UNA MALA DECISIÓN – Catalina Gutiérrez Espinosa

Por Catalina Gutiérrez Espinosa

Vivíamos bien y nada material nos faltaba, aunque nuestra vida nunca había sido perfecta. Niham, mi madre, ya se encargaba de que no fuera así. Era desordenada, sucia, irascible, necia, ni siquiera tenía amigas. Las perdía porque rezumaba envidia y maldad. Nadie la soportaba. Hablaba sin sentido, un disparate tras otro. En cambio, mi padre, Yahia, era bondadoso y tranquilo por naturaleza. Siempre se mostraba atento, cariñoso y muy servicial con todo el mundo, incluida la familia de mi madre. No tenía malas palabras para nadie. Contaba con leales amigos que le trataban con respeto, afecto y gratitud. Eran la noche y el día, la maldad y la bondad, el egoísmo y la generosidad, la frialdad y la calidez, la mentira y la verdad, la violencia y la mesura.

Poco después de que yo naciera, mi padre dejó de dormir en nuestra casa para dormir en casa de su hermana, mi tía Jazmina, aunque comía y cenaba con nosotros. Mi madre me hacía responsable de la ausencia nocturna de mi padre porque decía que él no me quería. Sin embargo, nunca la creí porque él jugaba conmigo y siempre me abrazaba y me comía a besos, nos divertíamos mucho juntos y me hacía sentir especial.

A los cuatro años, mi madre se deshacía diariamente de mí. Pasaba nueve horas y media entre el colegio, las clases de árabe –en la mezquita, una nave con techos altos de chapa donde me congelaba de frío en invierno y me asfixiaba en verano–, y la tienda de al lado de casa. Mi madre pagaba para que la dueña me obligase a escribir con la mano derecha porque yo era zurdo. Dicen que los niños tienen pocos recuerdos a esa edad, siempre he pensado que no se debe recordar la felicidad. En cambio, los golpes, los insultos, el frío, el hambre y las miradas de desprecio se rememoran con dolorosa claridad. Me decía «ojalá hubieras muerto al nacer», o «tantos dolores para tener algo como tú, mejor tener una diarrea». Mi madre era muy cruel conmigo y yo no entendía por qué no era así con mis hermanas. Escuché esas frases hasta los catorce años.

A los cinco años, mi padre me dejó en casa de Julia, su jefa, toda una semana para que mi madre me echara de menos y reflexionara. A ella no le importó. Para entonces, yo tartamudeaba, mojaba la cama y tenía pesadillas. Cuando volví a casa, era aún más invisible. No tuve de mi madre ni besos ni abrazos ni preguntas. ¡Nada! Mi padre me sacó del paraíso para devolverme al infierno.

A partir de entonces, mi padre me depositaba en casa de Julia y mi convivencia con ella se estrechó cada día más, sano o enfermo. Había semanas que sólo pasaba un día o dos con mi familia.

Julia había convivido con mi padre durante cinco años. Era siete años mayor que él, madre de dos hijos, inteligente, cariñosa, alegre y bonita. Ella rompió la relación con mi padre porque siguiendo la tradición, él consintió un matrimonio concertado a ciegas con mi madre. Ocho años después, mi padre cerró su empresa por problemas con su socio y se incorporó a la empresa familiar de Julia. Hasta cinco años después yo no vería la luz de este mundo.

Mi vida lejos de mi madre era perfecta. Mi padre venía a verme a casa de Julia después de comer y antes de dormir. Tenía en ella una madre maravillosa que me hacía reír, me cuidaba si enfermaba, veíamos películas comiendo chuches, íbamos a la playa, al parque, cocinábamos, me contaba historias y me enseñó a agradecer cada noche a Dios por todo lo que teníamos. Me despertaba entre besos. Era inmensamente feliz. Por la noche me abrazaba a ella mientras dormía. Me gustaba tanto su olor como me repugnaba el de mi madre.

