrutaban de un agradable día campestre y una velada de diversión.

En otoño, la propiedad se llenaba de jornaleros que provenían de todos los puntos del país. Se hospedaban en los barracones al otro lado de la casona, como vulgarmente llamaban a la casa Alzaga los habitantes del pueblo y sus alrededores.

El padre de Íñigo Alzaga era un hombre de costumbres sencillas, al que le gustaba hacerse cargo de las labores más pesadas de su propiedad, siendo habitual verlo como un trabajador más en plena vendimia, almorzando y compartiendo el pan y el vino con sus hombres o pisando la uva con sus propios pies;  gustos que no compartían ni su esposa ni su hijo.

Se podría decir que Íñigo poseía gustos menos terrenales. Adoraba los juegos de azar que compartía con los caballeros de los clubs más exclusivos. Era habitual verlo en las  reuniones más selectas, y en los bailes y cenas de los hoteles más lujosos de la ciudad.

Tiempo atrás, había estudiado en la mejor universidad del país y posteriormente se había trasladado a París, donde contrajo matrimonio con la sobrina de una de las mujeres más influyentes en las altas esferas parisinas.

Con la muerte de sus padres, Íñigo lamentó tener que volver y hacerse cargo de las bodegas, de cuyo funcionamiento poco sabía.

– No se preocupe por eso, patrón. Nos encargaremos de ello.

Conrado, el capataz, le resultó un hombre agradable y de valiosa ayuda desde el primer momento, y llegó a cogerle un gran afecto con el paso del tiempo. Dejó el trabajo más específico de la finca en sus manos, encargándose él exclusivamente de los asuntos financieros y la venta del vino.

La llegada de los nuevos dueños a la casona fue un revuelo de cambios en la hacienda.

La finca recobró el esplendor de antaño al organizar de nuevo las populares fiestas en las temporadas estivales. El carisma de la nueva inquilina, doña Amelia, causó sensación entre las damas de alta cuna, que competían por tenerla en las reuniones más selectas.

Encontró en aquellas reuniones algunas ideas tan innovadoras e interesantes como las suyas, aunque pronto comprendió que en las esferas de esa nueva sociedad ajena a su educación francesa, era mejor comentar ciertos asuntos en petit comité, o simplemente, no comentarlos.

Poco después de la festividad de Todos los Santos,  Amelia escuchó entre sueños una voz clara y cercana que la alentaba a compartir con otras mujeres las historias que escribía en aquellas aburridas tardes, a leer con ellas,  y a escuchar las suyas propias. El rastro de luz que acompañaba a la voz llegaba hasta la biblioteca. Amelia mandó reestructurarla para su puesta a punto y las obras duraron varios meses entre las idas y venidas de los trabajadores ajenos a la hacienda.

Las reuniones en la casona se establecieron todos los jueves por la tarde, y tuvieron pronto el éxito que la joven esperaba.

Cada semana se narraban maravillosas historias a la lumbre de la chimenea de aquella enorme y ahora concurrida biblioteca. Los emocionantes relatos de la señora de Alzaga traspasaron las fronteras de la finca, y poco a poco se fueron reuniendo con ella mujeres de todos los ámbitos sociales por el simple placer de escuchar bonitas historias que les ayudaran a evadirse un poco de sus ya de por sí difíciles vidas. A sus historias se  fueron enlazando otras nuevas, tejiendo con el tiempo una vía de escape y aliento para todas aquellas mujeres que soñaban con un futuro mejor. Amelia no solo les ofrecía un hombro en el que llorar; también, un lugar donde refugiarse.

A Íñigo no le agradaban las excéntricas ideas de su esposa, y mucho menos que la casona se llenara de personas que nada tenían que ver con la educación de Amelia, pero callaba al verla ilusionada, y odiaba tener que soportar habladurías y cuchicheos por parte de muchos caballeros con los que compartía tardes de juegos.

