VIAJE FIN DE CURSO – Isabel Jiménez Cenizo

Por Isabel Jiménez Cenizo

En el último día de la carrera de Magisterio, tan solo dos compañeras y yo, nos decidimos ir de viaje de estudios.
La venta de loterías, festivales y otros eventos para recaudar fondos con el fin de ir casi toda la clase, apenas dio para costear un viaje corto para pocas personas. Nos pareció una buena idea ver el sur de Francia.
Calculando bien cada céntimo, daba para viajes y alojamiento de tres o cuatro días. Pensamos que podríamos ahorrar si hacíamos autoestop, aunque tomando precauciones como; ir las tres siempre juntas, en coches de un solo conductor o conductora y nunca de noche-. Iba a ser la aventura de tres compañeras, que nos uniría de por vida.
Lucía vivía en un piso de estudiantes; era morena, guapa, no muy alta, vestía casi siempre con falda vaquera, suéter y zapatillas de deporte, no hablaba mucho, pero se reía a carcajadas por cualquier motivo. Tenía una risa explosiva y contagiosa.
Pilar era rubia con ojos azules, sonriente, irónica, parecía que para ella no existieran límites, su estilo era cercano al punki.
A mí, me gustaba ir con vaqueros y camisas y a mis amigas les parecía raro que no hubiera salido de casa en mi adolescencia salvo con la familia. Tal vez por eso sentía unas inmensas ganas de vivir aventuras.
Llegamos a Barcelona a las doce del mediodía y llamamos a Sara, otra amiga con la que habíamos quedado para almorzar, vivía muy cerca de la estación de autobuses.
Le explicamos nuestro plan. Lo más ilusionante era emprender un viaje sin un destino claro.
Sara intentó persuadirnos de que, al menos, nos fijáramos un destino y una ruta. Nos recordó las ultimas noticias alarmantes sobre secuestros de autoestopistas para el tráfico de órganos, la trata de blancas, etc.
– Es una locura – nos dijo. La tranquilizamos, y le aseguré:
– Prometo llamarte en cuando lleguemos al lugar… ¡donde el destino nos lleve!- y nos reímos. En un gesto entre negación e impotencia, brindó con nosotras por un buen viaje.
Ya en la salida de Barcelona con nuestro cartel, A FRANCIA, y nuestras mochilas a la espalda, nos paró un coche, recuerdo el olor del ambientador, era lavanda y resultaba agradable. La canción que sonaba en su radiocasete era “Un velero llamado libertad” de José Luis Perales.
-Voy a Gerona -nos dijo-, fue muy amable y nos hacía gracia que utilizara continuamente el adverbio “evidentemente” en todas sus frases.
Ya en la ciudad, paró en una gasolinera cerca de la salida hacia la frontera, bajamos del coche muy contentas agradeciéndole el viaje.
El encargado de la gasolinera era también muy simpático, al ver la dirección de nuestro cartel, nos indicó que, si íbamos hacia el final de la calle, encontraríamos la carretera donde los camioneros solían ir a Francia y llevaban a autoestopistas.
Nos dirigimos hacia ese lugar, y, en efecto, el primer camión iba directo a Montpelier.
-Sí, – afirmó el conductor- os puedo llevar, estaremos allí en unas dos horas más o menos
Nos pareció perfecto. Al subir notamos que la cabina estaba poco ventilada, sin embargo, sería un trayecto corto y todo estaba yendo muy bien.
Preguntaba mucho acerca de nuestro viaje, nos pareció demasiado.
-Me extraña que no hayáis planificado el viaje, -dijo- sois atrevidas ¿eh?… ¡y sin reservar un lugar para pasar la noche…!
Pilar me miró muy seria, sentí su misma intuición de que algo iba a salir mal.
Lucía, que ocupaba el asiento del copiloto, le contestó que en el camping no hacía falta reservar sitio en temporada baja y que íbamos a conocer un poco el sur de Francia, nada más.

