WOLF

Por Ana García Bolado

Nunca pensó que vivir en España pudiera ser tan gris. Paralizado entre las sábanas, Wolfgang se visualizaba levantándose, duchándose, incluso podía oler el café que salía con los primeros borbotones de su cafetera italiana, la que le regaló su madre. Pero nada de esto sucedía, seguía en su cama y más le valía darse prisa para llegar a la oficina y no dar razones a sus compañeros para poder criticarle, aunque no harían falta.

Cuando hablaba con su madre por teléfono los miércoles a las 20h o en la videollamada de los viernes a las 18h, siempre le decía lo mismo, que todo iba bien, con un ligero matiz diferente cada semana, aunque intentando que sus padres comprobaran que todo estaba en orden. Y ellos asentían, sonreían, y a las 18:25h ya empezaban a despedirse porque iban a cenar. Al colgar siempre tenía la sensación de que su madre se quedaba preocupada. Lo cierto es que nunca tuvo muchos amigos de pequeño, solo los del grupo de montaña, pero quizá estaría bien hablarles de algún amigo, ahora que ya llevaba tiempo en Barcelona.

Le contrataron en MyInvestments porque su tía Marie conocía al jefe, así que pronto comenzó a trabajar en una oficina de una torre del centro de Barcelona, con las mesas separadas por mamparas indiscretas de metacrilato. A Wolfgang se le daban bien los números pero intentaba limitar al máximo las llamadas y entrevistas tanto en número como en duración, además de por su dificultad en el discurso, nombre técnico para su tartamudez, porque resultaban demasiado divertidas para sus compañeros.

Su madre lamentaba haberle llamado Wolfgang. Quizá con un nombre más fácil de pronunciar, él no hubiera temido tanto el momento de presentarse ni de comenzar una conversación, ni hubiera sido tan solitario, tan amigo de aislarse con los números o de perderse en la naturaleza.

En la oficina en seguida le encontraron un mote facilón y poco ocurrente pero suficiente para reírse de él. A Wolfgang le gustaba la vida en España pero siempre encontró despiadado ese afán español de ridiculizar y reírse a carcajadas, de forma tan estrepitosa.

Al poco tiempo, a su jefe le dio un infarto y se jubiló. Adriana, su sustituta, quería ganarse a la plantilla y nunca hizo nada por protegerlo de las burlas, cada vez más descaradas, de sus compañeros.

A Wolfgang los cálculos complicados y los razonamientos elaborados le permitían esa evasión que buscaba, y eso le hacía feliz, como a otros un día libre o unas vacaciones inesperadas. Era brillante, por eso cada vez que Adriana le llamaba al despacho se sobresaltaba por lo impredecible del motivo de su regañina. En unas pocas semanas desde la llegada de su nueva jefa, las llamadas a su despacho aumentaron de forma proporcional a la ansiedad de Wolfgang, que ya no necesitaba café para despertarse porque nunca se llegaba a dormir del todo. Los días eran cada vez más grises, gris oscuro.

Como solución, Adriana le ofreció teletrabajar a tiempo completo de forma indefinida. Cuando Wolfgang recibió la noticia, fue como si acabara de nacer; suspiró, notó cómo su pecho se expandía, se sintió poderoso, puso en marcha la cafetera y comenzó a teclear en el buscador palabras clave como “zona rural”, “alquiler barato”.

En menos de una semana, ya estaba conduciendo despacio por una carretera estrecha llena de curvas en su Opel Corsa, buscando la dirección de su nuevo hogar. En cada una de las curvas había sábanas pintadas cuyo mensaje, pensó, ya tendría tiempo de leer.

A los pocos días, tras los trámites de la casa y los apuros de tener que presentarse a demasiadas personas nuevas en poco tiempo, entenderlas y hacerse entender, ya estaba habituado a despertarse con la luz que entraba por la ventana de madera de su cuarto y los sonidos de los pájaros, en una casa de piedra de dos plantas en Miera, un valle perdido de Cantabria, vistiendo botas de goretex, un pantalón largo con bolsillos y un viejo forro polar. Sólo le quedaba arreglar algunos enchufes y dar los últimos retoques a su conexión wifi para poder conectarse a la videollamada con su madre.