A los ocho años soñé que mi madre me pegaba. Julia me había preparado unas crepes y mientras desayunaba le pregunté:

—¿Por qué me ha tenido que tocar esta madre a mí?

Ella me miró sonriente y me contestó mientras me abrazaba:

—Para que tu papá y yo tuviéramos un niño tan bueno y cariñoso como tú.

Aquel año, como de costumbre, fuimos de vacaciones a Marruecos. Julia no venía y para mí ese mes resultaba infernal. Nos instalamos todos en casa de mi abuela materna, Yamina, menos mi padre, que dormía con su familia. Al día siguiente, mientras jugaba en el salón, mi madre y mi abuela preparaban la comida y hablaban de mi hermana Hasna, la mayor.

—¿No te preocupa que Hasna pasa los veintiuno y sigue soltera? —preguntó Yamina.

—Más de lo que crees, pero gorda, con la cara llena de granos de tanto chocolate y siempre acostada con el móvil en la mano… ¿Quién le pediría matrimonio?

—Una conocida me preguntó hace unos días si Hasna se casaría con su hijo.

—¿Y crees que él la aceptará?

—Sin duda alguna, y hasta pagará una buena dote por una mujer española. ¿Acaso has olvidado por qué te casaste tú sabiendo que tu marido vivía con Julia? Su madre quería apartarlo de la española, y yo, que después llevaras a tus dos hermanas contigo a España.

—Sí, mamá, no lo he olvidado. Lo conseguisteis todo excepto arrancar a Julia de su corazón. Aún la quiere.

—Eso no importa. Ni a ti ni a tus hijos os falta de nada. Además, siendo más joven que ella y bonita, era una tarea fácil.

—¿Tarea fácil? ¿Y cómo hacerlo si él trabaja cada día a las órdenes de la mujer de la que sigue enamorado? ¡La odio!

—Niham, durante ocho años después de la boda ni se vieron. Perdiste todo ese tiempo. No deberías hablar así de ella. Nos ha ayudado mucho a toda la familia. Consiguió los permisos de tus hermanas, os ayudó a comprar casa y hasta vino a visitar a tu padre antes de morir por si podía ayudar. Es una buena mujer y tu hijo Zacaría la quiere como a una madre. Sólo habla de ella.

—Zacaría es igual que su padre. La adora.

—Hija, porque tú ni miras a la criatura.

—Yo no quería más hijos, pero Yahia se negó a que abortara. Le pedí ayuda a Julia para que le convenciera y me dijo que no era su problema. Por más veces que salté los escalones del patio, solo conseguí un parto prematuro.

—¡Claro! Y por eso le dejas a Julia el niño para que sea su problema. Yo he tenido siete hijos. ¿Crees que todos me vinieron bien? Eres la más pequeña, ¿qué tendría que haber hecho contigo? Tienes una piedra por corazón.

Y durante el mes que pasamos allí, mi abuela me mimó como nunca lo había hecho antes. Una tarde salió y regresó muy contenta. Había convenido el casamiento de mi hermana sin previo conocimiento entre los novios, acordando diez mil euros como dote. A la tarde siguiente, aprovechando la ausencia de mi padre, pidieron oficialmente la mano de Hasna. Temían su reacción porque él no quería un matrimonio acordado para su hija. Cuando llegaron, todo estaba pulcro y ordenado. Había muchos dulces para el té después de la cena y yo estaba contento. No sé qué pensaría el novio, pero sí pude ver la cara de mi hermana, brillaba ante semejante hombre, alto, agraciado, de piel clara y ojos verdes, bien vestido y de buenos modales. Ese sería su Dios y el de mi madre a partir de ese instante. ¡Por fin su hija se casaba!

A la vuelta a España mi madre contó a mi padre la verdad a medias. El montó en cólera, bien sabía lo que era un matrimonio sin amor.

–La historia se repetirá. Os habéis condenado las dos.