Pilar y yo, que íbamos detrás, nos estábamos quedando adormiladas cuando de pronto, Lucía, nos alertó:
– ¡Eh chicas!, que dice que quiere dormir un rato… ¡en un descanso de la carretera…!
-Vale, -dije conteniendo mi enfado – ¿y cuánto rato piensa parar? porque falta poco para llegar…
¿no?
-Depende de lo que queráis, -contestó sonriendo y guiñando un ojo-.
-Entendimos y mostrándonos totalmente ofendidas y amenazantes, le respondí alzando la voz:
– ¡Me parece que está muy equivocado! ¡pare! nos bajamos ahora mismo.
– ¡No, por favor, no os ofendáis!, -nos respondió bastante nervioso- ¡era una broma!, enseguida llegamos…
A continuación, puso la radio y no volvimos a hablar.
Estuvimos muy alertas durante esa hora, sin perder de vista al conductor y a Lucía, por si detectábamos alguna señal de aviso. Al llegar a Montpellier le dimos unas escuetas gracias y nos alejamos.
No había campings abiertos en esa ciudad y los hoteles eran carísimos para el escaso presupuesto que teníamos. En uno de ellos, la encargada del hotel nos dijo:
-La estación de autobuses hacia Marsella está muy cerca, ¡a cinco minutos! – remarcó-, allí hay muchos campings y puede que alguno esté abierto en este mes de octubre-.
No lo pensamos. Subimos a tiempo de tomar el último bus de la tarde. Por fin nos relajamos después de tantas horas entre carreteras y caminatas, sabiendo ya que nuestro destino estaba en la ciudad más antigua de Francia.
Cuando oímos la parada Marsella, bajamos rápidamente y nos encontramos en un aeropuerto.
– ¿Hemos bajado en el aeropuerto de Marsella? -preguntó Pilar-
– ¡Igual tenía más paradas! -respondió Lucía
– Son casi las nueve de la noche, -dije- vamos al punto de información a ver si nos ayudan, tal vez nos digan si hay algún medio para llegar a un camping o albergue donde podamos pasar al menos esta noche.
Un hombre de unos 50 años, estaba a nuestro lado, abonando un ticket de aparcamiento, nos miraba de reojo atento a nuestra confusión y también la dificultad para entendernos con el informador, finalmente intervino:
-Si queréis os puedo acercar a la zona de campings que se encuentra en dirección de mi casa, en media hora estaremos allí, tengo el coche en el parking-.
Hablaba muy bien español, aunque se le notaba el acento francés.
-Si, claro, -contestó enseguida Pilar-, muchas gracias.
-Aceptamos, mirándonos Lucía y yo con temor. Habíamos acordado que por las noches no íbamos a hacer autoestop, pero ¡qué alternativa teníamos!, confiamos en la intuición de Pilar, además estábamos agotadas.
-Solo queda media hora para llegar, -dijo Pilar para tranquilizarnos-.
Durante los cinco primeros minutos de recorrido y en un Mercedes de alta gama, nos presentamos e hizo algunas preguntas de cortesía que respondimos con una naturalidad forzada, ya que veíamos en las indicaciones de la carretera, que se dirigía hacia el Puerto viejo.
En este caso era Pilar la que ocupaba el asiento del copiloto. Sentimos el olor a mar y lo comentamos con ilusión.
A continuación, siguió él con más preguntas:
– ¿Os espera alguien en Marsella?