Instaló lo imprescindible, ordenó por colores la poca ropa que tenía y colocó en la planta baja, cerca de la cocina, su mesa con vistas al valle. El verde y el azul se iban incorporando de nuevo a su vida. Le sorprendió que la gente del pueblo hablaba despacio y claro, y le resultaban rudos pero acogedores. Se interesaron por él y por sus circunstancias con menor o mayor disimulo y en seguida se enteró del motivo de las pancartas sábana improvisadas al borde de la carretera y en los balcones de las casas con mensajes como “NO al parque eólico”, “SI al progreso, NO al desastre”.

Se iban acabando sus provisiones y no le quedó más remedio que ir a la tienda del pueblo con su lista de la compra para todo el mes. A Wolfgang le agradó la voz y la paciencia de Ricardo el cajero y entablaron conversación, fluida para su propio asombro, él que siempre tartamudeaba con desconocidos. Así se enteró de que el Gobierno Regional quería llenar la zona de gigantes molinos de viento y destrozar el paisaje, el ecosistema y, por tanto, el modo de vida de la mayoría de la gente de la zona.

Volvió andando a casa con las bolsas y la mirada fija en el suelo, el gris iba invadiendo sus pasos y le iba robando el aire. No podía ser, él que ahora empezaba a estar feliz, que se despertaba alegre, que disfrutaba de su trabajo sin tener que soportar burlas, que hablaba más fluido, dormía bien, incluso a veces toleraba cierto desorden, tenía más contactos en el móvil, podría hacerse amigo de Ricardo, conocía ya muchos senderos de la zona… no podía ser que le despertaran los ruidos de excavadoras haciendo más ancha la pequeña carretera para que las moles de hormigón pudieran invadir el paisaje, que iban a ahuyentar a los pájaros, que iban a romper la línea del horizonte y a quitarle la maravillosa puesta de sol que disfrutaba mientras cenaba y que enseñaba a su madre con el portátil en las videollamadas… No, por favor… Abrió de una patada la puerta de su casa y dejó la compra encima de la mesa, sin ordenar.

Esa noche, por primera vez desde que llegó a Miera, no pudo dormir. Tenía que hacer algo pero al mismo tiempo todos sus miedos añejos le tenían encadenado “Dónde vas tú, si acabas de llegar”, “Si la gente no sabe ni pronunciar tu nombre”…

Al día siguiente volvió al supermercado, deseando que estuviera Ricardo otra vez, tenía preparada la frase inicial, evitando las palabras con erre, para ir al grano, quería información, muchos detalles. Necesitaba saber si se podía hacer algo para evitarlo, cuando él iba al grupo de montaña ya participó en alguna protesta contra la deforestación del monte cercano a su casa.

A Ricardo, sorprendido de verle tan pronto tras la gran compra del día anterior, le agradó su interés, y como acababa de abrir y estaban solos en el súper, no escatimó en explicaciones. Wolfgang pudo enterarse de que estaban muy organizados, esa gente supuestamente tan tosca había creado una plataforma, organizaba reuniones con vecinos de otros pueblos, tenían una cita con el Consejero de Medio Ambiente y, justo al día siguiente, iban a grabar un vídeo para difundirlo en las redes. Ricardo le invitó a participar en el vídeo y, era tal su entusiasmo, que Wolfgang escuchó a su propia boca decir “Sí, claro, allí estaré”.

Esa fue la segunda noche que no pudo dormir. Cómo iba a salir él en un vídeo ni en las redes, tendría que darle alguna excusa a Ricardo, pero entonces sería peor, porque él podría ser tímido y con poca iniciativa pero no un cobarde. Pero pensaba en la grabación y, por muy corta que fuera, se le iba a notar que era tartamudo, un tartamudo alemán, menudo personaje… Y como llegara a sus ex-compañeros ya… mejor ni pensarlo. Así estuvo toda la noche, dilucidando, sopesando, moviéndose sin parar en la cama, hasta que salió el sol.