Cada vez que intentaba disuadir a su mujer y alejarla de la idea de las reuniones, ésta solía reir y acariciaba su rostro con suavidad y ternura.

–  Querido, solo es una inofensiva tarde de chicas. Las pocas que se han quedado huyen de un cruel destino ¿Qué nos impide ayudarlas? – Y alzando las manos, añadía que en un futuro se convertiría en un viejo refunfuñón. Íñigo sonreía entonces, enternecido por la compasión  de aquella criatura, y la discusión se acababa en aquel instante.

A medida que el pequeño círculo de historias avanzaba, el negocio familiar extendía sus ventas hacia los paises vecinos. Íñigo comenzó entonces a viajar ausentándose cada vez más de su hogar. Eso permitía una mayor libertad para Amelia.

Un día Amelia acompañó a un grupo de mujeres hasta los barracones. Casi nunca paseaba por la finca, pero conforme su proyecto prosperaba, las invitaciones a reuniones  y eventos sociales iban disminuyendo, así que tenía más tiempo para conocer un poco más aquella  propiedad por dentro.

El sonido de la música le llamó la atención. Era evidente que los trabajadores de la hacienda estaban dando una fiesta. La animada melodia se paró de cuajo y las mejillas de  Amelia ardieron de vergüenza al comprobar que unos ojos grisáceos la observaban fijamente.

Una vieja jornalera la tomó por los hombros con confianza, desafiando la mirada  inquisidora del capataz y la animó a quedarse. Amelia avanzó dubitativa, pero luego pensó en el solitario y frío salón del ala oeste y que algunas de esas mujeres asistían a su biblioteca cada jueves ¿Por qué no compartir una animada noche con todas ellas?

A partir de aquella tarde Amelia frecuentó más la parte sur de la finca, interesada y fascinada por todo lo que conllevaba el mundo de la enología, pero sobre todo, fascinada por la fluidez y armonía con la que el joven capataz narraba las funciones  de la hacienda.

Íñigo estaba complacido por el nuevo hobbie de su mujer, esperanzado con la idea de que con el tiempo Amelia dejara ese club de historias para siempre. Pero lejos de aquello, Amelia encontró el perfecto equilibrio entre el trabajo en los viñedos y la ayuda a las mujeres. El club de historias intensificó sus funciones con la ayuda de algunas damas con un espíritu de caridad.

Una noche, Amelia comenzó a sentirse mal. La extraña sensación de alboroto en su cabeza y el calor la hicieron desvanecer.  Días después, el doctor felicitó al joven matrimonio por la llegada de su primer hijo.

La noticia desencadenó un sinfín de celebraciones en la casona, y la parte izquierda de la casa volvió a tomar vida propia. Todo el mundo quería felicitar a los Alzaga, pero la felicidad del orgulloso padre se vió pronto empañada por las viperinas lenguas burguesas.

Íñigo comenzó a atormentarse por las habladurías en torno al embarazo de su mujer. En muchas ocasiones a punto estuvo de pedir cuentas a su esposa, pero luego llegaba a casa y encontraba a Amelia con semblante sereno, escribiendo sus historias y leyéndolas en voz alta. Era imposible que aquella dulce alma pudiera cometer semejante deslealtad hacia él.

La niña nació y creció libremente entre caballos, viñedos y barricas, campando a sus anchas por todos los rincones de la hacienda. Todos adoraban a la pequeña Inés y la consentían a escondidas de sus patrones, en especial Conrado. Inés era la debilidad del duro capataz, fisicamente idéntica a su madre.

Para Íñigo, Inés cada día se parecía más a su abuelo, destacando su gusto por el proceso del vino y los caballos. Los años parecían haber disipado toda duda causada por las malas lenguas.

Amelia se encargó de que Inés participara con el tiempo en aquellas reuniones y se interesara por la situación de las asistentes a las charlas, descubriendo un don casi excepcional para la narrativa. Pero el temperamento de Inés era como el viento, demasiado voluble para arraigarse a la tierra. Partió de la casona al cumplir los diecenueve años, y de nada sirvieron los ruegos de su madre.