Miraba por el retrovisor nuestras reacciones, pero especialmente miraba a Pilar, sentada a su lado, parecía que le gustaba. Empezó nuestro temor nuevamente. Contestábamos con monosílabos, él percibió nuestro miedo.
– ¡No tendréis miedo! -dijo-, aunque… esta zona del puerto se llena de traficantes, sobre todo a partir de estas horas. ¡Yo mismo podría ser uno de ellos! – Se echó a reír mientras observaba nuestra expresión.
Era una noche oscura, de luna nueva, apenas se veía la carretera y había tramos de caminos poco cuidados. Vimos varios campings, pero él pasó de largo. Le dijimos que si nos podía acercar a uno de ellos y nos explicó que todos esos estaban cerrados y que mejor nos daba una vuelta por el puerto y luego nos llevaba a su casa para llamar desde allí por teléfono.
Nos mirábamos desconcertadas, Pilar, -dijo-, ¡claro que sí! y con un gesto le entendimos: -abrid bien los ojos.
– ¡El Puerto viejo!, -exclamó- raro es el fin de semana que no haya alguna pelea. Los delincuentes ahora mismo están por aquí. La policía lo sabe, pero solo actúa de vez en cuando.
Con el miedo contenido seguíamos muy alertas a cualquier indicio de peligro. Le escribí una nota a Lucía con el fin de que no nos oyera hablar entre nosotras y luego se la pasara a Pilar por el lado de la puerta delantera.
En la nota ponía: -Si es necesario, nos separamos y a correr hasta encontrar la gendarmería más próxima. En los puertos siempre hay alguna-
Lucía y yo caímos en la cuenta de que no habíamos anotado la matrícula. ¿Qué le diríamos a la policía si intentaba agredirnos? Buscamos datos del coche, modelo, color y de su fisonomía.
Entrábamos en un camino más estrecho donde vimos una parada de autobús a un lado de la carretera. Nos dimos un codazo. Y también avisamos a Lucía, comenté en voz alta:
– ¡Ah! ¡Por aquí pasa un autobús!
-Si -respondió-, va hasta la plaza de la catedral y circula de seis de la mañana a diez de la noche. Ahora ya no pasan.
En una zona con varios chalés enormes y separados, aparcó en la que debía ser su casa. Nos invitó a entrar para llamar por teléfono, tal y como nos había dicho.
– ¿Y si llama a otros y nos llevan a una nave del puerto? -me dijo casi en susurros Lucía-. Recordé las palabras de Sara y los peligros a los que nos exponíamos.
-Bien, -dijo en voz baja Pilar al ver mi cara desencajada-, no perdamos la puerta de vista. Si vemos algo raro, tiramos las mochilas y nos vamos corriendo como avestruces hacia el puerto. Luego buscamos la gendarmería.
En estos susurros estábamos, cuando abrió la puerta una señora que parecía de servicio.
Había más gente en la casa, dos hombres y una mujer, que por la forma de abrazarle debía de ser su pareja. Nos presentó a todos, y continuó hablando todo el tiempo en francés, demasiado rápido para que pudiéramos entenderles.
A continuación, se puso a llamar por teléfono. Hizo varias llamadas. No entendíamos lo que decía.
-Malas noticias, -nos dijo-, no hay sitio en ninguno de los campings abiertos, si queréis podéis cenar con nosotros y pasar la noche en la habitación de mis hijos, están fuera esta semana.
Pilar rompió el dulce sonido de esas palabras cuando dijo:
– ¡Nada de correr como avestruces!
Lucía soltó una de sus carcajadas y entonces nos dio una risa floja, incontrolada, tanto que nuestros anfitriones no acertaban a comprender y… nosotras tampoco.
Eran personas sumamente amables, muy educadas y parecían estar acostumbradas a tener invitados.

La asistente, nos mostró una amplia habitación, un aseo y un baño, para que nos instaláramos y, si queríamos, nos ducháramos antes de bajar a cenar.
Dejamos las mochilas sin apenas mirar las estancias, nos lavamos las manos y bajamos rápidamente al comedor para no hacerles esperar. La cena estaba deliciosa. Nos retiramos en cuanto acabamos la cena, agradeciendo antes su generosidad.
Una vez en la habitación, observamos que era un gran espacio con dos camas y un sofá. Decorado con útiles de navegación y cuadros de nudos marineros, reparamos en las fotografías de dos adolescentes entre veleros. También había otra de los mismos jóvenes en un gran yate, con sus padres, que acabábamos de conocer.
Realmente nos había acogido un millonario de Marsella, aunque nunca sabremos a qué se dedicaba.
Al día siguiente, por la mañana, no había nadie en la casa. Oímos ruido de vajilla en el comedor y bajamos. Eran las nueve de la mañana.
La asistenta había puesto sobre la mesa un suculento desayuno con cruasanes, tostadas, fruta, café, chocolate y té, para tres. Estábamos abrumadas y felices. Cuando acabamos, nos indicó cómo llegar a la parada del autobús que nos llevaría al centro de la ciudad. Le expresamos nuevamente nuestro agradecimiento.
Pasamos dos días alojadas en un hostal céntrico, visitando esa maravillosa ciudad llena de historia.
De Marsella recuerdo: el puerto viejo, la catedral, el largo trayecto de vuelta en autobús directo hasta Zaragoza, y especialmente, a un hombre rico de Marsella que nos acogió en su maravillosa casa y del que aprendimos una inolvidable lección de confianza y hospitalidad.

Fin

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