Iría, lo tenía decidido. Como, extrañamente, ya confiaba en Ricardo, sabía que podría contar con él en caso de empezar a pasarlo realmente mal.

Una vez en la casa de Tomás, el tío de Ricardo, donde habían quedado, le explicaron que todos tendrían que grabar dos partes, una explicando la introducción del problema y otra con su motivo personal por el cual no querían los molinos allí. Y a pesar de que todos fueron amables con él, estaba empezando a saturarse antes de empezar, con tanta gente alrededor. Así que se apartó un momento, cerró los ojos e intentó centrarse en los sonidos de la naturaleza. Tan absorto estaba que solo los abrió cuando Ricardo le llamó “Wolf, que te toca”. No había preparado nada, solo dejó que sus palabras fluyeran. Entendía el problema así que lo explicó tan breve y sencillo como pudo, y después dio su opinión personal. Acabó de grabar y se fue de allí sin despedirse.

Estaba sereno. No se sentía nervioso ni avergonzado; quizá lo que más acusaba era tanta gente junta, nunca sabía bien cómo comportarse, qué era lo correcto si estaba hablando con alguien y pasaba cerca otra persona conocida, ¿debía interrumpir al primero para saludar al segundo? ¿o quizá hacer como que no había visto al segundo para seguir atento a la conversación? Lo veía complicadísimo, eran muchas opciones posibles pero ninguna le daba la sensación de estar haciendo lo correcto. Así que tras todo el trajín, se metió las manos en los bolsillos y, atento a las piedras del camino, enfiló la cuesta que le llevaba a casa, necesitaba calma.

Todo estaba pasando muy rápido en su vida, antes rutinaria. Ni por lo más remoto se imaginaba hace solo un mes que iba a salir en un vídeo. Aunque con un poco de suerte eliminarían su parte… sí, seguro que con su acento y su tartamudez no se le iba a entender bien y además qué pintaba un alemán explicando un problema de los valles pasiegos. Ojalá saliera todo bien y no construyeran los dichosos molinos, no solo por él, sino por sus vecinos, eran buena gente, se encontraba a gusto con ellos.

Ya en casa, Ricardo le llamó y le invitó a tomar una cerveza con el resto, pero Wolf prefirió poner una excusa.

Autoconvencido de que no iba a aparecer en el vídeo, se dio una ducha y se acostó. Al día siguiente madrugó más que el sol, logró apartar de su mente todo lo relacionado con los molinos y siguió con sus números. Tan absorto estaba que olvidó la videollamada de las 18h con su madre, que le llamó asustada a las 18:10h. Le explicó que había estado muy liado, que mejor cambiaban a videollamada para darle más detalles.

Justo al empezar, recibió un correo de Ricardo con el vídeo ya montado, listo para difundir, así que decidió abrirlo en ese mismo momento para poder enseñárselo a su madre. A los pocos segundos, Wolf enmudeció y pudo ver cómo su madre comenzaba a llorar, inconsolable, en la ventana pequeña de la pantalla. Ninguno de los dos reconocía a ese chico delgado con pinta de guiri, vestido con pantalones de muchos bolsillos y un forro polar, explicando con ese aplomo y de una manera tan clara, concisa y al mismo tiempo apasionada todo lo que estaba pasando. Ambos quedaron mudos durante el resto del vídeo y solo cuando terminó, su madre sonrió, apartó las lágrimas de sus ojos y pudo decir “Wolfgang, jetzt bin ich ruhig”. Su madre ya estaba tranquila. Y eso que ninguno de los dos sabía aún que en los días venideros iba a recibir cientos de mensajes felicitándole, proponiéndole participar en eventos, que iban juntos a conseguir que no se construyeran los molinos y que el número de contactos de su móvil se iba a duplicar. Esa noche Wolf y su madre durmieron de maravilla.

 

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