Su marcha trajo a la casa una atmósfera de tristeza y melancolía que con el tiempo hicieron desvanecer poco a poco las historias. Amelia comenzó a ocupar más tiempo en las bodegas en compañía de Conrado y de las mujeres que aún quedaban en la hacienda, y al terminar el día, regresaba a la casona cabizbaja y falta de energía.

La finca no detuvo su ritmo, aunque ya nada era igual, y la ausencia de la señorita Alzaga era un gran vacío en cada paso de estación.

Hasta cinco años tuvieron que pasar para el regreso de Inés, que llegó con su vieja maleta, su perfecto francés y una pronunciada tripa, llenando de escándalo a toda la alta sociedad. Nada importaba dentro de la casona, allí el regreso de la joven trajo de nuevo la luz al rostro de Amelia, la alegría a la casa y las ganas de narrar.

Amelia enfermó y las narraciones pasaron de la bliblioteca a una oscura habitación que solo se iluminaba con la presencia de la pequeña nacida dos meses atrás, a la que cariñosamente llamaban Mely.

– Déjame coger a esta preciosidad. Mi niña tiene los ojos de su abuelo. – Y tomándola en sus brazos le comenzaba a contar historias hasta dormirla.

Para Íñigo, la enfermerdad de Amelia supuso un duro revés, pasando demasiado tiempo en el despacho entre facturas y documentos para no pensar. A Inés le dejó la carga de las bodegas y la producción; y el poco tiempo que pasaba con su esposa lo empleaban para estar con su nieta, así evitaban hablar del estado de salud de Amelia, que poco a poco iba marchitándose.

Una tarde a finales de otoño, Amelia mandó llamar a su esposo que con el rostro compungido se tumbó a su lado, como lo hacía en cada visita.

– Voy a contarte una historia mi amor-  Íñigo la tomó de la mano y escuchó con atención. La miró con los ojos empañados sabiendo que sería la última historia que su esposa narraría. La historia de una verdad que nunca quiso creer.

Aquella misma noche Amelia se marchó liberada y agradecida por la vida recibida en la casona y ésta volvió a ser oscura y silenciosa durante mucho tiempo. Con el paso de los años, Inés había cogido las riendas del negocio familiar, y ya nunca más había sentido el impulso de huir. La casona significaba el refugio que tanto ella como Mely necesitaban. Un lugar que parecía aislado del mundo, donde nada importaba y sus habitantes podían vivir libremente sin los prejuicios que imponía la sociedad. Un refugio para aquella pequeña de ojos grises, con un asombroso parecído a los del viejo capataz.

Una tarde Inés abrió las puertas del ala este, la vieja biblioteca estaba allí, callada y oculta al mundo desde la marcha de Amelia. Observó sus pesados cortinajes y con la luz del atardecer traspasando la amplia sala, los recuerdos de las reuniones cobraron vida.

Inés se descubrió en medio de la fría estancia, con la idea fija en su cabeza de reanudar el club de historias que un día sirvió de refugio a muchas personas, cuyas vidas estaban destinadas a la oscuridad, únicamente por haber nacido en el lugar equivocado.  Era el hogar de sus antepasados, y de muchas mujeres que necesitaban de él, y había que reubicarlo todo de nuevo. La imagen de Amelia colgaba encima de la chimenea y parecía sonreirle desde allí. Inés le sonrió también, orgullosa de la mujer que le había dado la vida.

La casona volvía a estar en obras.

 

 

 

 

 

 

 

 

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Esta entrada tiene 4 comentarios

  1. Verónica

    Me ha gustado mucho. Se me ha hecho muy corto. Un saludo.

  2. Lolifé Fuster

    Preciosa narración!!! Me ha encantado!!! Enhorabuena!!!

  3. ANA PIEDAD

    Simplemente maravillosa

  4. Ana Maza López

    M ha encantado Silvia,m he quedado con ganas d más.

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