Mi enamoradísima hermana unió su causa a la de su madre, y el que fuera su padre amado, pasó a ser el enemigo a batir. Cuando nos íbamos a la boda sin mi padre, yo le abracé mientras lloraba en silencio. Se acercó a mi madre y dijo muy tranquilo:

—Vendiste a mi hija. Ella se casa, y tu tendrás un divorcio.

Fuimos directos a casa del novio. Mis hermanas, mi madre y yo dormíamos sobre alfombras en un gran salón. La primera noche oí a mi madre susurrando:

—Hasna, ve y métete con Riyad en la cama, que no haya vuelta atrás.

Y mi hermana ya no volvió a dormir con nosotros. Tres días después se casaron. Fue una boda insulsa. Ni siquiera acudió Yamina, ofendida porque no nos alojábamos en su casa. A mi padre lo excusaron diciendo que estaba enfermo. Nadie de nuestra familia asistió. Estábamos solos.

Quince días después, mi padre fue a Marruecos a pedir el divorcio. Inmediatamente mi madre me recogió de casa de Julia. Le mandó un mensaje de voz a mi padre para que lo supiera y además le advertía de que saldría en los periódicos. Yo lloraba pidiendo que me dejaran con Julia, pero por respuesta sólo recibí sus malos tratos. No me daba de comer, me insultaba, me gritaba. A veces me encerraba en una habitación, me arrojaba violentamente al suelo y me pegaba hasta que la ansiedad y el miedo me impedían respirar. Estaba aterrorizado. Me dormía llorando y pensando en Julia, sus abrazos y su olor. Julia ya no podía protegerme, y mi padre no estaba. Un enorme nudo en la garganta me acompañaba todo el día.

 

Pasados siete días, mi padre me recogió del colegio y ya no vino a verme después. Le habían detenido en el trabajo por una denuncia de malos tratos. Ellas, desde hacía días, cuchicheaban que tendrían ayuda económica por maltrato.

La mañana siguiente al arresto de mi padre me levantaron muy temprano y me dejaron en casa de una supuesta amiga a la que no conocía. Ni siquiera me dieron un vaso de leche.

—Volveremos tarde, Khadija. Por favor, recógelo y dale la comida.

—Así lo haré. Id tranquilas.

Pero no iban tranquilas sino felices. Habían urdido su plan con maquiavélica perfección. La hija discípula superaba en mucho a su maestra. El día anterior habían celebrado una fiesta por el arresto de mi padre. Hasna, que antes idolatraba a mi padre, ahora vomitaba su odio por él.

—¡Tu padre es malo, no lo quieras! —me repetía constantemente.

El rechazo de mi padre a ese matrimonio la volvió loca, y con frialdad planeó su venganza haciendo protagonista de ella a mi madre. ¡La utilizó! Quiso despojar a mi padre de su dignidad y sus aparentes bienes, pero volvieron del juzgado con trescientos euros de manutención para los dos hijos pequeños y el uso de la vivienda familiar. Nos hundimos en la miseria por el odio de Hasna y la estupidez de mi madre.

Mi padre fue absuelto después de recurrir una primera condena de tres años de cárcel por maltrato psicológico. El hecho de ser hombre y musulmán lo hizo víctima no sólo de mi madre y hermana, también del sistema.

Vivo con él desde los catorce años, aunque mi vida transcurre principalmente junto a Julia. Duermo aquí y allá. Nada sabemos de Hasna excepto que vive en Francia y fue abandonada por su marido cuando obtuvo el permiso de residencia. Mi otra hermana vive en Noruega con un español. Mi madre, ahogada en su amargura, malvive con ayudas estatales y la caridad de mi padre que se siente culpable porque nunca pudo amarla. Nadie la llama ni la visita, excepto Julia y yo, a pesar de todo.

Mis padres tomaron una mala decisión al casarse. Destrozaron sus vidas mientras rompían el corazón de Julia. Ella me enseñó que la vida devuelve todo lo que se siembra.

 

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